por Gorka Lejarcegi
EN TORNO AL LAGO
de Starnberg, a unos 50 kilómetros de Múnich, se
arraciman sucesivas hileras de chalets estilo alpino. La única excepción a la
apabullante dosis de melancolía, madera oscura y flores en los balcones surge
en forma de un bloque blanco y compacto de esquinas suaves, con ventanas
grandes y cuadradas como única concesión a la sobriedad. Es el racionalismo
hecho arquitectura en el país de Heidi. La Bauhaus y su modernidad rabiosa en medio
de la Baviera eterna y conservadora. Una minúscula placa blanca sobre una
puerta azul confirma que ahí vive Jürgen Habermas (Düsseldorf, 1929), sin duda
el filósofo vivo más influyente del mundo por trayectoria, obra publicada y
actividad frenética aun hoy, cuando falta mes y medio para que cumpla 89 años.
Su esposa desde hace más de 60 años, la historiadora Ute Wesselhoeft, recibe en
el pequeño vestíbulo y solo tarda unos segundos en girar la cabeza y exclamar:
“¡Jürgen, los señores de España han llegado!”. Ambos habitan esta casa desde 1971, cuando Habermas pasó adirigir el Instituto Max Planck de Ciencias Sociales.
El discípulo y
asistente de Theodor Adorno, además de miembro insigne de la
segunda generación de la Escuela de Fráncfort y antiguo
catedrático de Filosofía en la Universidad Goethe de Fráncfort avanza desde su
estudio, una coqueta leonera de papeles y libros en estado de caos cuyos
ventanales dan a un bosque. Da la mano con fuerza. Es muy alto, camina muy
recto y tiene una espectacular mata de pelo blanco como la nieve. Saluda afable
e invita a sentarse en uno de los grandes sofás. La estancia está decorada en
tonos blancos y arena y acoge una pequeña colección de arte moderno que incluye
pinturas de Hans Hartung, Eduardo Chillida, Sean Scully y Günter Fruhtrunk, y
esculturas de Oteiza y Miró (esta última simboliza el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales recibido en2003). Se abre imponente al visitante la biblioteca de Habermas, que aloja
viejos volúmenes de Goethe y de Hölderlin, de Schiller y de Von Kleist, y filas
enteras de obras de Engels, Marx, Joyce, Broch, Walser, Hermann Hesse y Günter
Grass, entre otra infinidad de escritores y pensadores.
El autor de obras
imprescindibles del pensamiento, la sociología y la ciencia política del siglo
XX como Historia y crítica de la opinión pública, Conocimiento e interés,
El espacio público, Discurso filosófico de la modernidad o Teoría de la acción comunicativa intercambia con El País Semanalimpresiones acerca de algunos de los
temas que le han preocupado durante seis décadas y le siguen preocupando. Con
una excepción: el entrevistado prefirió esquivar toda cuestión relacionada con
el pasado nazi de su país y con su propia experiencia al respecto (fue miembro
de las Juventudes Hitlerianas —como tantos compatriotas suyos, obligado—). Habermas
está enfadado. “Sí…, sigo enfadado con algunas de las cosas que ocurren en el
mundo. Eso no es malo, ¿no?”, bromea.
Profesor Habermas, se habla mucho de la
decadencia de la figura del intelectual comprometido. ¿Considera justo ese
juicio? ¿No es a menudo un mero tema de conversación entre los propios
intelectuales?
Para la figura del
intelectual, tal como la conocemos en el paradigma francés, desde Zola hasta Sartre y Bourdieu, fue determinante una esfera
pública cuyas frágiles estructuras están experimentando ahora un proceso
acelerado de deterioro. La pregunta nostálgica de por qué ya no hay
intelectuales está mal planteada. No puede haberlos si ya no hay lectores a los
que seguir llegando con sus argumentos.
¿Puede pensarse que Internet ha acabado
por diluir esa esfera pública que quizá garantizaban los grandes medios
tradicionales y que eso ha afectado a la repercusión de los filósofos y los
pensadores?
