LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 11)
-Sí, sí, hijo, me quiere
mucho; pero no crea lo que le ha dicho de Anastasia. Las dos hermanas se tienen
envidia, ¿sabe?; pero es sólo una prueba más de su cariño. La señora de Restaud
también me quiere. Yo lo sé. Un padre es con sus hijos como Dios con nosotros:
llega hasta el fondo de los corazones y juzga las intenciones. Tan cariñosa es
una como otra. ¡Oh, si yo hubiese tenido buenos yernos, habría sido demasiado
feliz, y ya se sabe, es imposible una felicidad completa aquí en la tierra! Si
yo viviese en casa de ellas, nada más que oyendo sus voces, sabiendo que las
tenía a mi lado y viéndolas ir y venir como cuando las tenía en mi casa,
hubiera hecho estallar mi corazón. ¿Iban bien vestidas?
-Sí dijo Eugenio-, pero,
señor Goriot, ¿cómo puede usted vivir en semejante tugurio teniendo hijas en
tan buena posición?
-¡Bah! ¿De qué me
serviría estar mejor? -dijo con aire de aparente desgano-. Yo no podría
explicárselo, porque no sé decir dos palabras seguidas. Todo está aquí -añadió
golpeándose el pecho-. Toda mi vida estriba en mis hijas. Si ellas se
divierten, si son felices, si van bien vestidas, si pisan alfombras, ¿qué me
importa a mí mi ropa ni el lugar en que me encuentro? Yo no tengo frío cuando
ellas tienen calor, ni me aburro si ellas se divierten. No tengo más penas que
las suyas. Cuando sea usted padre, cuando se diga viendo juguetear a sus hijos:
“Son carne de mi carne”, entonces sentirá a esas criaturitas unidas a cada gota
de su sangre, de la que son su fina flor, porque es eso, usted se creerá pegado
a su piel, usted creerá estar movido por la propia marcha. Yo oigo sus voces en
todas partes, y una mirada de ellas, cuando estoy triste, renueva mi sangre. Un
día usted sabrá que un padre es más feliz con la dicha de sus hijos que con su
propia dicha. Yo no puedo explicarme: siento algo interior que comunica
bienestar a todo mi cuerpo. En fin, vivo tres veces. ¿Quiere usted que le diga
una cosa muy extraña? Mire, cuando fui padre comprendí a Dios, que está por
entero en todas partes, porque la creación ha salido de Él. Lo mismo me pasa a
mí con mis hijas. Únicamente que yo amo más a mis hijas de lo que Dios ama al
mundo, porque el mundo no es tan hermoso como Dios, y mis hijas son más
hermosas que yo. Ocupan de tal modo mi alma que yo estaba seguro de que usted
las vería esta noche. ¡Dios mío! Al hombre que supiese hacer a mi pequeña
Delfina tan feliz como suele serlo una mujer cuando se ve amada, le limpiaría
las botas y le serviría de criado. He sabido por su camarera que ese señor de
de Marsay es un mal sujeto, y me han entrado ganas de retorcerle el cuello. ¿No
querer a una mujer que es una joya, que tiene voz de ruiseñor, y está hecha
como una modelo? ¿Dónde habrá tenido los ojos para casarse con ese imbécil de
alsaciano? Las dos necesitaban hombres que las quisieran; pero en fin, hicieron
sus gustos.
Papá Goriot estaba
sublime. Eugenio no lo había podido ver nunca iluminado por su pasión de padre.
Cosa digna de observarse es el poder de trasmisión que tienen los sentimientos.
Por baja que sea una criatura, desde el momento en que demuestra sentir un
afecto grande y verdadero, exhala un fluido particular que modifica su
fisonomía, anima sus gestos y da color a su voz. A veces, bajo el esfuerzo de
la pasión, el ser más estúpido adquiere una gran elocuencia en las ideas, si no
en el lenguaje, y parece moverse en una esfera luminosa. En aquel momento había
en el gesto y en la voz de aquel hombre el poder comunicativo que posee un buen
actor. Pero, ¿no son la poesía de la voluntad nuestros sentimientos hermosos?
-Bueno, por lo que usted
dice, supongo que no le disgustará saber que va a romper con de Marsay -le dijo
Eugenio-. Este buen mozo la ha abandonado por la princesa de Galathionne, y yo,
por mi parte, me he enamorado esta noche de Delfina.
-¡Bah! -dijo papá Goriot.
-Sí, y no le he
desagradado. Hemos hablado de amor durante una hora y he quedado en ir a verla
pasado mañana.
-¡Oh, señor mío, cuánto
le querría a usted si le agradase a ella! Porque usted es bueno y no la
atormentaría. Sin embargo, tenga entendido que si la traiciona le cortaré el
cuello. Una mujer no puede tener dos amores. Pero, Dios mío, señor Eugenio,
estoy diciendo tonterías, y aquí hace frío para usted. Vaya, vaya, ¿conque ha
hablado usted con ella? Y, ¿qué le ha dicho de mí?
“Nada” se dijo Eugenio
para sus adentros.
-Me dijo -respondió en
voz alta- que le enviaba a usted un beso de su hija.
-Adiós, vecino, que
duerma bien y que tenga un sueño agradable. El mío será bueno con esa sola
palabra. Que Dios proteja sus deseos. Esta noche ha sido usted para mí un buen
ángel. Me trae usted el aroma de mi hija.
“Pobre hombre”, se dijo
Eugenio al acostarse. “Es para conmover un corazón de piedra. Su hija piensa en
él lo mismo que en el sultán de Turquía.”
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