Prólogo
de Emir Rodríguez Monegal
PRIMERA ENTREGA
PRÓLOGO
(1)
Aunque Brasil ocupa prácticamente la mitad de América Latina, la literatura
brasileña es casi desconocida en el resto del continente de habla española. La
aparente semejanza de las lenguas, cuyo tronco común es indiscutible, enmascara
una dificultad de lectura que acaba por desanimar a los hispanohablantes. En
esto, los brasileños demuestran más imaginación. No es extraño ver libros en
español en las mejores bibliotecas particulares del Brasil. En cambio, es casi
una señal de esnobismo encontrar un libro en portugués en la biblioteca de un
escritor hispanoamericano, a no ser que se trate de un lusitanista.
Pasa aquí algo similar a lo que también revela un análisis profundo de la
geografía cultural de América del Sur; aunque unido por los fondos a casi todos
los países de habla española (sólo con Chile y Ecuador, no tiene fronteras), el
Brasil les da la espalda. En vez de estar enlazados por los grandes ríos, por
la selva infinita, por esa tierra de nadie que es el corazón compartido de todo
el continente verde, ambos grupos vecinos se desconocen y miran obsesivamente a
las metrópolis culturales del hemisferio norte.
Por eso mismo, no es extraño que el descubrimiento de la obra impar de Jôao
Guimarâes Rosa no haya sido realizado en las grandes editoriales de la América
española sino en la España misma. A la publicación de Grande Sertâo: Veredas en 1967, en la magnífica traducción de Ángel
Crespo, sucede ahora la de Primeiras
Estorias, libro que por su brevedad densa, por su poesía, constituye la
mejor introducción al universo complejo del autor mineiro.
La frontera y las fronteras
Mi acceso al mundo de Guimarâes Rosa fue este mismo libro, en su edición
brasileña de 1962. Dos grandes amigos, Walter y Virginia Wey, me facilitaron en
Montevideo un ejemplar de la edición que acababa de publicarse en Río de
Janeiro. Ya entonces, Virginia estaba en contacto con don Jôao para iniciar los
trabajos de traducción con el resultado que el lector tiene ahora a la vista.
Apenas empecé a leer estos cuentos (conocía algunos de revistas), me fui
sintiendo atrapado por la peculiar atmósfera que creaba el escritor, por la
intensidad de sus imágenes, por el sabor único de sus palabras.
Si es fácil no conocer a Guimarâes Rosa, y son tantos los que lo ignoran
dentro y fuera del Brasil, es muy difícil no convertirse en adicto si uno ha
empezado a vislumbrar, así sea muy exteriormente, ese mundo mágico que sus
libros han creado. Es como Kafka o como Borges: apenas una frase de ellos entra
en nuestro sistema circulatorio estamos perdidos. Nada podemos hacer si no es
pedir más, buscar más, conseguir más. El primer cuento que yo había leído era
nada, o casi nada. Se llama La tercera
margen del río y cuenta la historia de un hombre que deja a su mujer e
hijos y se va a vivir en un bote en el centro del río. Pero esa historia
lograba, por los medios más simples e intensos, crear para el lector la
imposible promesa de su título: una tercera dimensión de la realidad, la
tercera imagen, se hacía patente, se convertía en experiencia, se encarnaba en
la imaginación. De golpe, me convertí al culto, entonces casi secreto en la
América hispánica, de Guimarâes Rosa.
No había leído sino aquel volumen cuando tuve ocasión de pasar una quincena
en Río de Janeiro con mi mujer. Hablo del invierno de 1963, estación que en Río
se distingue muy poco de un verano uruguayo, húmedo y algo tristón. En casa de
Eva Pimentel Brandâo, en la hermosa y viva biblioteca de su marido, que ella
conserva con la más impecable devoción, encontré el Anuario del Ministerio de
Relaciones Exteriores del Brasil que me ofrecía los pocos datos oficiales sobre
Guimarâes Rosa. Era una biografía de diplomático que estaba reducida a sus
servicios en el cuerpo: nacido en Cordisburgo, Minas Gerais, el 3 de junio de
1908, Guimarâes Rosa pertenece a una familia patricia del gran estado
brasileño. Se recibe de médico y ejerce en el estado natal; luego, en 1934,
entra en la carrera diplomática y asciende a lo largo de tres décadas hasta su
puesto de Embajador en Itamaraty, Departamento de Demarcación de Fronteras. Ha
prestado servicios de cónsul en Hamburgo, en vísperas de la segunda guerra
mundial; ha estado internado en Baden-Baden en plena contienda. A partir de
1942 representa a su patria en la América Latina (secretario de embajada en
Bogotá, 1942-44-9 y en Europa otra vez (consejero en París, 1948-1951). En el
Anuario no hay una sola palabra sobre su carrera literaria. Esa pertenece no al
Embajador sino al otro.
