EL EFECTO LAMPEDUSA
El individuo sufre hoy
los efectos de una nueva forma de limitar el derecho a la soberanía y a la
autonomía de la conciencia, pero que sólo responde a una vieja práctica. Es
víctima de un fenómeno extraordinario, que el sujeto tolera casi
inconscientemente. Se trata de la influencia por la cual se relega todo desarrollo
intelectual auténtico, la maduración de los gustos, las preferencias
espirituales, físicas, morales y valorativas. En su lugar se le infiltra
intangiblemente en sus costumbres un modo artificial de ser y de desempeñarse
que sustituye toda posible caracterización propia y toda autenticidad. Un
implante grotesco y vulgar le queda como único atributo, si no había ninguno
antes, o como uno nuevo si ya lo había. De pretendido origen cultural, esta
joya falsa responde a la esperanza de los nuevos tiempos: cómo cambiar para que
todo siga igual.
La nueva forma de afectar
al individuo empuja hacia objetivos vacíos, que no tardan en degenerar si no aparece
la reacción temprana capaz de despertar su conciencia. Parece no haber sistema de
prevención al respecto. Darle el nombre de colonización sería menospreciar su
nuevo perfil y referirse a alguien o a algo que ocupa por la fuerza un dominio
del que se apropia. Pero ahora no hay ningún alguien ni ningún algo ni fuerza
física que despoje notoriamente a nadie. No hay violencia directa, abuso
perceptible, destrucción registrable, apropiación indebida comprobable.
El influjo obra sobre la
conciencia bajo la dirección de un dispositivo tecnológico inmaterial, avalado
por el código jurídico y tolerado por el tratado de moral, impulsivo sólo en el
sentido subrepticio de operación furtiva y subliminal. Aunque este obrar ineluctable
pueda convalidar la teoría de la alienación, valga aquí sólo como cruda
descripción de un fenómeno indisimulable. Parece una modalidad transgresiva que
se ejerce a la sombra de la globalización, y en parte lo es. Ya el filósofo y
teólogo uruguayo Alberto Methol Ferré había estudiado este fenómeno,
concluyendo que “el enemigo lo tenemos en nosotros mismos”[i]. Un efecto colateral del
progreso, invención o deus ex machina del
teatro mundial, que hoy presenta la comedia del año, farsa, sainete colosal
cuya trama de enredos se resume en la profundización de los cambios para que
todo quede como está.
EL POLVO QUE RESPIRAMOS
El influjo, que hasta
hace poco tiempo operaba desde arriba hacia abajo, sin ocultar sus procedencias,
ahora surge desde la misma tierra, como si al pasar fuéramos nosotros quienes
removemos el polvo que pisamos, agitando y saturando el aire hasta respirarlo. Una
forma de la alienación se ha asociado una vez más a la tecnología, hoy en su
máximo esplendor y como uno de los mayores bienes que ha conquistado la sociedad contemporánea. Ella facilita el monopolio
de las riquezas, alimentos, energía, información, descubrimientos científicos, y
es muy difícil reconocer que lo que ha sido concebido para elevar al hombre al
grado más alto de civilización en la historia, encierre peligrosa y paralelamente
el signo contrario, el germen de la masificación, la anulación de
la conciencia, lo irracional, el mal
gusto, el juicio lateralizado en toda instancia de las actividades corrientes. No
exactamente porque lo contenga en sí sino porque se la dispone a favor de ese
signo contrario a la evolución de la humanidad (si en verdad evoluciona).
Las invasiones y
ocupaciones militares, las colonias o los protectorados son asuntos del pasado.
La guerra se transfiere ahora a la tecnología, el soldado al experto en mercadeo,
la asistencia solidaria a la venta de chatarra cultural. La nueva forma de inmiscuirse perfecciona sus procedimientos al punto de lograr
camuflarlos en la apariencia normal de la vida de las comunidades. Y, lo peor,
se ocupa de preparar mentalmente a sus noveles víctimas para que acepten con
agrado lo que parece una buena nueva. Con el añadido de que no es preciso leer
instrucciones, porque el mismo uso de los aparatos ya implica dejar de pensar
para accionarlos intuitivamente.
La nueva máquina de
fregar conciencias se expande por todo el mundo, no sólo entre nosotros. No se
responsabiliza a los gobiernos ni a las potencias sino a la famosa mano
invisible que mercadea en los bazares del mundo. El estallido expansivo de este
formidable instrumento sigue al de la electrónica, la nueva física y la neurobiología, y a la
aplicación de una lógica diferente y divergente con la que se ha logrado
“humanizar” a los artefactos. Esto es proverbialmente beneficioso y, si no
fuera por la deshumanización de la única criatura humana que existe, nos
permitiría aclarar los mayores misterios y resolver los más difíciles problemas.
Pero se gesta en todo lugar donde la ambición desmedida gana a creadores e
inversores, y en esto se parece a los viejos métodos del pasado, por lo que hay
lugar a la sospecha de que los cambios son sólo en la forma.
La tecnología, además,
facilitada por la popularización de los precios, se orienta a favor de todos y
no sólo es dirigida por la especulación. Sin embargo, es necesario comprender
que por sí sola no podrá elevar el nivel del tesoro de la cultura. No podrá amar,
aunque pueda acompañar; no podrá consolar, aunque pueda auxiliar; no podrá
dialogar, aunque pueda responder aleatoriamente; no podrá elegir ni dirimir,
aunque pueda pronosticar y proyectar; y, aunque pueda advertir el peligro no
podrá intuir amenazas de fondo, no podrá señalar intrincados caminos, sospechar,
presentir o tener corazonadas. Su magia por ahora sólo complementa la astucia y
la sagacidad de la mente. Pese a sus tropiezos, sus idas y venidas, los
infatigables ensayos e inevitables errores, lo humano representa la facultad
innovadora, el destello del descubrimiento, la chispa de la creatividad. Si no
puede sustituir, al menos puede secundar con éxito la obra del hombre, y si su innegable
versatilidad no puede sustituir todas las facultades humanas, en cambio puede vaticinarse
su creciente predominio en el futuro.
