CAMILA / V
Confesión
de la acusada Doña Camila Barbosa, realizada en la Cárcel de Montevideo, a los
5 días del mes de mayo del año mil ochocientos once.
Aunque eran
inseparables, Cecilio era muy diferente. Desde niño fue muy sensible y
tranquilo. Amaba los trabajos artesanales. Para sobrevivir diseñaba escobas y
sombreros con palmas y lo contrataban, porque era muy diestro, para teñir los
cueros con yerba mate o con el hollín de los clavos o hierros viejos. Hasta
llegó a fabricar por encargo una carreta. Era muy hábil con las manos, pero lo que
realmente lo apasionaba era trabajar la tierra. Ni bien Carmela llegó con su
familia a Capilla Nueva, quedó prendado de ella. Era la hija mayor de una
familia miserable y desamparada, que había sido expulsada de un terreno que
ocupaba sin autorización en las cercanías de Soriano. Recuerdo como si fuera
hoy el llanto de su padre, que no paraba de repetir que había tenido que
abandonar sus hacienditas y todas sus cositas, que no eran más que trescientas
cabezas de ganado, tres manadas de yeguas y una manada de caballos. La familia
siguió su camino, pero Carmela no. Quedó momentáneamente conchabada en una casa
para hacer limpiezas. Después de casarse Cecilio y Carmela se fueron a vivir a
un terreno lindero a los campos de Tomás Rodríguez y Lorenzo Gutiérrez, entre
los ríos Dacá y Asencio. Era todo lo que querían, una familia y un campo donde
sembrar. Estaban felices, pero pronto los acosaron los litigios y las deudas,
con las que el poder que vosotros defendéis asedia a los paisanos. Deberíais
haber visto cómo trabajaba Cecilio; era un baqueano, no precisaba ayuda para
arar, uncía a los animales de dos en dos y salía al campo, hiciera frío o
calor. Con un grito y un latigazo lograba que avivaran el paso o giraran sin
dificultad cuando llegaban al final del surco. Aunque el rendimiento del trigo
era el doble que en España, Jacinto y Carmela ganaban tres veces menos que los
que se dedicaban a la actividad ganadera. Nunca se quejaban, pero todo empeoró
cuando sus campos, junto a los de Gutiérrez y Rodríguez fueron reclamados por
el hacendado de Soriano Juan Bautista Díaz. Frente al Juez, el poderoso
estanciero, para quedarse con ellos, alegó que formaban parte de una extensión
mayor, que había adquirido en un remate. Cecilio y Carmela presentaron sus
derechos de posesión, pero cuando Juan Bautista Díaz vio que perdía el juicio,
los acusó de proteger en su chacra a personas vagas, lo cual como vosotros
sabéis, está expresamente prohibido. El litigio fue largo. Finalmente Cecilio y
Carmela lo ganaron, pero la demanda los hizo reflexionar sobre lo injusto del
sistema. Con la llegada de los hijos todo les fue más difícil. El triunfo de la
revolución en Buenos Aires, como para tantos otros, fue un halito de esperanza
y Cecilio comenzó a apoyarnos en nuestras andanzas, pero sin formar parte de
ellas. Su compromiso fue mayor luego de la declaración de guerra de Montevideo
a Buenos Aires, cuando sordo a los justos reclamos, el poder que vosotros
representáis, enfrentó la conmoción con un resentimiento que exclusivamente logró
encrespar los ánimos. Pocos días antes de la escaramuza en Monte de Asencio,
Cecilio se apersonó ante Jacinto para revelarle que, aunque carecía de
experiencia militar, quería participar en el levantamiento. Era notorio que
había conversado el tema con Carmela. Y esa noche los viejos amigos volvieron a
encontrarse, esta vez unidos por la justa causa.
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