LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 8)
Algunos momentos después,
estaba sentado en un rápido cupé, al lado de la señora de Beauséant, y se
trasladaba al teatro de moda, creyendo en algún cuento de hadas cuando entró en
un palco y vio que todos los anteojos se dirigían a la vizcondesa, cuya toilette era deliciosa. Iba de
encantamiento en encantamiento.
-Decía usted que tenía
que hablarme -le dijo la señora de Beauséant-. ¡Ah, mire usted, la señora de
Nucingen está a tres palcos del nuestro! Su hermana y el señor de Trailles
están al otro lado.
Mientras decía estas
palabras, la vizcondesa miraba el palco en el que debía estar la señorita de
Rochefide y, como no viese en él al señor de Adjuda, su cara adquirió un brillo
extraordinario.
-Es encantadora -dijo
Eugenio después de haber mirado a la señora de Nucingen.
-Tiene las cejas altas.
-Sí, ¡pero qué hermoso
talle delgado!
-Tiene las manos grandes.
-¡Qué ojos más hermosos!
-Tiene la cara larga.
-Pero la forma larga
tiene distinción.
-Afortunadamente para
ella, porque vea usted cómo toma y deja su monóculo. Los Goriot se adivinan en
todos sus movimientos -dijo la vizcondesa, con gran asombro de Eugenio.
En efecto, la señora de
Beauséant examinó con sus anteojos la sala y parecía no hacer caso de la señora
de Nucingen, a pesar de no perder ninguno de sus gestos. El aspecto del teatro
era hermosísimo. Delfina de Nucingen estaba sumamente satisfecha de ver que
ocupaba exclusivamente al joven, al bello, al elegante primo de la señora de
Beauséant, que sólo tenía ojos para ella.
-Señor de Rastignac, si
continúa usted mirándola de esa manera, va a dar un escándalo. Nada logrará si
deja ver de ese modo a todo el mundo sus sentimientos.
-Querida prima -dijo
Eugenio-, me ha dado usted protección; si quiere acabar su obra, sólo le pido
un favor que le costará poco trabajo y que me causará mucho bien. Estoy
prendado.
-¿Ya?
-Sí.
-¿De esa mujer?
-¿Quién si no ella podría
escuchar mis pretensiones? -dijo Eugenio dirigiendo una mirada penetrante a su
prima-. La duquesa de Carigliano es muy amiga de la duquesa de Berry -repuso
después de una pausa-, y como usted tiene que verla, tenga la bondad de
presentarme en su casa y de llevarme al baile que da el lunes. Allí encontraré
a la señora de Nucingen y libraré mi primera escaramuza.
-Con mucho gusto -le dijo
la vizcondesa-. Si ya siente usted afición por ella, veo que le irá bien en los
asuntos del corazón. Allí está de Marsay en el palco de la princesa Galathionne.
La señora de Nucingen está sufriendo atrozmente de despecho. No hay mejor
momento para abordar a una mujer, sobre todo a la mujer de un banquero. A todas
estas damas de la Calzada de Antin les gusta extraordinariamente la venganza.
-Pero ¿qué haría usted en
su lugar?
-Yo, sufriría en silencio.
En ese momento se
presentó el marqués de Adjuda en el palco de la señora de Beauséant.
-He hecho mal mis
negocios a fin de venir a encontrarla -le dijo-, y se lo comunico para que no
crea que vengo haciendo un sacrificio.
La radiante alegría de la
cara de la vizcondesa enseñó a Eugenio a reconocer las expresiones de un
verdadero amor v a no confundirlo con las monadas de la coquetería parisiense.
Admiró a su prima, se quedó mudo, y dejó el asiento al señor de Adjuda, suspirando.
“¡Qué noble, qué sublime criatura es una mujer que ama así!”, se dijo. “Y este
hombre va a traicionarla por una muñeca.” Sintió en su corazón una rabia de
niño. Hubiera querido arrastrarse a los pies de la señora de Beauséant, hubiera
deseado el poder de los demonios para apoderarse de su corazón como un águila
se apodera de un cervatillo blanco no destetado aun. Se sentía humillado de
veras en aquel gran museo de la belleza sin su cuadro, sin una querida
propia. “Tener una querida y una
posición casi regia”, se decía, “es la señal del poder”. Y miró a la señora de Nucingen
como mira un hombre insultado a su adversario. La vizcondesa se volvió hacia él
para darle las gracias con una mirada por su discreción. El primer acto había
terminado.
-¿Conoce usted bastante a
la señora de Nucingen como para presentarla al señor de Rastignac? -le dijo al
marqués de Adjuda.
-Ella estará encantada de
conocer al señor de Rastignac -dijo el marqués.
El buen mozo portugués se
levantó, tomó del brazo al estudiante que, en un abrir y cerrar de ojos, se
encontró al lado de la señora de Nucingen.
-Señora baronesa -dijo el
marqués-, tengo el honor de presentarle al caballero Eugenio de Rastignac,
primo de la vizcondesa de Beauséant. Le ha causado usted tan viva impresión,
que he querido completar su dicha aproximándolo a su ídolo.
Estas palabras fueron dichas
con cierto acento burlón que disimulaba el pensamiento un poco brutal que,
expresado con gracia, no desagrada nunca a una mujer. La señora de Nucingen se
sonrió y ofreció a Eugenio el sitio de su marido, que acababa de salir.
-Caballero, no me atrevo
a proponerle que se quede a mi lado, porque cuando se tiene la dicha de estar
con la señora de Beauséant se la debe aprovechar.
-Pero, señora -le dijo en
voz baja Eugenio-, me parece que si quiero agradar a mi prima debo quedarme a
su lado. Antes de la llegada del señor
marqués hablábamos de usted y de la distinción de toda su persona -le dijo en
voz alta.
El señor de Adjuda se retiró.
-¿De veras, señor, va usted
a quedarse a mi lado? ¡Oh, entonces tendremos el gusto de conocernos, y yo
satisfaré el deseo de verlo que me inspiró la señora de Restaud!
-¿Cómo? ¿Tan falsa es,
después de haberme cerrado la puerta de su casa?
-¿Cómo?
-Señora, tendré que ser
sincero y decirle la causa; pero reclamo toda su indulgencia al confiarle
semejante secreto. Yo soy vecino de su señor padre, ignoraba que la señora de
Restaud fuese su hija, y cometí la inocente imprudencia de hablar de él,
disgustando así a su hermana y a su marido. No puede imaginarse de qué mal
gusto han encontrado esta apostasía filial la duquesa de Langeais y mi prima.
Yo les conté la escena, y ellas se rieron como locas. Entonces fue cuando,
haciendo un paralelo entre usted y su hermana, la señora de Beauséant me habló
de usted con elogio y me dijo qué buena era con mi vecino, el señor Goriot. En
efecto, ¿cómo no ha de quererlo usted si él la adora de un modo tan apasionado
que hasta llego a sentir celos? Esta mañana hemos estado hablando de usted más
de dos horas, y después de haber oído a su padre, esta noche comiendo con mi
prima, yo le decía que usted no podía ser tan hermosa como amante hija.
Queriendo sin duda favorecer tan entusiasta admiración la señora de Beauséant
me trajo aquí diciéndome, con su acostumbrada gracia, que aquí la vería.
-¡Cómo, caballero! -dijo
la mujer del banquero-. ¿Le debo ya agradecimiento? Un poco más y vamos a ser
antiguos amigos.
-Aunque la amistad debe
ser a su lado un sentimiento poco vulgar, yo no quiero ser nunca su amigo -dijo
Rastignac.
No hay comentarios:
Publicar un comentario