También remolca una
propiedad parásita, como las técnicas de todas las etapas del desarrollo
histórico. No sustituye a la mente sino a los artefactos estropeados o caducos,
y sólo trabaja en el lugar de la fuerza y de las habilidades físicas del
individuo, brindando otras más poderosas. Quiere
decir, definitivamente, que no sustituye a la cultura humanística. Su perfil
impactante y apenas imaginado por la ciencia ficción, así como su superioridad fáctica, nos hace pensar en
que es el sustituto de todo. Hace unas décadas atrás, el científico y educador
sudafricano Seymour Papert creyó que su programa Logo podía sustituir (sic) la
didáctica en las aulas[ii]; es un estupendo complemento
pedagógico, pero no es sustituto de nada. La tecnología es superior en materia
de espacio y tiempo: velocidad, cantidad, almacenamiento, acceso rápido a la
información, funcionalidad, versatilidad, movilidad, ventajas todas para el
cuerpo, el brazo, la mano, los ojos, el tacto, el oído.
NUEVA O VIEJA INDEFENSIÓN
La tecnología se preparó exitosamente
para abalanzarse sobre su público. Tomó sus contenidos del espíritu del vulgo
para devolverlo digitalizado, en móviles y múltiples colores y así no tener que
preparar al destinatario, pudiendo terminar dirigiendo el proceso de
“culturalización”. En lugar de ponerse la tecnología al servicio del hombre, y
a pesar de prestarle algunos servicios muy beneficiosos, se puso al hombre a su
servicio, particularmente en todo lo que tiene que ver con el aporte de las
innovaciones y de los inventos imprescindibles para el despertar y el
perfeccionamiento de la inteligencia humana.
Hay una emancipación, por
supuesto, y consiste en unir esas dos dimensiones, la mente y el cuerpo, sin pelear
en procura de que dejen de separarlas quienes tenían el poder de hacerlo, el
antiguo poder de la espada. El costo de la emancipación parece que correrá por
cuenta no de una colectividad o de un país sino del mundo entero. Corre el
riesgo, sin embargo, de que, debido a la ductilidad del instrumento liberador, los
libertadores pasen sin demora a ser los esclavos, como hartamente lo confirma la
historia. Porque, cualquiera que fuere el beneficiado, puede ocurrir que a la
larga tomará las riendas de la tecnología y la usará en beneficio propio.
La antigua víctima del “lobo
del hombre” tenía plena conciencia de su situación, de la esclavitud como
perdedor en la guerra, del sometimiento religioso o ideológico, de la expropiación
territorial, y deseaba la liberación afanosamente. La víctima del nuevo
colonialismo, empero, vive deslumbrado por las luces del know-how, el “saber cómo” comerciar los nuevos productos, que a
decir verdad es un saber ingenioso y eficientísimo. Por lo que difícilmente
advierte sus consecuencias y efectos indeseados, que siempre se podrán evitar y
de cuyos lazos esclavizantes habrá maneras de liberarse, si se quisiera, porque
sus cadenas son psicológicas, y lo psicológico está dentro de cada conciencia.
La tecnología, por otra
parte, compensa al hombre con entretenimiento, supuestamente desestresante; le
hace creer que combate la angustia y la ignorancia. Pero, como para tener
acceso a este entretenimiento no es necesario poner nada de sí propio, nada de
invención, nada de creación personal, esa búsqueda de resarcimiento a la larga
o a la corta fracasa. La nueva forma de “incluir”, de esta manera, no es
imposición desde fuera sino imposición desde dentro, la más fuerte de las
imposiciones. Es falsa satisfacción del afán de superación del ser humano, que
merece una atención más digna. El natural religioso del hombre, su afán de
trascendencia, puede dar con su vía natural en la fe, en el Dios divino o terreno,
y también en el arte, en el trabajo, en la vocación. Hoy, sin alegorías o con ellas, el ideal de trascendencia se
practica como culto bajo la bóveda de un nuevo templo electromagnético.
La nueva cultura es mental
y en vías de volverse espiritual. Este es el dilema. Una enfermedad mental
puede ser tratada, reducidos sus efectos principales. Pero un daño espiritual no
se cura fácilmente. No se mitigan sus consecuencias sin contar con la voluntad
de la persona afectada. Un colonizado desde
dentro es un ser endurecido, impenetrable, ajeno al mal que lo invade. Satisface
sus necesidades confundiendo el afán de superarse con la ambición carente de
rumbo. Estatus, figuración, tomar todo de un entorno al cual no se ofrece nada,
son los síntomas de ese mal, aunque no es nuevo. Responde al viejo lema que
inmortalizó Lampedusa[iii]: “que todo cambie para
que todo siga igual”.
Notas
1 Alberto Methol Ferré
entrevistado por Alver Metalli, “Viejos y nuevos enemigos”, La América Latina en el siglo XXI,
Buenos Aires, Edhasa, 2006.
2 Seymour Papert, Desafío a la mente, Buenos Aires, Galápago, 1982.
3 Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957) escritor italiano autor de la novela El gatopardo, llevada al
cine por Lucino Visconti y protagonizada por Burt Lancaster. Muestra cómo la
aristocracia siciliana encuentra la forma de conciliarse con la revolución en
marcha. En ella está, igualmente, la clave de como un régimen encuentra la
forma de conciliarse con el anteriormente combatido.
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