Prólogo
de Emir Rodríguez Monegal
PRÓLOGO
(2)
Este encuentro no hizo sino exacerbar mi apetito. Volví a Montevideo,
cargoseé a los Wey hasta que se desprendieron del único, valiosísimo ejemplar
de Grande Sertâo: Veredas que
poseían. Me lo llevé a casa como se lleva un venado el cazador. Los críticos
somos insaciables y ese enorme libro me prometía alimento para muchos días y
muchas noches. Apenas lo abrí, descubrí por qué Guimarâes Rosa era (a pesar de
su fama en el Brasil y en algunos países de Europa) un autor todavía secreto.
Leí y volvía a leer, y releí, las tres o cuatro primeras páginas de la novela.
No diré que no entendí nada porque sería exagerar un poco. No en balde había
vivido muchos de mis mejores años de infancia en Río de Janeiro, había estudiado
y me había empapado del portugués que se habla allí, ese sabroso “brasileiro”.
Pero lo que yo había aprendido, y que me permitía circular sin lágrimas por la
literatura brasileña o portuguesa, parecía nada frente a esas formidables
páginas de Grande Sertâo: Veredas.
Porque Guimarâes Rosa (como Joyce, como Valle Inclán, como Miguel Ángel
Asturias) no sólo usaba la lengua común; también abusaba de ella. Cada palabra,
casi cada sílaba, de la novela había sido sometida a un proceso creador que
obligaba al lector a progresar, si progreso había, a paso de caracol.
Tardé un poco en sobreponerme a la humillación de creer que había perdido
del todo una de las lenguas de mi infancia. Me animé a hablar con Virginia y
Walter que me tranquilizaron: Guimarâes Rosa es difícil también para el lector
brasileño. Volví al libro, volví a sus páginas, seguí leyendo y vislumbrando
cosas, adivinando otras, completándolo en mi imaginación. Hasta que un día
(como pasa con una lengua que estamos empezando a dominar) descubrí que todo
era más claro; hasta que un día me encontré leyendo el “brasileiro” de
Guimarâes Rosa, esa habla suya que él supo crearse dentro de la rica lengua
general del Brasil.
Casi insensiblemente, habían pasado algunos años; me había vuelto a encontrar
con Guimarâes Rosa en Europa y en los Estados Unidos, arrastrados los dos hacia
congresos literarios, pasando cerca como trenes que coinciden en alguna
estación aunque corran hacia distintos destinos. En esos encuentros, trataba
siempre (lo que no era fácil) de hacerle hablar de su obra y de su oficio. Una
vez en el salón ducal de la municipalidad de Génova (era en enero de 1965),
sentado en esos grandes sillones incómodos mientras el alcalde se felicitaba en
voz alta de ver a tantos latinoamericanos reunidos en la patria de Colón (si
Colón era realmenre genovés), Guimarâes Rosa me habló de Joyce y de su
influencia sobre su obra. Reconoció entonces que tanto Ulysses como Finnegans Wake habían
sido un modelo, un paradigma, a los que él quiso acercarse. Con respecto a
William Faulkner, con el que se suele comparársele, me manifestó una aversión
muy clara: rechaza su visión del mundo, su crueldad algo sádica. Guimarâes Rosa
cree en lo sobrenatural pero cree en un misterio menos doloroso. Su espíritu
religioso no espera sólo las sombras del más allá. Reconoce, en cambio, su
predilección por el Sartre de los relatos de Le Mur, que leyó con deslumbramiento. Le insinuo que a través de
Sartre recogió sin duda cosas que el narrador francés había extraído antes de
Faulkner, y acepta.