Sí. Desde HeinrichHeine, la figura histórica del intelectual ha ganado altura de la mano de
la esfera pública liberal en su configuración clásica. Sin embargo, esta vive
de unos supuestos culturales y sociales inverosímiles, principalmente de la
existencia de un periodismo despierto, con unos medios de referencia y una
prensa de masas capaz de dirigir el interés de la gran mayoría de la ciudadanía
hacia temas relevantes para la formación de opinión política. Y también de la
existencia de una población lectora que se interesa por la política y tiene un
buen nivel educativo, acostumbrada al conflictivo proceso de formación de
opinión, que saca tiempo para leer prensa independiente de calidad. Hoy en día,
esta infraestructura ya no está intacta. Si acaso, que yo sepa, se mantiene en
países como España, Francia y Alemania. Pero también en ellos el efecto
fragmentador de Internet ha desplazado el papel de los medios de comunicación
tradicionales, en todo caso entre las nuevas generaciones. Antes de que
entrasen en juego estas tendencias centrífugas y atomizadoras de los nuevos
medios, la desintegración de la esfera ciudadana ya había empezado con la
mercantilización de la atención pública. Estados Unidos y su dominio exclusivo
de la televisión privada es un ejemplo espeluzante. Ahora, los nuevos medios de
comunicación practican una modalidad mucho más insidiosa de mercantilización.
En ella, el objetivo no es directamente la atención de los consumidores, sino
la explotación económica del perfil privado de los usuarios. Se roban los datos
de los clientes sin su conocimiento para poder manipularlos mejor, a veces
incluso con fines políticos perversos, como acabamos de saber a través
del escándalo de Facebook.
¿No cree que Internet, más allá de sus
indiscutibles ventajas, ha forjado una especie de nuevo analfabetismo?
Usted se refiere a
las controversias agresivas, las burbujas y los bulos de Donald Trump en sus tuits. De este individuo
no se puede decir siquiera que esté por debajo del nivel de la cultura política
de su país. Trump destruye ese nivel permanentemente. Desde la invención del
libro impreso, que convirtió a todas las personas en lectores en potencia,
tuvieron que pasar siglos hasta que toda la población aprendió a leer.
Internet, que nos convierte a todos en autores en potencia, no tiene más que un
par de décadas de edad. Es posible que con el tiempo aprendamos a manejar las
redes sociales de manera civilizada. Internet ya ha abierto millones de nichos
subculturales útiles en los que se intercambia información fiable y opiniones
fundadas. Pensemos no solo en los blogs de científicos que intensifican su
labor académica por este medio, sino también, por ejemplo, en los pacientes que
sufren una enfermedad rara y se ponen en contacto con otra persona en su misma
situación de continente a continente para ayudarse mutuamente con sus consejos
y su experiencia. Se trata, sin duda, de grandes beneficios de la comunicación,
que no sirven sólo para aumentar la velocidad de las transacciones bursátiles y
de los especuladores. Yo soy demasiado viejo para juzgar el impulso cultural
que originarán los nuevos medios. Lo que me irrita es el hecho de que se trata
de la primera revolución de los medios en la historia de la humanidad que sirve
ante todo a fines económicos, y no culturales.
En el paisaje hipertecnologizado de
hoy, donde triunfan los mal llamados saberes útiles, ¿qué vigencia y sobre todo
qué futuro tiene la filosofía?
Mire, soy de la
anticuada opinión de que la filosofía debería seguir intentando responder a las
preguntas de Kant: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo
hacer?, ¿qué me es dado esperar? y ¿qué es el ser humano? Sin embargo, no estoy
seguro de que la filosofía, tal como la conocemos, tenga futuro. Actualmente
sigue, como todas las disciplinas, la corriente hacia una especialización cada
vez mayor. Y eso es un callejón sin salida, porque la filosofía debería tratar
de explicar la totalidad, contribuir a la explicación racional de nuestra manera
de entendernos a nosotros mismos y al mundo.
¿Qué queda de su vieja filiación
marxista? ¿Sigue siendo Jürgen Habermas un hombre de izquierdas?
Llevo 65 años
trabajando y luchando en la universidad y en la esfera pública a favor de
postulados de izquierdas. Si desde hace un cuarto de siglo abogo por la
profundización política de la Unión Europea, lo hago con la idea de que
solamente ese régimen continental podría domar un capitalismo que se ha vuelto
salvaje. Jamás he dejado de criticar al capitalismo, pero tampoco de ser
consciente de que no bastan los diagnósticos a vuelapluma. No soy de esos
intelectuales que disparan sin apuntar.
Kant + Hegel + Ilustración + marxismo
desencantado = Habermas. ¿Le sirve esta ecuación para despejar la “x” de su ideología
y de su pensamiento?
Si hay que expresarlo
en estilo telegráfico, estoy de acuerdo, aunque no sin una pizca de la
dialéctica negativa de Adorno…
Usted acuñó en 1986 el concepto
político del patriotismo constitucional, que hoy suena casi medicinal frente a
otros supuestos patriotismos de himno y bandera. Es mucho más difícil ejercer
el primero que los segundos, ¿no?
