domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (47)


LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 12)


Después de esta conversación, papá Goriot vio en su vecino un confidente inesperado, un amigo, y esto bastó para que se estableciesen entre ellos las relaciones únicas que aquel anciano podía tener con otro hombre. Las pasiones no hacen nunca falsos cálculos. Papá Goriot se veía más cerca de su hija Delfina, y creía que sería mejor recibido por ella si Eugenio llegaba a gustar de la baronesa. Por otra parte, el anciano le había confiado uno de los dolores de Delfina, que no había conocido las dulzuras del amor, y a la cual deseaba en todo momento la dicha. A decir verdad, Eugenio era uno de los jóvenes más buenos mozos que él había visto, y le hacía suponer que procuraría a su hija los placeres de los que ella había estado privada hasta entonces. El buen hombre sintió, pues, por su vecino, una amistad que fue creciendo, y sin la cual tal vez hubiese sido imposible conocer el desenlace de esta historia.

Al día siguiente, por la mañana, a la hora del almuerzo, el cariño con que Papá Goriot miraba a Eugenio, cerca del cual se sentó, algunas palabras que le dijo y el cambio de su fisonomía, que semejaba de ordinario una mascarilla de yeso, sorprendieron a los huéspedes de la Casa Vauquer. Vautrin, que no había vuelto a ver al estudiante después de su conversación, parecía que deseaba leer en su alma. Al acordarse de los proyectos de este hombre, Eugenio, que medía el vasto campo que se abría a sus miradas, pensó necesariamente en la dote de la señorita de Taillefer, y no pudo menos que mirar a Victorina como mira el joven más virtuoso a una rica heredera. Por casualidad, sus ojos se encontraron. La joven no dejó de ver qué encantador estaba Eugenio con su nuevo traje, y la mirada que cambiaron fue bastante significativa como para que Rastignac viese que era objeto de esos confusos deseos que nacen en todas las jóvenes al contemplar al primer ser seductor. Una voz le gritaba a Eugenio: “¡Ochocientos mil francos!”, pero de pronto se sumió en los recuerdos de la víspera y pensó que su pasión por la señora de Nucingen era el antídoto de sus malos pensamientos involuntarios.

-Ayer se representó El barbero de Sevilla, de Rossini, en los Italianos. Nunca había oído música tan deliciosa -dijo Eugenio-. ¡Dios mío, qué dicha es tener un palco en los Italianos!

-Está usted muy contento -dijo la señora Vauquer-. ¡Oh, ustedes los hombres hacen lo que quieren!

Papá Goriot tomó al vuelo estas palabras, como un perro que adivina el movimiento de su amo.

-¿Cómo volvió usted? -le preguntó Vautrin.

-A pie -respondió Eugenio.

-A mí -repuso el tentador- no me gustan los placeres a medias; me agradaría ir en coche a su palco y volver muy cómodamente. Todo o nada: esta es mi divisa.

-Y que no es mala -repuso la señora Vauquer.

-Supongo que irá usted a ver a la señora de Nucingen -dijo Eugenio a Goriot en voz baja-. Estoy seguro de que lo recibirá con los brazos abiertos y de que le hará mil preguntas acerca de mí. He sabido que daría cualquier cosa en el mundo por ser recibida en casa de mi prima. No se olvide de decirle que la quiero demasiado para no pensar en procurarle esta satisfacción.

Rastignac se fue inmediatamente a la Escuela de Derecho, porque permanecer el menor tiempo posible en aquella odiosa casa, Callejeó durante todo el día en medio de esa fiebre que conocen los jóvenes afectados por grandes esperanzas. Los razonamientos de Vautrin le hacían reflexionar acerca de la vida social, cuando encontró a su amigo Bianchon en el Jardín del Luxemburgo

-¿De dónde ha sacado ese aire tan grave? -le dijo el estudiante de medicina tomándolo del brazo para pasearse por delante del palacio.

-Estoy atormentado por malas ideas.

-¿De qué género? Porque las ideas se curan.

-¿Cómo?

-Sucumbiendo a ellas.

-Te ríes sin saber de lo que se trata. ¿Has leído a leído a Rousseau?

-Sí.

-¿Te acuerdas de aquel pasaje en el que le pregunta al lector qué haría en el caso de que pudiese enriquecerse matando en la China, con su sola voluntad, a un anciano sin moverse de París?

-Sí.

-¡Y bien!...

-¡Bah! Yo ya estoy en mi trigésimo tercer mandarín.

-No bromees. Vamos a ver, si te probasen que la cosa es posible y que te bastaría hacer un movimiento de cabeza, ¿lo harías?

-¿Es muy viejo el mandarín? Pero no, joven o viejo, paralítico o sano, a fe mía… ¡Diantre! Y bien, no.

-Bianchon, eres un buen muchacho. Pero, ¿si amases a una mujer hasta el punto de vender tu alma al diablo por ella, y necesitases dinero, mucho dinero, para sus vestidos, para su coche, para sus caprichos, en fin?

-Hombre, tú quieres que razone y me estás quitando la razón.

-Sí, Bianchon, yo estoy loco, cúrame. Tengo dos hermanas que son dos ángeles de belleza, de candor, y quiero hacerlas felices. ¿Cómo adquirir en cinco años doscientos mil francos para dotarlas? Mira, existen circunstancias en la vida en que hay que jugar el todo por el todo y en que es preciso no gastar la vida en ganar dinero.

-Hombre, tú planteas la cuestión que tiene que resolver todo el mundo al entrar en la vida y quieres cortar el nudo gordiano con la espada. Pero, querido mío, para obrar de ese modo es preciso ser Alejandro o exponerse a ir a presidio. Yo me considero feliz con la modesta vida que haré en provincia sucediendo sencillamente a mi padre. Los afectos del hombre lo mismo se satisfacen en un pequeño círculo que en una inmensa circunferencia. Napoleón no almorzaba dos veces al día y no podía tener más queridas que las que tiene un estudiante de medicina cuando está interno en los Capuchinos. Nuestra dicha, querido mío, se mantendrá siempre entre la planta de nuestros dientes y nuestro occipucio; y que cueste un millón al año o cien luises, en nuestro interior la percepción intrínseca siempre es la misma. Me decido por conservar la vida del chino.

-Gracias, Bianchon, me has hecho mucho bien, seremos siempre amigos.

-Oye -repuso el estudiante de medicina-, al salir de la clase de Cuvier, en el Jardín Botánico, vi a la Michonneau y a Poiret hablando en un banco con un señor a quien conozco por haberlo visto junto al Congreso durante los motines del año pasado, y que me pareció ser algún agente de policía disfrazado de honrado burgués que vive de sus rentas. Examinemos a esa pareja: ya te diré por qué. Adiós, voy a presentarme a la lista que pasan en el hospital a las cuatro.

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