NO MÁS OBRAS MAESTRAS (1)
Uno de los motivos de la
atmósfera asfixiante en que vivimos sin escapatoria posible y sin remedio -y
que todos compartimos, aun los más revolucionarios- es ese respeto por lo que
ha sido escrito, formulado o pintado, y que hoy es forma, como si toda
expresión no se agotara al fin y no alcanzara un punto donde es necesario que
las cosas estallen en pedazos para poder empezar de nuevo.
Debe terminarse con esta
idea de las obras maestras reservadas a un círculo que se llama a sí mismo
selecto y que la multitud no entiende; no hay para el espíritu barrios
reservados como para las relaciones sexuales clandestinas.
Las obras maestras del
pasado son buenas para el pasado, no para nosotros. Tenemos derecho a decir lo
que ya se dijo una vez, y aun lo que no se dijo nunca, de un modo personal,
inmediato, directo, que corresponda a la sensibilidad actual, y sea comprensible
para todos.
Es una tontería reprochar
a la multitud que carezca de sentido de lo sublime si confundimos lo sublime
con algunas de las manifestaciones formales, que por otra parte son siempre
manifestaciones muertas. Y si la multitud actual no comprende ya Edipo rey, por ejemplo, me atreveré a
decir que la culpa la tiene Edipo rey,
y no la multitud.
El tema de Edipo rey es el incesto, y alienta en la
obra la idea de que la naturaleza se burla de la moral, y de que en alguna
parte andan fuerzas ocultas de las que deberíamos guardarnos, ya se las llame
destino o de cualquier otro modo.
Hay también en Edipo rey una epidemia de peste,
encarnación física de esas fuerzas. Pero todo está presentado de un modo y con
un lenguaje que no tiene ningún punto de contacto con el ritmo epiléptico y
rudo de estos tiempos. Sófocles habla quizá en voz alta. Su lenguaje es hoy
demasiado refinado, y aun parece que hablara con rodeos.
Sin embargo, una multitud
que se extrema ante las catástrofes, la peste, la revolución, la guerra, una
multitud sensible a las angustias desordenadas del amor puede ser conmovida sin
duda por esas elevadas nociones, y sólo necesita cobrar conciencia de ellas,
pero a condición de que se le hable en un mismo lenguaje, y que esas nociones
no se envuelvan en ropajes y palabras adulterados propios de épocas muertas que
no volverán.
Hoy como ayer la multitud
está ávida de misterio; sólo necesita tener conciencia de las leyes que rigen
las manifestaciones del destino, y adivinar quizá el secreto de sus
apariciones.
Dejemos a los profesores
la crítica de los textos, a los estetas la crítica de las formas, y
reconozcamos que si algo se dijo antes no hay por qué decirlo otra vez; que una
misma expresión no vale dos veces; que las palabras mueren una vez
pronunciadas, y actúan sólo cuando se las dice, que una forma ya utilizada no
sirve más y es necesario reemplazarla, y que el teatro es el único lugar del
mundo donde un gesto no puede repetirse del mismo modo.
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