En 1984 pronuncié una
conferencia en el Congreso español por invitación de su presidente, y al acabar
fuimos a comer a un restaurante histórico. Estaba, si no me equivoco, entre el
Parlamento y la Puerta del Sol, en la acera de la izquierda. Sea como sea,
durante la animada tertulia con nuestros impresionantes anfitriones —muchos de
ellos eran compañeros socialdemócratas que habían participado en la redacción
de la nueva Constitución del país—, mi esposa y yo nos enteramos de que en ese
local había tenido lugar la conspiración para preparar la proclamación de
la Primera República española en 1873. Al saberlo,
experimentamos una sensación totalmente diferente. El patriotismo
constitucional necesita un relato apropiado para que tengamos siempre presente
que la Constitución es el logro de una historia nacional.
Y en ese sentido, ¿se considera usted
un patriota?
Me siento patriota de
un país que, por fin, tras la Segunda Guerra Mundial, dio a luz una democracia
estable, y a lo largo de las subsiguientes décadas de polarización política,
una cultura política liberal. No acabo de decidirme a declararlo y, de hecho,
es la primera vez que lo hago, pero en este sentido sí, soy un patriota alemán,
además de un producto de la cultura alemana.
¿De qué cultura alemana? ¿Solo hay una
o hay culturas alemanas?
Yo me siento
orgulloso de esa cultura también cuando de la segunda o la tercera generación
de inmigrantes turcos, iraníes, griegos, o de donde quiera que hayan llegado,
aparecen de repente en la esfera pública los cineastas, los periodistas y las
locutoras de televisión más fabulosos; los ejecutivos y los médicos más
competentes, o los mejores literatos, políticos, músicos o profesores. Todo
ello constituye una demostración palpable de la fuerza y la capacidad de
regeneración de nuestra cultura. El rechazo agresivo de los populistas de
derechas contra las personas sin las cuales esa demostración habría sido
imposible es una majadería.
Creo que prepara un nuevo libro sobre
la religión y su fuerza simbólica y semántica como remedio a ciertas lagunas de
la modernidad. ¿Puede contarnos algo sobre ese proyecto?
Bueno, la verdad es
que este libro no trata tanto de religión como de filosofía. Yo espero que la
genealogía de un pensamiento posmetafísico desarrollado a partir de un discurso
milenario sobre la fe y el conocimiento pueda contribuir a que una filosofía
progresivamente degradada en ciencia no olvide su función esclarecedora.
Hablando de religiones y de guerra de
religiones y culturas… Teniendo en cuenta el actual nivel de intransigencia y
los fundamentalismos de todo corte, ¿cree que vamos a un choque de
civilizaciones? ¿Quizá estamos ya inmersos en él?
En mi opinión, esta
tesis es totalmente errónea. Las civilizaciones más antiguas e influyentes se
caracterizaron por las metafísicas y las grandes religiones que estudió Max Weber. Todas ellas poseen un potencial
universalista, y por eso se levantaron sobre la base de la apertura y la
inclusión. Lo cierto es que el fundamentalismo religioso es un fenómeno
totalmente moderno. Se remonta a los desarraigos sociales que surgieron y
siguen surgiendo a consecuencia del colonialismo, la descolonización y la
globalización capitalista.
Escribió en cierta ocasión que Europa
debería fomentar el auge de un islam ilustrado y europeo. ¿Cree que lo está
haciendo?
En la República
Federal de Alemania nos esforzamos por incluir en nuestras universidades la
teología islámica, de manera que podamos formar profesores de religión en
nuestro propio país y no tengamos que seguir importándolos de Turquía o de
otros lugares. Pero, en esencia, este proceso depende de que logremos integrar
verdaderamente a las familias inmigrantes. No obstante, esto no alcanza ni
mucho menos a las oleadas mundiales de emigración. La única manera de hacerles
frente sería combatir sus causas económicas en los países de origen.
¿Cómo se hace eso?
No me pregunte cómo
conseguirlo sin cambios en el sistema económico mundial del capitalismo. Es un
problema de siglos. No soy un experto, pero lea el libro deStephan Lessenich Die Externalisierungsgesellschaft [La sociedad de la externalización] y verá que el
origen de las oleadas que ahora refluyen hacia Europa y el mundo occidental
está en estos mismos.
