martes

RICARDO AROCENA - EL GRITO II / CAMILA (4)



CAMILA / IV

Confesión de la acusada Doña Camila Barbosa, realizada en la Cárcel de Montevideo, a los 5 días del mes de mayo del año mil ochocientos once.

Sr. Fiscal, conozco a Cecilio y Jacinto desde niña, pero por ser de diferente condición social, Padre no me permitía arrimármeles. Los cruzaba cuando recorría con Tomasa la vera del Río, o en los entornos de la pulpería, o en la plaza, cuando eran dos mocosos perdidos entre juegos y risas. Eran inseparables. Con el transcurso de los años cada uno fue perfilando su forma de ser. Jacinto parece parte de la naturaleza, es vehemente, enérgico, vivaz, ama las actividades más rudas, como la doma, las arriadas, las pialadas y las carreras de caballo, pero también lo apasiona la guitarra y el canto. Es un ser lúdico, que puede pasarse horas enteras jugando en las pulperías o en casa de algún vecino, a los naipes, los bolos, los dados, el billar o el tiro del cuchillo. Luego que dejó atrás la niñez, durante un largo tiempo huyó de Capilla Nueva, tras otros rumbos. Como a la mayoría de los criollos, su vida no le fue fácil, laboró durante varios años de zafral, según me comentó se conchababa “cuando necesitaba una camisa”; en épocas duras fue agregado de familias de intrusos, de modestos hacendados que vivían por fuera de las normas legales y en las estancias adonde cuereaba ganado propio y ajeno, orejano y cimarrón. Le encantan las perdices con locro, la pica asada con cuero, el asado y la tortilla con huevos. Es un espíritu indomable, pero noble. Me di cuenta de que estaba enamorada de él, el día del casorio de Carmela y Cecilio. Estábamos en las celebraciones cuando pasaron cerca unos baguales. No pudo contenerse y -para sorpresa de todos- corrió tras ellos divertido y alegre. Cuando venció la fogosidad del animal tirando a las patas las bolas, gritó de alegría. Estaba feliz, feliz de la hombrada y feliz de que sus amigos contrajeran enlace. No lo volví a ver durante un largo tiempo. Lo reencontré en casa de Justo Correa, estaba más sereno, pero tenía una mirada insondable. Las infamias y la dureza de la vida nómade lo habían madurado, sin que por ello perdiera sus rasgos más esenciales. Luego de la revolución en Buenos Aires, comenzamos a recorrer juntos los pagos para difundir entre la paisanada y su familia lo que estaba ocurriendo. Durante esos largos recorridos me solía hablar de su vida en el campo, de cuando recorría los montes al norte del Río Negro buscando Guazubirás, o de las bromas que le hacían a los recién llegados de la ciudad, a los que asustaban con la presencia aparentemente feroz del Aguaraguazú, con su melena de crines eréctiles y largos zancos, pero que sin embargo, como vosotros bien sabéis, es un animal tímido y esquivo. También me contaba de cuando sus compañeros de recorridas boleaban a los venados de campo, porque decían que sus bezoares tenían poderes mágicos. Lentamente, una pasión inusitada, alimentada por las ideas que nos unían, nos fue envolviendo. El día que Jacinto y yo nos unimos, todo fue diferente, mágico, especial, cargado de símbolos. Bajábamos una pequeña lomada rumbo a la Calera Real de Dacá, en la periferia de Capilla Nueva, y repentinamente nos vimos rodeados por decenas de ñandúes, que por lo visto recorrían aquel terreno abierto para nidificar. Apuramos el paso todo lo que pudimos para guarecernos en el galpón de la Calera, con los ñandúes atrás. Finalmente lo logramos pero estábamos tan tentados por la situación que nos abrazamos. Fue en ese instante que nos confesamos mutuamente nuestros sentimientos. Recordaré perpetuamente los haces de luz penetrando las penumbras del galpón, el pasto bajo mi espalda y que mi cuerpo, irrefrenable, se quebraba de ardor, entre sus recios brazos.

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