El que me interesaba era el escritor pero estaba dispuesto a correr el
riesgo de tropezarme sólo con el Embajador cuando conseguí que Afrânio
Coutinho, gran historiador de las letras brasileñas y amigo, me llevara hasta
el Palacio de Itamaraty una tarde de esa cariocas en que la ciudad arde a fuego
lento. Coutinho hace las presentaciones y se excusa. Es un hombre ocupado en
mil cosas y, además, prefiere dejarme a solas con Guimarâes Rosa. Yo me siento
perdido pero me aguanto a pie firme. Si la oficina no puede ser más buirocrática,
el hombre alto y corpulento, pero no grueso, de pelo gris cortado muy corto, de
lentes y sonrisa afable, gestos precisos y nítidos, me tranquiliza. Su figura
se recorta contra un fondo de viejos mapas, de fotografías amarilladas por el
tiempo, de gráficas persistentes y tal vez inútiles. En medio de esa erosión,
el hombre está vivo. Guimarâes Rosa tiene del diplomático sólo la apostura
exterior, la exquisita cortesía, una sobreentendida reserva. Apenas empieza a
hablar, modulando con precisión cada sílaba con una voz suave pero firme,
apenas subraya ciertas palabras con un súbito estallido de los ojos, apenas
apoya un poco el pedal de la intención para circundar de color un significado,
descubro que estoy frente al narrador. La voz que suena acariciando cada una de
las sílabas, es la voz que se escucha, apenas audibles, en las páginas de Primeras Historias.
Guimarâes Rosa no pierde el tiempo en vaguedades: habla de su arte y de su
oficio. Escribe mucho, me cuenta; luego deja descansar lo escrito y vuelve más
tarde a revisar, haciendo muchas correcciones, cortando sin piedad. Ese primer
trazo copioso de su escritura tiene como propósito tiene como propósito ocupar el territorio, marcar los límites
entre los que se va a mover el cuento o la novela corta o la narración más
extensa. Mientras lo escucho hablar con precisión y sin prisa pienso que esa
tarea es, también, un servicio de demarcación de fronteras, como el que ahora
tiene a su cargo el Embajador. Al corregir, al rechazar, al omitir, Guimarâes
Rosa sufre las furias y las penas de todo creador apasionado con lo que ha
escrito. Para engañar al subconsciente (confiesa) suele decirse que ese
material rechazado no va a morir al cesto de papeles. Al contrario, lo copia
cuidadosamente en un cuaderno especial que titula Rejecta: así lo destina a posteriores y tal vez inexistentes obras.
De ese modo, el subconsciente calla y acepta.
Cuando reedita un libro, vuelve sobre cada palabra, cada coma, cada ritmo.
Una de sus colecciones de cuentos, la primera y que se titula Sagarana (1946), ha sido retocada
infinitamente. A cada nueva tirada, Guimarâes Rosa decide poner otra vez todo
el libro en el taller. Hasta que un día se dio cuenta de que si no paraba y
decidía que lo escrito, escrito está, se iba a pasar la vida corrigiendo el
mismo libro. Ahora piensa (con una casi imperceptible nostalgia flaubertiana)
que debía tomar uno de sus cuentos, uno cualquiera, y seguirlo corrigiendo
hasta el fin de sus días, como modelo y ejemplo.
Pero tiene que seguir escribiendo. Para su edad, Guimarâes Rosa ha
publicado relativamente poco: los cuentos ya mencionados de Sagarana, su primer libro; dos tomos de
novelas breves que recogió bajo el título de Corpo de baile, en 1956, y que ahora se han desdoblado en tres; la
narración larga que le ha valido fama internacional, Grande Sertâo: Veredas, de 1956 también; y el tomo de Primeiras Estorias, 1962. Posteriormente
al encuentro que evoco ahora, publicó otro volumen de cuentos, Tutaméia (1967), que subtituló con
cierta intención, Terceiras Estorias.
Las Segundas Estorias están todavía
inéditas en libro.
En el taller del filósofo
Cuando lo visité el 13 de julio de 1963 era imposible encontrar en Río un
ejemplar de sus primeros tres títulos. Un librero, especialista en literatura brasileña
y también editor (Carlos Ribeiro, de la Livraria Sâo José) me dice que tiene
más de cien ejemplares pedidos de Grande
Sertâo: Veredas. El mismo Guimarâes Rosa se excusa por no poder conseguirse
uno y me cuenta que para poder enviar la novela a los editores europeos que se
interesaban en leerla, debió saquear las bibliotecas de los amigos. Para
documentar mejor esos problemas, se refiere a las traducciones en curso, a las
cartas de Alfred A. Knopf (su editor norteamericano y amigo personal), a las
cartas de editores alemanes, a las Editions de Seuil, en París, que le escriben
misivas de exquisita cortesía francesa: allí lo saludan como maestro y señalan
con aplauso la condición irracional de sus cuentos y la naturaleza casi mítica
de su imaginación. Felizmente, en 1966 se han reeditado en portugués todos sus
libros y ahora en Brasil su nombre es algo más que un nombre.