“Europa es un gigante económico y un
enano político”. Firmado, Jürgen Habermas. Nada parece haber ido a mejor tras
el Brexit, el auge de populismos y extremismos, los movimientos neonazis, los
intentos nacionalistas de escisión en Escocia o Cataluña…
La introducción del
euro ha dividido la comunidad monetaria en norte y sur, en ganadores y
perdedores. La causa es que las diferencias estructurales entre las regiones
económicas nacionales no se pueden compensar si no se avanza hacia la unión
política. Faltan válvulas, como por ejemplo la movilidad en un mercado laboral
único o un sistema de seguridad social común, y faltan competencias europeas
para una política fiscal común. A ello se añade el modelo político neoliberal incorporado
a los tratados europeos, que refuerza aún más la dependencia de los Estados
nacionales con relación a los mercados globalizados. El elevado desempleo
juvenil en los países del sur es un escándalo que clama al cielo. La
desigualdad ha aumentado en todos nuestros países y ha erosionado la cohesión
de la ciudadanía. Entre los que consiguen adaptarse, se extiende el modelo
económico liberal que orienta la acción en beneficio propio; entre los que se
encuentran en situación precaria, cunden los miedos regresivos y las reacciones
de ira irracionales y autodestructivas.
¿Sigue de cerca el problema catalán?
¿Cuál es su opinión y su diagnóstico?
Pero realmente, ¿cuál
es el motivo de que un pueblo culto y avanzado como Cataluña desee estar solo
en Europa? No lo comprendo. Me da la sensación de que todo se reduce a
cuestiones económicas… No sé lo que pasará. ¿Usted qué cree?
Creo que pensar en aislar políticamente
a una población de en torno a dos millones de personas con aspiraciones
independentistas no es realista. Y desde luego, no es sencillo…
Está claro que eso es
un problema, sí. Es demasiada gente.
Jürgen Habermas habla con mucha dificultad debido a
un defecto de nacimiento en forma de fisura de paladar y labio leporino. Una
pequeña tragedia personal para alguien cuya misión filosófica primordial ha
sido poner en valor el lenguaje y la dimensión social y comunicativa del hombre
como remedio de tantos males (todo ello recogido en su célebre Teoría de la
acción comunicativa). El viejo profesor se muestra realista y resignado cuando,
mirando por la ventana, susurra: “Ya no me gustan los grandes auditorios ni los
grandes salones. No me entero bien de las cosas. Hay una cacofonía que me
desespera”.
Profesor, ¿considera los Estados-nación
más necesarios que nunca o por el contrario cree de algún modo que están
superados?
Hum, quizá no debería
decir esto, pero considero que los Estados-nación fueron algo que casi nadie se
creía pero que hubo que inventar en su tiempo por razones eminentemente pragmáticas.
Siempre culpamos a los políticos del
fracaso en la construcción europea, pero ¿no tenemos los ciudadanos de a pie de
la UE nuestra parte de culpa? ¿De verdad creemos los europeos en la europeidad?
Veamos, hasta ahora,
los liderazgos políticos y los gobiernos han llevado adelante el proyecto de
manera elitista, sin incluir a las poblaciones de los países en estas complejas
cuestiones. Tengo la impresión de que ni siquiera han familiarizado a los
partidos políticos ni a los diputados de los Parlamentos nacionales con la
complicada materia de la política europea. Bajo el lema “mamá cuida de vuestro
dinero”, Merkel y Schäuble han protegido
durante la crisis, de manera verdaderamente ejemplar, sus medidas contra la
esfera pública.
¿Conserva Alemania una vocación de
liderazgo europeo? ¿Ha confundido Alemania a veces liderazgo con hegemonía? ¿Y
Francia? ¿Qué papel debe desempeñar el país que lidera su adorado presidente Macron?
Seguramente el
problema ha sido, más bien, que el Gobierno federal alemán ni siquiera ha
tenido el talento ni la experiencia de una potencia hegemónica. De lo contrario
habría sabido que no es posible mantener Europa unida sin tener en cuenta los
intereses de los demás Estados. En las dos últimas décadas, la República
Federal ha actuado cada vez más como una potencia nacionalista en el terreno económico.
En lo que respecta a Macron, sigue intentando persuadir a Merkel de que tiene
que pensar en su imagen con vistas a los libros de historia.
¿Qué papel cree que puede jugar España
en la mejora de la construcción europea?
España simplemente
tiene que respaldar a Macron.
En artículos recientes usted ha
defendido con pasión la figura del presidente Macron, quien, por cierto, es
filósofo como usted. ¿Qué es lo que más le atrae de él? ¿Cree que es bueno que
un líder político sea un filósofo?
¡Por Dios, nada de
gobernantes filósofos! No obstante, Macron me inspira respeto porque, en la
escena política actual, es el único que se atreve a tener una perspectiva
política; que, como persona intelectual y orador convincente, persigue las
metas políticas acertadas para Europa; que, en las circunstancias casi
desesperadas de la contienda electoral, demostró valor personal, y que, hasta
ahora, desde su cargo de presidente, hace lo que dijo que iba a hacer. Y en una
época de paralizante pérdida de identidad política, he aprendido a apreciar
estas cualidades personales en contra de mis convicciones marxistas.
