domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (41)


LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 6)


“¡Pero qué terco es este hombre!”, se dijo Rastignac al ver que Vautrin se iba tranquilamente con el bastón bajo el brazo. “Me ha dicho con franqueza lo que la señora de Beauséant me decía cubriendo las apariencias. Me desgarraba el corazón con sus zarpas de acero. ¿Por qué quiero ir a la casa de la señora de Nucingen? Él ha adivinado los motivos tan pronto como los he concebido. En dos palabras ese bandido me ha dicho más cosas sobre la virtud que todos los hombres y todos los libros. Si la virtud no sufre capitulación, ¿he robado acaso a mis hermanas?” se preguntó Eugenio arrojando el saco sobre la mesa, sentándose y permaneciendo sumido en profunda meditación. “Ser fiel a la virtud, ¡martirio sublime! ¡Bah! Todo el mundo cree en la virtud, pero ¿quién es virtuoso? Los pueblos tienen la libertad por ídolo, pero ¿qué pueblo es libre sobre la tierra? Mi juventud es aun azul como un cielo sin nubes; querer ser grande y rico, ¿no es resolverse a mentir, a arrastrarse, a encorvarse, a erguirse, a adular y a disimular? ¿no es consentir en ser criado de los que han mentido y se han arrastrado? Antes de ser su cómplice, es preciso ser viles. Pues bien, no. Yo quiero trabajar noble y santamente, trabajar noche y día y deber mi fortuna a mi trabajo. Será la más lenta de las fortunas; pero al menos cada día mi cabeza descansará sobre mi almohada sin verse turbada por ningún pensamiento pecaminoso. ¿Qué cosa más hermosa que contemplar uno su vida y encontrarla pura como un lirio? Yo y la vida somos un joven y su desposada. Vautrin me ha hecho ver lo que ocurre después de diez años de matrimonio. ¡Diablo! Mi cabeza se pierde. No quiero pensar en nada, el corazón es una buena guía.”

Eugenio fue sacado de su sueño por la voz de la obesa Silvia, que le anunció a su sastre, ante el cual se presentó llevando en la mano los dos sacos de dinero, sin que esto lo hubiese molestado. Cuando se hubo probado sus trajes de la tarde, se puso uno de la mañana que lo metamorfoseaba por completo y se dijo: “Valgo tanto como el señor de Trailles y ahora parezco un verdadero noble.”

-Señor -dijo papá Goriot entrando en la habitación de Eugenio-: ¿me ha preguntado usted si sabía a qué casa va la señora de Nucingen?

-Sí.

-Pues bien, el lunes próximo va al baile del mariscal Carigliano. Si usted asiste a él, ya me dirá si mis dos hijas se han divertido y si iban bien vestidas. En fin, todo.

-¿Cómo ha sabido usted eso, papá Goriot? -le preguntó Eugenio haciéndolo sentarse ante el fuego.

-Me lo ha dicho su camarera. Sé todo lo que hacen por Teresa y por Constanza -repuso el anciano con el júbilo propio de un amante bastante joven aun para considerarse feliz con una estratagema que le pone en comunicación con su amada sin que ella lo sospeche-. ¡Usted podrá verlas! -agregó expresando con sencillez una dolorosa envidia.

-No lo sé -respondió Eugenio-. Voy a ir a la casa de la señora Beauséant a preguntarle si puede presentarme a la mariscala.

