Si la multitud no tiene
en cuenta las obras maestras literarias es porque esas obras maestras son
literarias, es decir, inmóviles; han sido fijadas en formas que ya no responden
a las necesidades de la época.
No acusemos a la multitud
y al público sino a la pantalla formal que interponemos entre nosotros y la
multitud, y a esta nueva forma de idolatría, esta idolatría de las obras
maestras fijas, características del conformismo burgués.
Todo conformismo nos hace
confundir lo sublime, las ideas y las cosas con las formas que han tomado en el
tiempo y en nosotros mismos; en nuestras mentalidades de snobs, de preciosistas
y de estetas que el público no entiende.
No tendrá sentido culpar
al mal gusto del público, que se deleita con insensateces, mientras no se
muestre a ese público un espectáculo válido -válido en el sentido supremo del
teatro- desde los últimos grandes melodramas románticos, es decir desde hace un
siglo.
El público, que toma la
mentira por verdad, tiene el sentido de la verdad, y reacciona siempre
positivamente cuando la verdad se le manifiesta. Sin embargo, no es en la
escena donde hay que buscar hoy la verdad sino en la calle; y si a la multitud
callejera se le ofrece una ocasión de mostrar su dignidad humana nunca dejará
de hacerlo.
Si la multitud ha perdido
la costumbre de ir al teatro, si todos hemos llegado a considerar el teatro un
arte inferior, un medio de distracción vulgar, y lo utilizamos como exutorio de
nuestros peores instintos es porque nos dijeron demasiadas veces que era
teatro, o sea, engaño e ilusión; porque durante cuatrocientos años, es decir
desde el Renacimiento, se nos ha habituado a un teatro meramente descriptivo y narrativo,
de historias psicológicas; porque se las ingeniaron para hacer vivir en escena
seres plausibles pero apartados -el espectáculo por un lado y el público por
otro- y no se mostró a la multitud sino su propia imagen.
El propio Shakespeare es
responsable de esta aberración y esta decadencia, de esta idea desinteresada
del teatro: una representación teatral que no modifique al público, sin
imágenes que lo sacudan y le dejen una cicatriz imborrable.
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