sábado

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (49)


LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 14)

Rastignac llegó a la calle de San Lázaro y entró en una de esas ligeras casas de delgadas columnas y mezquinos pórticos que constituyen el hermoso París, una verdadera casa de banquero llena de costosos adornos, de estucos y de barandillas de mosaicos de mármol. Encontró a la señora de Nucingen en un saloncito donde abundaban los cuadros italianos y cuya decoración se parecía a la de los cafés. La baronesa estaba triste y los esfuerzos que hacía para ocultar su pena interesaron tanto más vivamente a Eugenio cuanto que no había fingimiento alguno en ello. El estudiante creía hacer feliz a una mujer con su presencia, y la encontraba desesperada. Este desengaño picó su amor propio.

-Señora, tengo aun muy poco derecho a su confianza -dijo Eugenio después de haberla atormentado hablándole de su preocupación-; pero si la molestase a usted con mi presencia, cuento con su buena fe para que tenga la franqueza de decírmelo.

-No; no se vaya usted, porque si se fuese quedaría sola. Nucingen come fuera de casa y no tengo quien me acompañe; necesito distracción.

-Pero ¿qué tiene usted?

-A usted sería el último a quien se lo diría -exclamó Delfina.

-Pues yo quiero saberlo, porque sus palabras me hacen suponer que el secreto me interesa.

-Puede. Pero no -repuso la joven-. Son disgustos del hogar que deben permanecer sepultados en el fondo del corazón. ¿No le decía a usted anteayer que era desgraciada? Las cadenas de oro son las más pesadas.

Cuando una mujer le dice a un joven que es desgraciada, si este joven es listo, cuenta con mil quinientos francos y está desocupado, debe pensar lo que pensaba Eugenio y volverse fatuo.

-¿Qué puede usted desear? Es joven, hermosa, amada, rica.

-No hablemos de mí -dijo Delfina haciendo un movimiento negativo de cabeza-. Comeremos juntos e iremos luego a oír música deliciosa. ¿Le agrada cómo estoy? -repuso levantándose y enseñándole su traje blanco de cachemira con dibujos persas de la más refinada elagancia.

-Lo que yo quisiera es que usted fuera toda mía -dijo Eugenio-. Está usted encantadora.

-Tendría usted una triste posesión -dijo la baronesa sonriendo con amargura-. Nada aquí anuncia la desgracia; y, sin embargo, a pesar de las apariencias, estoy desesperada. Las penas me quitan el sueño y no tardaré en envejecer.

-¡Oh, eso es imposible! -exclamó el estudiante-. Siento curiosidad por saber qué penas son esas que resisten a un amor verdadero.

-¡Ah, si yo se las contara, huiría usted de mí! Usted sólo me ama por esa galantería que es general en los hombres; pero si estuviese realmente enamorado, su desesperación no tendría límites.  Ya ve usted, pues, que estoy obligada a callar. Por favor -suplicó-, hablemos de otra cosa. Venga usted a ver mis habitaciones.

-No, quedémonos aquí -insistió Eugenio sentándose en un sofá junto al fuego, al lado de la señora de Nucingen, cuya mano tomó con decisión.

Ella lo dejó hacer y hasta apoyó la mano en la del joven, haciendo uno de esos movimientos de concentrada fuerza que traicionan la existencia de grandes emociones.

-Escuche usted -dijo Rastignac-, si tiene penas, debe confiármelas, porque yo deseo probarle que la amo desinteresadamente. O habla usted y me dice la causa de su tristeza para que yo pueda disiparla, aunque haya que matar a seis hombres, o de lo contrario no pongo más los pies en esta casa.

-Pues bien -exclamó Delfina dándose una palmada en la frente-, voy a ponerlo a prueba al instante. “Sí” se dijo, “no hay más que este remedio”. Y llamó.

-¿Está enganchado el coche del señor? -le preguntó a su ayuda de cámara.

-Sí, señora.

-Me lo llevo, entonces, y si el señor pide otro, denle el mío y mis caballos. Me servirán ustedes la comida a las siete. Vamos, venga usted -le dijo a Eugenio, que creyó soñar cuando se vio en el cupé del señor de Nucingen al lado de aquella mujer.

-¡Al Palacio Real -le ordenó al cochero-, cerca del Teatro Francés!

Por el camino la baronesa pareció agitada y se negó a responder a las mil preguntas de Eugenio, que no sabía qué pensar ante esa resistencia muda, compacta y obtusa.

“En un momento se me escapa”, se decía el estudiante.

Cuando el coche se detuvo, Delfina miró a Eugenio con aire que impuso silencio a sus locas palabras, ya que el joven se había irritado.

-¿Me quiere usted de veras? -le preguntó.

-Sí -respondió Eugenio ocultando la inquietud que lo dominaba.

-¿No pensará usted mal de mí, sea cual fuere lo que le mande?

-No.

-¿Está usted dispuesto a obedecerme?

-Ciegamente.

-¿Ha jugado usted alguna vez? -le preguntó con voz temblorosa.

-Nunca.

-¡Ah, respiro! Tendrá usted suerte. He aquí mi bolsa. Tome lo que contiene. Hay cien francos, que es todo el capital que posee esta mujer feliz. Suba a una casa de juego, no sé dónde se encuentran, pero están en el Palacio Real. Juegue los cien francos a la ruleta, y piérdalo todo o tráigame seis mil francos. Le contaré a usted mis penas cuando regrese.

-¡Lléveme el diablo si sé lo que voy a hacer! Pero la obedeceré -dijo él con la alegría que le causaba este pensamiento: “Se compromete conmigo y no podrá negarme nada.”

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+