LA ENTRADA EN EL MUNDO
(2 / 6)
“¡Pero qué terco es este
hombre!”, se dijo Rastignac al ver que Vautrin se iba tranquilamente con el
bastón bajo el brazo. “Me ha dicho con franqueza lo que la señora de Beauséant
me decía cubriendo las apariencias. Me desgarraba el corazón con sus zarpas de
acero. ¿Por qué quiero ir a la casa de la señora de Nucingen? Él ha adivinado
los motivos tan pronto como los he concebido. En dos palabras ese bandido me ha
dicho más cosas sobre la virtud que todos los hombres y todos los libros. Si la
virtud no sufre capitulación, ¿he robado acaso a mis hermanas?” se preguntó
Eugenio arrojando el saco sobre la mesa, sentándose y permaneciendo sumido en
profunda meditación. “Ser fiel a la virtud, ¡martirio sublime! ¡Bah! Todo el
mundo cree en la virtud, pero ¿quién es virtuoso? Los pueblos tienen la
libertad por ídolo, pero ¿qué pueblo es libre sobre la tierra? Mi juventud es
aun azul como un cielo sin nubes; querer ser grande y rico, ¿no es resolverse a
mentir, a arrastrarse, a encorvarse, a erguirse, a adular y a disimular? ¿no es
consentir en ser criado de los que han mentido y se han arrastrado? Antes de
ser su cómplice, es preciso ser viles. Pues bien, no. Yo quiero trabajar noble
y santamente, trabajar noche y día y deber mi fortuna a mi trabajo. Será la más
lenta de las fortunas; pero al menos cada día mi cabeza descansará sobre mi
almohada sin verse turbada por ningún pensamiento pecaminoso. ¿Qué cosa más
hermosa que contemplar uno su vida y encontrarla pura como un lirio? Yo y la
vida somos un joven y su desposada. Vautrin me ha hecho ver lo que ocurre
después de diez años de matrimonio. ¡Diablo! Mi cabeza se pierde. No quiero
pensar en nada, el corazón es una buena guía.”
Eugenio fue sacado de su
sueño por la voz de la obesa Silvia, que le anunció a su sastre, ante el cual
se presentó llevando en la mano los dos sacos de dinero, sin que esto lo
hubiese molestado. Cuando se hubo probado sus trajes de la tarde, se puso uno
de la mañana que lo metamorfoseaba por completo y se dijo: “Valgo tanto como el
señor de Trailles y ahora parezco un verdadero noble.”
-Señor -dijo papá Goriot
entrando en la habitación de Eugenio-: ¿me ha preguntado usted si sabía a qué
casa va la señora de Nucingen?
-Sí.
-Pues bien, el lunes
próximo va al baile del mariscal Carigliano. Si usted asiste a él, ya me dirá
si mis dos hijas se han divertido y si iban bien vestidas. En fin, todo.
-¿Cómo ha sabido usted
eso, papá Goriot? -le preguntó Eugenio haciéndolo sentarse ante el fuego.
-Me lo ha dicho su
camarera. Sé todo lo que hacen por Teresa y por Constanza -repuso el anciano
con el júbilo propio de un amante bastante joven aun para considerarse feliz
con una estratagema que le pone en comunicación con su amada sin que ella lo
sospeche-. ¡Usted podrá verlas! -agregó expresando con sencillez una dolorosa
envidia.
-No lo sé -respondió
Eugenio-. Voy a ir a la casa de la señora Beauséant a preguntarle si puede
presentarme a la mariscala.
Eugenio pensaba, con
cierta alegría interior, en presentarse en casa de la vizcondesa vestido como
lo haría en lo sucesivo. Lo que los moralistas llaman abismos del corazón
humano son únicamente los falaces pensamientos, los involuntarios impulsos de
interés personal. Estas peripecias, objeto de tantas declamaciones, estos
rodeos repentinos, son cálculos hechos en provecho de nuestros goces. Al verse
bien vestido, bien enguantado, bien calzado, Rastignac olvidó su virtuosa resolución.