Eugenio pensaba, con cierta alegría interior, en presentarse en casa de la vizcondesa vestido como lo haría en lo sucesivo. Lo que los moralistas llaman abismos del corazón humano son únicamente los falaces pensamientos, los involuntarios impulsos de interés personal. Estas peripecias, objeto de tantas declamaciones, estos rodeos repentinos, son cálculos hechos en provecho de nuestros goces. Al verse bien vestido, bien enguantado, bien calzado, Rastignac olvidó su virtuosa resolución. La juventud no se atreve a mirarse en el espejo de la conciencia cuando se inclina del lado de la injusticia, mientras que la edad madura se mira en él: toda la diferencia yace entre esas dos faces de la vida. Hacía algunos días que los dos vecinos, Eugenio y papá Goriot, se habían hecho amigos. Su secreta amistad nacía de las mismas razones psicológicas que habían engendrado sentimientos contrarios entre Vautrin y el estudiante. El atrevido filósofo que quiera confirmar los efectos de nuestros sentimientos en el mundo físico, encontrará sin duda más de una prueba de su efectiva materialidad en las relaciones que crean entre nosotros y los animales. ¿Qué fisonomía adivina un carácter con la rapidez con que un perro sabe si un desconocido lo quiere o no? Los átomos curvos, expresión proverbial a la que cada uno se ajusta según la interprete, son uno de esos hechos que quedan en las lenguas para desmentir las simplezas filosóficas de las que se ocupan aquellos que no quieren despegar la escoria de las palabras primitivas. Se siente uno amado. El sentimiento impugna todas las cosas y atraviesa los espacios. Una carta es un alma, es un eco tan fiel de la voz que habla, que los espíritus delicados cuentan las epístolas entre el número de los más ricos tesoros de amor. Papá Goriot elevado hasta lo sublime de la naturaleza canina por su sentimiento irreflexivo, había olfateado la compasión, la admirativa bondad y las simpatías juveniles que habían nacido para él en el corazón del estudiante; sin embargo, esta unión naciente no había originado aun ninguna confidencia. Si Eugenio había manifestado deseos de ver a la señora de Nucingen, no era porque contase con el anciano para ser introducido en su casa; pero esperaba que alguna indiscreción podría servirle. Papá Goriot sólo le había hablado de sus hijas a causa de lo que él se había permitido decir públicamente el día de sus dos visitas.

-Señor mío -le había dicho al día siguiente-, ¿cómo ha podido usted creer que la señora de Restaud tomase a mal que usted hubiese pronunciado mi nombre? Mis dos hijas me quieren. Yo soy un padre feliz. Sólo mis dos yernos se han portado mal conmigo. No he querido hacer sufrir a esas queridas criaturas con mi desacuerdo con sus maridos, y he preferido verlas en secreto. Este misterio me proporciona mil goces que no comprenden los demás padres que pueden ver a sus hijas cuando quieren. Yo no puedo, ¿comprende usted? Entonces, cuando hace buen tiempo, me voy a los Campos Elíseos, después de haber preguntado a las camareras si mis hijas salen. Las espero en el pasaje, mi corazón late con fuerza cuando los coches llegan, las admiro en medio de su lujo, y ellas me dirigen al pasar una sonrisa que me alegra la naturaleza como si cayera un bello rayo de sol. Y allí me quedo porque deben volver. ¡Las veo de nuevo! El aire les ha hecho bien, están sonrosadas. Oigo decir a mi alrededor: “¡Vaya una bella mujer!” Esto me regocija el corazón. ¿No son acaso mi sangre? Les tengo cariño a los caballos que tiran de sus coches, y quisiera ser el perrito que llevan en su regazo. Vivo de sus placeres. Cada uno tiene su manera de querer: la mía no hace mal a nadie, y no sé por qué el mundo se ocupa de mí.  Yo soy feliz a mi modo. ¿Acaso es contrario a las leyes que yo vaya a ver a mis hijas por la noche en el momento en que salen de sus casas para ir al baile? ¡Qué pena para mí si llego tarde y me dicen: “La señora ha salido ya”! Una noche esperé hasta las tres de la mañana para ver a Nasia, a quien no había podido ver en dos días. Creí morir de placer. Yo le ruego que no hable de mí más que para decir qué buenas son mis hijas. Las pobres quieren colmarme de toda clase de regalos; pero yo se los impido, diciéndoles: “Guardad vuestro dinero, ¿qué queréis que haga con él? Yo no necesito nada.” Y es verdad, mi querido señor, ¿qué soy yo? Un mal cadáver, cuya alma está donde están sus hijas. Cuando haya visto usted a la señora de Nucingen, me dirá cuál de mis dos hijas le gusta más -dijo el buen hombre después de un momento de silencio al ver que Eugenio se disponía a salir para ir a las Tullerías, esperando la hora para presentarse en casa de la señora de Beauséant.

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