domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (43)


LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 8)

Algunos momentos después, estaba sentado en un rápido cupé, al lado de la señora de Beauséant, y se trasladaba al teatro de moda, creyendo en algún cuento de hadas cuando entró en un palco y vio que todos los anteojos se dirigían a la vizcondesa, cuya toilette era deliciosa. Iba de encantamiento en encantamiento.

-Decía usted que tenía que hablarme -le dijo la señora de Beauséant-. ¡Ah, mire usted, la señora de Nucingen está a tres palcos del nuestro! Su hermana y el señor de Trailles están al otro lado.

Mientras decía estas palabras, la vizcondesa miraba el palco en el que debía estar la señorita de Rochefide y, como no viese en él al señor de Adjuda, su cara adquirió un brillo extraordinario.

-Es encantadora -dijo Eugenio después de haber mirado a la señora de Nucingen.

-Tiene las cejas altas.

-Sí, ¡pero qué hermoso talle delgado!

-Tiene las manos grandes.

-¡Qué ojos más hermosos!

-Tiene la cara larga.

-Pero la forma larga tiene distinción.

-Afortunadamente para ella, porque vea usted cómo toma y deja su monóculo. Los Goriot se adivinan en todos sus movimientos -dijo la vizcondesa, con gran asombro de Eugenio.

En efecto, la señora de Beauséant examinó con sus anteojos la sala y parecía no hacer caso de la señora de Nucingen, a pesar de no perder ninguno de sus gestos. El aspecto del teatro era hermosísimo. Delfina de Nucingen estaba sumamente satisfecha de ver que ocupaba exclusivamente al joven, al bello, al elegante primo de la señora de Beauséant, que sólo tenía ojos para ella.

-Señor de Rastignac, si continúa usted mirándola de esa manera, va a dar un escándalo. Nada logrará si deja ver de ese modo a todo el mundo sus sentimientos.

-Querida prima -dijo Eugenio-, me ha dado usted protección; si quiere acabar su obra, sólo le pido un favor que le costará poco trabajo y que me causará mucho bien. Estoy prendado.

-¿Ya?

-Sí.

-¿De esa mujer?

-¿Quién si no ella podría escuchar mis pretensiones? -dijo Eugenio dirigiendo una mirada penetrante a su prima-. La duquesa de Carigliano es muy amiga de la duquesa de Berry -repuso después de una pausa-, y como usted tiene que verla, tenga la bondad de presentarme en su casa y de llevarme al baile que da el lunes. Allí encontraré a la señora de Nucingen y libraré mi primera escaramuza.

-Con mucho gusto -le dijo la vizcondesa-. Si ya siente usted afición por ella, veo que le irá bien en los asuntos del corazón. Allí está de Marsay en el palco de la princesa Galathionne. La señora de Nucingen está sufriendo atrozmente de despecho. No hay mejor momento para abordar a una mujer, sobre todo a la mujer de un banquero. A todas estas damas de la Calzada de Antin les gusta extraordinariamente la venganza.

-Pero ¿qué haría usted en su lugar?

-Yo, sufriría en silencio.

En ese momento se presentó el marqués de Adjuda en el palco de la señora de Beauséant.

-He hecho mal mis negocios a fin de venir a encontrarla -le dijo-, y se lo comunico para que no crea que vengo haciendo un sacrificio.

La radiante alegría de la cara de la vizcondesa enseñó a Eugenio a reconocer las expresiones de un verdadero amor v a no confundirlo con las monadas de la coquetería parisiense. Admiró a su prima, se quedó mudo, y dejó el asiento al señor de Adjuda, suspirando. “¡Qué noble, qué sublime criatura es una mujer que ama así!”, se dijo. “Y este hombre va a traicionarla por una muñeca.” Sintió en su corazón una rabia de niño. Hubiera querido arrastrarse a los pies de la señora de Beauséant, hubiera deseado el poder de los demonios para apoderarse de su corazón como un águila se apodera de un cervatillo blanco no destetado aun. Se sentía humillado de veras en aquel gran museo de la belleza sin su cuadro, sin una querida propia.  “Tener una querida y una posición casi regia”, se decía, “es la señal del poder”. Y miró a la señora de Nucingen como mira un hombre insultado a su adversario. La vizcondesa se volvió hacia él para darle las gracias con una mirada por su discreción. El primer acto había terminado.

-¿Conoce usted bastante a la señora de Nucingen como para presentarla al señor de Rastignac? -le dijo al marqués de Adjuda.

-Ella estará encantada de conocer al señor de Rastignac -dijo el marqués.

El buen mozo portugués se levantó, tomó del brazo al estudiante que, en un abrir y cerrar de ojos, se encontró al lado de la señora de Nucingen.

-Señora baronesa -dijo el marqués-, tengo el honor de presentarle al caballero Eugenio de Rastignac, primo de la vizcondesa de Beauséant. Le ha causado usted tan viva impresión, que he querido completar su dicha aproximándolo a su ídolo.

Estas palabras fueron dichas con cierto acento burlón que disimulaba el pensamiento un poco brutal que, expresado con gracia, no desagrada nunca a una mujer. La señora de Nucingen se sonrió y ofreció a Eugenio el sitio de su marido, que acababa de salir.

-Caballero, no me atrevo a proponerle que se quede a mi lado, porque cuando se tiene la dicha de estar con la señora de Beauséant se la debe aprovechar.

-Pero, señora -le dijo en voz baja Eugenio-, me parece que si quiero agradar a mi prima debo quedarme a su lado.  Antes de la llegada del señor marqués hablábamos de usted y de la distinción de toda su persona -le dijo en voz alta.

El señor de Adjuda se retiró.

-¿De veras, señor, va usted a quedarse a mi lado? ¡Oh, entonces tendremos el gusto de conocernos, y yo satisfaré el deseo de verlo que me inspiró la señora de Restaud!

-¿Cómo? ¿Tan falsa es, después de haberme cerrado la puerta de su casa?

-¿Cómo?

-Señora, tendré que ser sincero y decirle la causa; pero reclamo toda su indulgencia al confiarle semejante secreto. Yo soy vecino de su señor padre, ignoraba que la señora de Restaud fuese su hija, y cometí la inocente imprudencia de hablar de él, disgustando así a su hermana y a su marido. No puede imaginarse de qué mal gusto han encontrado esta apostasía filial la duquesa de Langeais y mi prima. Yo les conté la escena, y ellas se rieron como locas. Entonces fue cuando, haciendo un paralelo entre usted y su hermana, la señora de Beauséant me habló de usted con elogio y me dijo qué buena era con mi vecino, el señor Goriot. En efecto, ¿cómo no ha de quererlo usted si él la adora de un modo tan apasionado que hasta llego a sentir celos? Esta mañana hemos estado hablando de usted más de dos horas, y después de haber oído a su padre, esta noche comiendo con mi prima, yo le decía que usted no podía ser tan hermosa como amante hija. Queriendo sin duda favorecer tan entusiasta admiración la señora de Beauséant me trajo aquí diciéndome, con su acostumbrada gracia, que aquí la vería.

-¡Cómo, caballero! -dijo la mujer del banquero-. ¿Le debo ya agradecimiento? Un poco más y vamos a ser antiguos amigos.

-Aunque la amistad debe ser a su lado un sentimiento poco vulgar, yo no quiero ser nunca su amigo -dijo Rastignac.

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