La juventud no se atreve a mirarse en el espejo de la conciencia cuando se
inclina del lado de la injusticia, mientras que la edad madura se mira en él:
toda la diferencia yace entre esas dos faces de la vida. Hacía algunos días que
los dos vecinos, Eugenio y papá Goriot, se habían hecho amigos. Su secreta amistad
nacía de las mismas razones psicológicas que habían engendrado sentimientos
contrarios entre Vautrin y el estudiante. El atrevido filósofo que quiera
confirmar los efectos de nuestros sentimientos en el mundo físico, encontrará
sin duda más de una prueba de su efectiva materialidad en las relaciones que
crean entre nosotros y los animales. ¿Qué fisonomía adivina un carácter con la
rapidez con que un perro sabe si un desconocido lo quiere o no? Los átomos curvos, expresión proverbial a la
que cada uno se ajusta según la interprete, son uno de esos hechos que quedan
en las lenguas para desmentir las simplezas filosóficas de las que se ocupan
aquellos que no quieren despegar la escoria de las palabras primitivas. Se
siente uno amado. El sentimiento impugna todas las cosas y atraviesa los
espacios. Una carta es un alma, es un eco tan fiel de la voz que habla, que los
espíritus delicados cuentan las epístolas entre el número de los más ricos
tesoros de amor. Papá Goriot elevado hasta lo sublime de la naturaleza canina
por su sentimiento irreflexivo, había olfateado la compasión, la admirativa
bondad y las simpatías juveniles que habían nacido para él en el corazón del
estudiante; sin embargo, esta unión naciente no había originado aun ninguna
confidencia. Si Eugenio había manifestado deseos de ver a la señora de
Nucingen, no era porque contase con el anciano para ser introducido en su casa;
pero esperaba que alguna indiscreción podría servirle. Papá Goriot sólo le
había hablado de sus hijas a causa de lo que él se había permitido decir
públicamente el día de sus dos visitas.
-Señor mío -le había
dicho al día siguiente-, ¿cómo ha podido usted creer que la señora de Restaud
tomase a mal que usted hubiese pronunciado mi nombre? Mis dos hijas me quieren.
Yo soy un padre feliz. Sólo mis dos yernos se han portado mal conmigo. No he
querido hacer sufrir a esas queridas criaturas con mi desacuerdo con sus
maridos, y he preferido verlas en secreto. Este misterio me proporciona mil
goces que no comprenden los demás padres que pueden ver a sus hijas cuando
quieren. Yo no puedo, ¿comprende usted? Entonces, cuando hace buen tiempo, me
voy a los Campos Elíseos, después de haber preguntado a las camareras si mis
hijas salen. Las espero en el pasaje, mi corazón late con fuerza cuando los
coches llegan, las admiro en medio de su lujo, y ellas me dirigen al pasar una
sonrisa que me alegra la naturaleza como si cayera un bello rayo de sol. Y allí
me quedo porque deben volver. ¡Las veo de nuevo! El aire les ha hecho bien,
están sonrosadas. Oigo decir a mi alrededor: “¡Vaya una bella mujer!” Esto me
regocija el corazón. ¿No son acaso mi sangre? Les tengo cariño a los caballos
que tiran de sus coches, y quisiera ser el perrito que llevan en su regazo.
Vivo de sus placeres. Cada uno tiene su manera de querer: la mía no hace mal a
nadie, y no sé por qué el mundo se ocupa de mí.
Yo soy feliz a mi modo. ¿Acaso es contrario a las leyes que yo vaya a
ver a mis hijas por la noche en el momento en que salen de sus casas para ir al
baile? ¡Qué pena para mí si llego tarde y me dicen: “La señora ha salido ya”!
Una noche esperé hasta las tres de la mañana para ver a Nasia, a quien no había
podido ver en dos días. Creí morir de placer. Yo le ruego que no hable de mí
más que para decir qué buenas son mis hijas. Las pobres quieren colmarme de
toda clase de regalos; pero yo se los impido, diciéndoles: “Guardad vuestro
dinero, ¿qué queréis que haga con él? Yo no necesito nada.” Y es verdad, mi
querido señor, ¿qué soy yo? Un mal cadáver, cuya alma está donde están sus
hijas. Cuando haya visto usted a la señora de Nucingen, me dirá cuál de mis dos
hijas le gusta más -dijo el buen hombre después de un momento de silencio al
ver que Eugenio se disponía a salir para ir a las Tullerías, esperando la hora
para presentarse en casa de la señora de Beauséant.
No hay comentarios:
Publicar un comentario