Otra vez (es junio de 1966 y estamos en Nueva York) le pido que me hable de
Clarice Lispector, la gran narradora del Novo Romance Brasileiro. Me contestó
muy abiertamente que cada vez que leía una de sus novelas aprendía nuevas
palabras o redescubría el uso de las que ya conocía. Pero al mismo tiempo
reconoció que no era muy receptivo a ese estilo incantatorio de la novelista
brasileña. Le parecía ajeno a él. En la misma ocasión hablamos de las
traducciones de sus propios libros. Según me cuenta, sólo la reciente
traducción de Corpo de baile al
alemán, o la anterior de Grande Sertâo:
Veredas, realizan la tarea casi imposible de ser a la vez fieles al
originaol y legibles en la lengua a que se traduce. Las versiones francesas
racionalizan demasiado, según él, las complejidades de la dicción original. La
norteamericana (realizada con enorme cuidado por James L. Taylor y Harriet dee
Onis) se lee mucho más fácilmente que el original, le digo, y esto mismo sólo
puede ser considerado un elogio equívoco. En cuanto a las versiones al español,
Guimarâes Rosa se declara maravillado con la que ha hecho Ángel Crespo de su
única novela (“Debí haberla escrito en español” me dice; “es una lengua más
fuerte, más adecuada para el tema”) y ha aprobado con entusiasmo que comparto
la de sus Primeras Historias hecha
por Virginia Fagnani Wey. Pero aun las más fieles versiones resultan incapaces
de dar en toda su riqueza esa textura a la vez sutilísima y brusca que es la
marca de fábrica de su estilo. Traducir a Guimarâes Rosa es como traducir a
Joyce: el suyo es también un mundo estrictamente verbal.
El pormenor de la ausencia
Todos estos encuentros con Guimarâes Rosa se realizaban bajo el signo de un
corazón fatigado. Aunque me había dicho una vez que estaba enfermo, que no
podía realizar ningún esfuerzo, que temía un segundo infarto, yo lo veía tan
sólido y claro, tan entero y lúcido, tan cordial, que se aprensión se me hacía
fábula, un poco de coquetería, un temor excesivo. Olvidaba que había sido
médico durante tantos años en su Minas natal. Pero él sabía más. El mismo año
en que lo visité en Río por primera vez, había sido elegido para ocupar el
sillón núm. 2 de la Academia Brasileira de Letras. Una oscura superstición, un
presentimiento, le habían forzado a dilatar año tras año el ingreso. Hasta que
un buen día se decidió a fijar la fecha del jueves 16 de noviembre de 1967, día
en que su predecesor en el sillón, Joâo Neves da Fontoura, hubiera cumplido
ochenta años de haber seguido viviendo. Cuentan los amigos que Guimarâes Rosa
se había preparado para esta ceremonia con la minuciosidad que caracterizó
siempre cada uno de sus actos. Dos días antes de la recepción solemne, había
ido a la Academia a estudiar bien el terreno, y a averiguar hasta el último
detalle de la ceremonia. Incluso había prevenido a un par de amigos que si
durante el largo discurso (una hora y quince minutos) sentía flaquear el
corazón, haría una discreta señal con la mano para prevenirlos. Pero la
ceremonia se realizó con toda felicidad y pompa. El corazón resistió el duro
trance, la emoción de los aplausos, la corriente cálida de la amistad. Tres
días más tarde, el domingo 19, se quedó solo en su casa mientras su mujer iba a
misa con una nietecita. Estaba en su escritorio y se entretuvo en hablar por
teléfono con algunos amigos. Al término de esas conversaciones se sintió mal y
llamó por teléfono a una antigua secretaria. Mientras le contaba que tenía una
crisis asmática y pedía socorro, se quedó callado. Cuando llegó su mujer ya
estaba muerto.
En el discurso que había pronunciado tres días antes en la Academia, hay
unas palabras que sin duda escribió pensando en su predecesor pero que también
debió haber secretamente referido a sí mismo: “De repente, murió: que es cuando
el hombre llega entero, pronto de sus propias profundidades. Se pasó para el
lado claro. (…) La gente muere para probar que vivió. (…) Pero ¿qué es el
pormenor de la ausencia? Las personas no mueren. Quedan encantadas.” Un hombre
como él, podría agregarse, está para siempre encantado en las páginas
perdurables de sus libros.
París, noviembre de 1967.
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