CAPÍTULO LXVIII
De la cerdosa aventura que le acontecióI a don
Quijote
Era la noche algo escura, puesto que la luna estaba en el cielo, pero no
en parte que pudiese ser vista, que tal vez la señora Diana se va a pasear a
los antípodas y deja los montes negros y los valles escuros. Cumplió don
Quijote con la naturaleza durmiendo el primer sueño, sin dar lugar al segundo,
bien al revés de Sancho, que nunca tuvo segundo, porque le duraba el sueño
desde la noche hasta la mañana, en que se mostraba su buena complexión y pocos
cuidados. Los de don Quijote le desvelaron de manera que despertó a Sancho y le
dijo:
-Maravillado estoy, Sancho, de la libertad de tu condición: yo imagino
que eres hecho de mármol o de duro bronce, en quien no cabe movimiento ni
sentimiento alguno. Yo velo cuando tú duermes, yo lloro cuando cantas, yo me
desmayo de ayuno cuando tú estás perezoso y desalentado de puro harto. De
buenos criados es conllevar las penas de sus señores y sentir sus sentimientos,
por el bien parecer siquiera. Mira la serenidad desta noche, la soledad en que
estamos, que nos convida a entremeter alguna vigilia entre nuestro sueño.
Levántate, por tu vida, y desvíate algún trecho de aquí, y con buen ánimo y
denuedo agradecido date trecientos o cuatrocientos azotes a buena cuenta de los
del desencanto de Dulcinea; y esto rogando te lo suplico, que no quiero venir
contigo a los brazos como la otra vez, porque sé que los tienes pesados.
Después que te hayas dado, pasaremos lo que resta de la noche cantando, yo mi
ausencia y tú tu firmeza, dando desde agora principio al ejercicio pastoral que
hemos de tener en nuestra aldea.
-Señor -respondió Sancho-, no soy yo religioso para que desde la mitad
de mi sueño me levante y me dicipline, ni menos me parece que del estremo
del dolor de los azotes se pueda pasar al de la música. Vuesa merced me deje
dormir y no me apriete en lo del azotarme, que me hará hacer juramento de no
tocarme jamás al pelo del sayo, no que al de mis carnes.
-¡Oh alma endurecida! ¡Oh escudero sin piedad! ¡Oh pan mal empleado y
mercedes mal consideradas las que te he hecho y pienso de hacerte! Por mí
te has visto gobernador y por mí te vees con esperanzas propincuas de ser conde
o tener otro título equivalente, y no tardará el cumplimiento de ellas más de
cuanto tarde en pasar este año, que yo “post
tenebras spero lucem”.
-No entiendo eso -replicó Sancho-: solo entiendo que en tanto que duermo
ni tengo temor ni esperanza, ni trabajo ni gloria; y bien haya el que inventó
el sueño, capa que cubre todos los humanos pensamientos, manjar que quita la
hambre, agua que ahuyenta la sed, fuego que calienta el frío, frío que templa
el ardor y, finalmente, moneda general con que todas las cosas se compran, balanza
y peso que iguala al pastor con el rey y al simple con el discreto. Sola una
cosa tiene mala el sueño, según he oído decir, y es que se parece a la muerte,
pues de un dormido a un muerto hay muy poca diferencia.
-Nunca te he oído hablar, Sancho -dijo don Quijote-, tan elegantemente
como ahora; por donde vengo a conocer ser verdad el refrán que tú algunas veces
sueles decir: «No con quien naces, sino con quien paces».
-¡Ah, pesia tal -replicó Sancho-, señor nuestro amo! No soy yo
ahora el que ensarta refranes, que también a vuestra merced se le caen de la
boca de dos en dos mejor que a mí, sino que debe de haber entre los míos y los
suyos esta diferencia, que los de vuestra merced vendrán a tiempo y los míos a
deshora; pero, en efecto, todos son refranes.
En esto estaban, cuando sintieron un sordo estruendo y un áspero ruido,
que por todos aquellos valles se estendía. Levantóse en pie don Quijote y puso
mano a la espada, y Sancho se agazapó debajo del rucio, poniéndose a los lados
el lío de las armas y la albarda de su jumento, tan temblando de miedo como
alborotado don Quijote. De punto en punto iba creciendo el ruido y llegándose
cerca a los dos temerosos: a lo menos, al uno, que al otro ya se sabe su
valentía.
Es, pues, el caso
que llevaban unos hombres a vender a una feria más de seiscientos puercos, con
los cuales caminaban a aquellas horas, y era tanto el ruido que llevaban, y el
gruñir y el bufar, que ensordecieron los oídos de don Quijote y de Sancho, que
no advirtieron lo que ser podía. Llegó de tropel la estendida y gruñidora piara,
y sin tener respeto a la autoridad de don Quijote, ni a la de Sancho, pasaron
por cima de los dos, deshaciendo las trincheas de Sancho y derribando no
solo a don Quijote, sino llevando por añadidura a Rocinante. El tropel, el
gruñir, la presteza con que llegaron los animales inmundos, puso en confusión y
por el suelo a la albarda, a las armas, al rucio, a Rocinante, a Sancho y a don
Quijote.
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