LA ENTRADA EN EL MUNDO
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Después de esta
conversación, papá Goriot vio en su vecino un confidente inesperado, un amigo,
y esto bastó para que se estableciesen entre ellos las relaciones únicas que
aquel anciano podía tener con otro hombre. Las pasiones no hacen nunca falsos
cálculos. Papá Goriot se veía más cerca de su hija Delfina, y creía que sería
mejor recibido por ella si Eugenio llegaba a gustar de la baronesa. Por otra
parte, el anciano le había confiado uno de los dolores de Delfina, que no había
conocido las dulzuras del amor, y a la cual deseaba en todo momento la dicha. A
decir verdad, Eugenio era uno de los jóvenes más buenos mozos que él había
visto, y le hacía suponer que procuraría a su hija los placeres de los que ella
había estado privada hasta entonces. El buen hombre sintió, pues, por su
vecino, una amistad que fue creciendo, y sin la cual tal vez hubiese sido
imposible conocer el desenlace de esta historia.
Al día siguiente, por la
mañana, a la hora del almuerzo, el cariño con que Papá Goriot miraba a Eugenio,
cerca del cual se sentó, algunas palabras que le dijo y el cambio de su
fisonomía, que semejaba de ordinario una mascarilla de yeso, sorprendieron a
los huéspedes de la Casa Vauquer. Vautrin, que no había vuelto a ver al
estudiante después de su conversación, parecía que deseaba leer en su alma. Al
acordarse de los proyectos de este hombre, Eugenio, que medía el vasto campo
que se abría a sus miradas, pensó necesariamente en la dote de la señorita de
Taillefer, y no pudo menos que mirar a Victorina como mira el joven más
virtuoso a una rica heredera. Por casualidad, sus ojos se encontraron. La joven
no dejó de ver qué encantador estaba Eugenio con su nuevo traje, y la mirada
que cambiaron fue bastante significativa como para que Rastignac viese que era
objeto de esos confusos deseos que nacen en todas las jóvenes al contemplar al
primer ser seductor. Una voz le gritaba a Eugenio: “¡Ochocientos mil francos!”,
pero de pronto se sumió en los recuerdos de la víspera y pensó que su pasión
por la señora de Nucingen era el antídoto de sus malos pensamientos
involuntarios.
-Ayer se representó El barbero de Sevilla, de Rossini, en
los Italianos. Nunca había oído música tan deliciosa -dijo Eugenio-. ¡Dios mío,
qué dicha es tener un palco en los Italianos!
-Está usted muy contento
-dijo la señora Vauquer-. ¡Oh, ustedes los hombres hacen lo que quieren!
Papá Goriot tomó al vuelo
estas palabras, como un perro que adivina el movimiento de su amo.
-¿Cómo volvió usted? -le
preguntó Vautrin.
-A pie -respondió
Eugenio.
-A mí -repuso el
tentador- no me gustan los placeres a medias; me agradaría ir en coche a su
palco y volver muy cómodamente. Todo o nada: esta es mi divisa.
-Y que no es mala -repuso
la señora Vauquer.
-Supongo que irá usted a
ver a la señora de Nucingen -dijo Eugenio a Goriot en voz baja-. Estoy seguro
de que lo recibirá con los brazos abiertos y de que le hará mil preguntas
acerca de mí. He sabido que daría cualquier cosa en el mundo por ser recibida
en casa de mi prima. No se olvide de decirle que la quiero demasiado para no
pensar en procurarle esta satisfacción.
Rastignac se fue
inmediatamente a la Escuela de Derecho, porque permanecer el menor tiempo
posible en aquella odiosa casa, Callejeó durante todo el día en medio de esa
fiebre que conocen los jóvenes afectados por grandes esperanzas. Los
razonamientos de Vautrin le hacían reflexionar acerca de la vida social, cuando
encontró a su amigo Bianchon en el Jardín del Luxemburgo
-¿De dónde ha sacado ese
aire tan grave? -le dijo el estudiante de medicina tomándolo del brazo para
pasearse por delante del palacio.
-Estoy atormentado por
malas ideas.
-¿De qué género? Porque
las ideas se curan.
-¿Cómo?
-Sucumbiendo a ellas.
-Te ríes sin saber de lo
que se trata. ¿Has leído a leído a Rousseau?
-Sí.
-¿Te acuerdas de aquel
pasaje en el que le pregunta al lector qué haría en el caso de que pudiese
enriquecerse matando en la China, con su sola voluntad, a un anciano sin
moverse de París?
-Sí.
-¡Y bien!...
-¡Bah! Yo ya estoy en mi
trigésimo tercer mandarín.
-No bromees. Vamos a ver,
si te probasen que la cosa es posible y que te bastaría hacer un movimiento de
cabeza, ¿lo harías?
-¿Es muy viejo el
mandarín? Pero no, joven o viejo, paralítico o sano, a fe mía… ¡Diantre! Y
bien, no.
-Bianchon, eres un buen
muchacho. Pero, ¿si amases a una mujer hasta el punto de vender tu alma al
diablo por ella, y necesitases dinero, mucho dinero, para sus vestidos, para su
coche, para sus caprichos, en fin?
-Hombre, tú quieres que
razone y me estás quitando la razón.
-Sí, Bianchon, yo estoy
loco, cúrame. Tengo dos hermanas que son dos ángeles de belleza, de candor, y
quiero hacerlas felices. ¿Cómo adquirir en cinco años doscientos mil francos
para dotarlas? Mira, existen circunstancias en la vida en que hay que jugar el
todo por el todo y en que es preciso no gastar la vida en ganar dinero.
-Hombre, tú planteas la
cuestión que tiene que resolver todo el mundo al entrar en la vida y quieres
cortar el nudo gordiano con la espada. Pero, querido mío, para obrar de ese
modo es preciso ser Alejandro o exponerse a ir a presidio. Yo me considero
feliz con la modesta vida que haré en provincia sucediendo sencillamente a mi
padre. Los afectos del hombre lo mismo se satisfacen en un pequeño círculo que
en una inmensa circunferencia. Napoleón no almorzaba dos veces al día y no
podía tener más queridas que las que tiene un estudiante de medicina cuando
está interno en los Capuchinos. Nuestra dicha, querido mío, se mantendrá
siempre entre la planta de nuestros dientes y nuestro occipucio; y que cueste
un millón al año o cien luises, en nuestro interior la percepción intrínseca
siempre es la misma. Me decido por conservar la vida del chino.
-Gracias, Bianchon, me
has hecho mucho bien, seremos siempre amigos.
-Oye -repuso el
estudiante de medicina-, al salir de la clase de Cuvier, en el Jardín Botánico,
vi a la Michonneau y a Poiret hablando en un banco con un señor a quien conozco
por haberlo visto junto al Congreso durante los motines del año pasado, y que
me pareció ser algún agente de policía disfrazado de honrado burgués que vive
de sus rentas. Examinemos a esa pareja: ya te diré por qué. Adiós, voy a
presentarme a la lista que pasan en el hospital a las cuatro.
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