Sin embargo, es imposible por ahora
saber cuál es su ideología… en el caso de que la tenga.
Sí, tiene usted
razón. Hasta la fecha sigo sin ver claramente qué convicciones subyacen tras la
política europea del presidente francés. Me gustaría saber si al menos es un
liberal de izquierdas convencido…, y eso es lo que espero.
Esta entrevista, que
pudo realizarse gracias a los buenos oficios del profesor y escritor Daniel
Innerarity, es un cruce de caminos entre respuestas ofrecidas por escrito e
intercambios de impresiones durante aquella mañana en Starnberg. Cuando la
conversación acabó, el único superviviente de la segunda Escuela de Fráncfort
desapareció de repente tras la puerta de la cocina de su casa. Volvió dibujando
en su cara una sonrisa cómplice, con una botella de Rioja en una mano y otra de
Riesling en la otra. España y Alemania, juntas en casa de Habermas.
El
guardián de la conversación
por
Daniel Innerarity
Tres invitados
sentados a comer en casa de los Habermas equivale a ir directos al grano, es
decir, al pensamiento, sin la distracción de una comida que haya que valorar.
Enseguida la conversación ocupaba toda la escena, y no el monólogo que podíamos
haber esperado, pues Habermas escuchaba y preguntaba más de lo que intervenía.
Y eso que seguramente era el único allí con verdadero derecho a la grandeza,
pero que, tal vez por tenerla, era el más curioso de todos. Se tenía la
sensación de estar conversando con uno de los más grandes, tal vez con el
último de esos intelectuales públicos que han gozado de una autoridad que en la
era de las redes sociales y la inmediatez oportunista comenzamos a echar de
menos. Me atrevo a decir que el legado de Habermas no será tanto su inmensa
obra escrita como ese aprecio hacia lo público y lo común, que es más una
virtud cívica, una actitud intelectual, que una teoría. Habermas es, antes que
nada, un entusiasta de la conversación, alguien convencido de que cuanto vale
la pena ha sido el resultado de una empresa común, de lo que hemos dicho y
hecho entre todos. Su preocupación fundamental ha sido siempre cómo proteger y
mejorar ese espacio de la intersubjetividad porque es ahí donde realizamos los
verdaderos descubrimientos y, sobre todo, el lugar en el que se edifica la
convivencia democrática.
Formado en la
tradición de la gran filosofía clásica alemana, a la que quiso someter a la
prueba del contraste con otras formulaciones más modernas, como las teorías
analíticas del lenguaje o las formulaciones republicanas de la democracia,
Habermas posee una amplia cultura que no es tanto agregación de informaciones,
sino transversalidad que ha constituido como un diálogo interior. En sus
propuestas filosóficas están Kant, Marx y Adorno, pero no como piezas mudas de
museo, sino como interlocutores a los que se puede poner a hablar con Austin,
Derrida y Rawls. La totalidad no está construida en la mente de Habermas como
un sistema, sino como una conversación de muchos interlocutores. Este gusto por
las interpretaciones generales del mundo y la cultura es algo que parece
extemporáneo en una época de fragmentación y especialismo. El primer obstáculo
al que ha de hacer frente quien pretenda elaborar algo así como una teoría
general de las cosas es el escepticismo de quienes lo creen imposible o al
menos no tan rentable como saberlo todo de casi nada. Habermas ha resistido
siempre la posible acusación de que preocuparse por la totalidad era una
empresa arrogante o ingenua. Gracias a esa temeridad le debemos algo que, más
que una teoría, es un hilo conductor de su visión del mundo: situar al ser
humano que dialoga en el centro de todas las soluciones.
Tal vez esa pasión
por el argumento público es lo que explica el sentido de responsabilidad que ha
presidido su vida como intelectual público. Su tarea como profesor e
investigador es inseparable de su intervención continua en los grandes debates
que han tenido lugar en los últimos decenios, ya fuera el uso público de la
historia, los riesgos de la intervención genética o, más recientemente, el modo
como Europa debía resolver sus crisis. Si Voltaire resumía todos nuestros
deberes en que hemos de cultivar nuestro propio jardín, Habermas parecía haber
traducido esa metáfora en el cuidado de la conversación. Nos daba así la
lección a los comensales de que el dominio público no debe ser imaginado como
un gigantesco y solemne debate entre los poderosos de este mundo, sino también
como una charla de sobremesa en la que por cierto no siempre estábamos de
acuerdo.
(El País España / 10-5-2018)
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