La nueva edición de sus diarios, con 600
páginas más, testimonia la sordidez de la práctica clandestina en 1963.
“Sí, estoy encinta. De pronto, la idea de no reaccionar con miedos y
llantos. Hacer lo que se necesita hacer con extrema seguridad y lucidez”. La
entrada corresponde al 22 de septiembre de 1963, mientras Alejandra Pizarnik
vive en París, y figura en la edición definitiva de sus diarios. Publicada hace
dos años en España, la nueva versión, al cuidado de Ana Becciú, devuelve nada
menos que 600 páginas al libro original expurgado por Miriam, hermana y albacea
de la poeta. Y está claro que el relato del aborto, con todo lo escabroso de la
circunstancia clandestina, no había sido incluido hasta ahora.
“Martes 24 de septiembre;
8.50h Telefoneo al Dr. X. Teléfono ocupado. Repito la llamada cada diez
minutos con el mismo resultado. A las 13 hs una voz salida de un magnetófono me
indica llamar en la semana próxima. Telefoneo a A. K. No está. Vuelvo a
llamarla hasta las 14 h. Telefoneo al Dr. Z. No está. Lo llamo cada media hora.
A las 16.30 responde citándome para las 17.30 h. No encuentro sangre para el
simulacro. Al final hundo en mi pierna el puñal japonés y obtengo.”
Ese mismo sábado, la orden a sí misma está cumplida. Pizarnik, que no
tiene pareja ni un trabajo satisfactorio, conseguirá dónde resolver el
problema. Escribe el 28 de septiembre: “Y las voces lloran o se lamentan con un
gran miedo antiguo, ya conocido por semejanzas increídas, la mañana se abre
como un canto, te hieren, tiran de tí, te atenazan, tiran de ti, en plena noche
de creación arrancan de ti, con las piernas abiertas piensas en árboles, en
colores puros”. Hoy no parece posible imaginar la decisión de un aborto sin
anestesia, decidido “para sentir el dolor en su calidad pura, temblando las
piernas que sin embargo quisieran cerrarse, tiran de ti, un claro en lo espeso,
en lo especioso de una oscuridad de formas movedizas”. Quizá lo fuera o tal vez
el dolor fuese el precio punitivo en la forma más silvestre de la práctica
médica, a la que podía acceder una joven inmigrante sudamericana. El domingo no
hay registro pero debió de ser una pesadilla ginecológica porque el lunes 30,
la entrada está fechada en el Hospital de la Ciudad Universitaria: “Lloré todo
el día. Lloré por mí. Ahora comprendo por qué no lloré hasta hoy.”
El 3 de octubre, más compuesta, puede empezar a pensar: “Puesto que he
sufrido debiera comprender mejor, no caer en los errores u horrores antiguos,
etc. Pero no sé qué me obliga a incluir un aborto entre las grandes
experiencias del dolor. Fue un dolor físico espantoso, de acuerdo, pero ¿por
qué me habrá de traer la sabiduría? No. Sabiduría, no. Lucidez. O al menos
prudencia. Entiendo por ello cierta receptividad de mis propios sufrimientos;
saber que sufro por culpa mía —¿por culpa mía? Este suceso o itinerario de un
mes y medio. Sus etapas: haberme acostado con C. en perfecto estado de
ebriedad. Haber esperado un mes y medio con el horror insoslayable de mi
presentido embarazo (lo presentí en cuanto se me pasó la borrachera). Haber
sabido que estoy encinta. Haber solucionado este estado increíble (buscado cómo
solucionarlo y no obstante no creyendo, no obstante haber esperado un milagro).
Haber buscado y haber encontrado la manera más sórdida, la más dolorosa. Y todo
ello sola, absolutamente sola”. Es notable y digno de compasión ver hasta qué
punto Pizarnik interpreta como elección autoinfligida un espanto que, en rigor,
pertenece a la circunstancia irregular de la práctica, que cambia por completo de
matiz si se realiza a la luz pública.
Los medios siempre han jugado un papel decisivo en los consensos sobre
la salud reproductiva. En abril de 1971 Le Nouvel Observateur publica
el corrosivo y famoso “Manifiesto de las 343”: son mujeres que confiesan haber
abortado y exigen la despenalización. Entre ellas hay nombres de heroínas
culturales, Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Françoise Sagan y Violette
Leduc, y del ámbito del cine Agnès Varda, Jeanne Moreau y Delphine Seyrig. Una
máscara pública cae a pedazos con la llamada solicitada de las “343 putas”; es
el comienzo de una campaña pública.
Pocos años después, el 26 noviembre 1974, la ministra de Sanidad Simone
Veil, sobreviviente del Holocausto y una personalidad del siglo XX, sube al
estrado en el Parlamento “para compartir una convicción de mujer” disculpándose
“ante una Asamblea compuesta casi exclusivamente de varones”, y comienza su
alegato. Después de tres días de debates, bajos gritos de “asesinato” y
“monstruos” y del lema “Francia construirá ataúdes en lugar de cunas”, la
Asamblea Nacional aprueba lo que aún hoy se conoce como Ley Veil. Se la
considera uno de los aportes indudables del gobierno -por lo demás antipático-
de Giscard d' Estaing.
Pizarnik no llegó a conocerla.
(Clarín / 2-6-2018)
Pizarnik no llegó a conocerla.
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