Guimarâes Rosa se ha levantado para mostrarme la carpeta en que guarda las
cartas de sus editores extranjeros y ese gesto (que podría revelar una vanidad
superficial, casi infantil) está desmentido por la presencia de gran señor con
que se mueve, por la delicada ironía que asoma a sus ojos y a esa semi-sonrisa
que hay siempre en sus labios. Es una ironía que se vuelva impecablemente sobre
sí mismo. Pienso en Cervantes y en ese encuentro crespuscular del autor del Quijote con un admirador que se conmueve
tanto al conocerlo: recuerdo las páginas en que él mismo cuenta (en el prólogo
del Persiles) ese encuentro; evoco la
doble o triple instancia de esa vanidad irónica.
También en la gran novela del autor brasileño encontraré más tarde rastros
de la misma ironía; también en ella se reconoce la gran tradición (cómica,
paródica, pero asimismo épica) del Quijote.
Guimarâes Rosa me muestra la carpeta con las cartas y sigue hablando de sus
libros. Habla con cariño pero es un cariño atemperado por los buenos modales y
una convicción, muy honda, de que el verdadero goce de crear no está jamás en
el aplauso recibido sino en la acción misma de crear. Por eso sigue contándome
cosas. Cuando planea un relato o una novela, empieza siempre por el marco, el
paisaje, que invariablemente es el de su Minas natal. Luego trabaja el argumento
que le permitirá aspectos psicológicos o morales de sus personajes. Todo eso
es, para él, sólo un aspecto, una parte de la creación, ya que en el centro de
sus narraciones busca siempre expresar algo ético, algo trascendente. Esta
preocupación lo hace calificarse de filósofo, con sobreentendidos similares a
los de Azorín.
“Tengo horror a lo efímero”, me dice. Siempre pienso en libros. El volumen
de Primeras Historias surgió de la
invitación de un periódico de Río de Janeiro. Se comprometió a escribir una serie
de cuentos. Pero antes de entregar el primero, debió pensar mucho, esbozar unos
cuantos, tener por lo menos tres ya escritos y furiosamente revisados, para
estar seguro (desde el comienzo) sobre cuál sería la visión general del libro
en que irían a parar esas historias de
eres soñadores, seres débiles, de temibles bandoleros, de mujeres trágicas, de
sucesos extraños como fábulas, mágicos como la misma leyenda del interior del
Brasil.
Escribiendo y corrigiendo, descubre a veces un error y en vez de retocarlo,
resuelve aprovecharlo. Así, por ejemplo, en Grande
Sertâo: Veredas hay una piedra preciosa que cambia varias veces de nombre:
la primera vez se habla de un topacio,
luego se convierte en zafiro, casi de
inmediato pierde el nombre preciso y es sólo una piedra valiosa, pero antes de
concluir la narración será una amatista.
Releer todo el libro (594 páginas en la edición brasileña) para uniformar el
nombre de la piedra, le pareció tarea estéril. Prefirió agregar unas líneas
cerca del final en que las mismas dudas y contradicciones sobre el cambio de
nombre sirvieron para acentuar el carácter ambiguo del relato interno. Al fin y
al cabo, esa piedra preciosa que el protagonista se siente tentado a regalar a
un compañero, al que también ama, es símbolo de un corazón dividido. “Hay que
trabajar a favor de las limitaciones”, me dice Guimarâes Rosa con una sonrisa
en que se refleja su sentido irónico, complejo, de la vida.
Es tarde cuando salgo de la oficina de ese día de julio de 1963. El Palacio
de Itamaraty, sus paredes rosadas o blancas, se perfilan como un decorado
italiano contra el violento azul del cielo carioca, contra los morros violáceo
que cubren como lujoso fondo el panorama algo teatral. En las calles hay gente
que se dirige presurosa a las paradas de los omnibuses y trolebuses: son
cientos, marchan en hileras, hacen cola con fatigada paciencia. Hay un calor
húmedo de verano en el pleno invierno del Hemisferio Sur. En la oficina de
Demarcación de Fronteras queda un señor alto, de lentes, impecablemente vestido
con un traje azul piedra que tiene una tenue rayita blanca, de corbata de moña
y aire fresco y reposado. En la oficina no hace calor, nada se agita, todo está
en su sitio. Pero esa calma, esa serenidad estudiada que difunde Guimarâes Rosa
no es sino la máscara urbana de su creación profunda. En sus libros, en la
violencia y frenesí de sus libros, se encuentra la misma vitalidad, el mismo
calor apasionado, la misma fuerza oscura de esta muchedumbre que se ordena
presurosa hacia su destino. Pienso que en la serena dimensión de su arte,
Guimarâes Rosa también expresa el mismo espíritu vital.
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