PRIMERA ENTREGA
CAMILA / I
Confesión de la
acusada Doña Camila Barbosa, realizada en la Cárcel de Montevideo, a los
veinticinco días del mes de abril del año mil ochocientos once.
He jurado a Dios y
prometido al Rey decir verdad. Y es lo que voy a hacer. Seguramente Señor
Fiscal, a V.E. y al Tribunal les inquieta deducir el motivo por el que una dama
decente, de estirpe y buen apellido, reservada a los mayores provechos, ha
desistido de un destino venturoso, para convertirse en una abominada revoltosa.
Desde que fui recluida en las celdas de Montevideo, vengo siendo hostigada con
el argumento de que en el caso que viviera, sería una vergüenza para mi extinto
padre. Sin embargo, aunque no les agrade, debo decir, que justamente fueron sus
convicciones las que me impulsaron a encaminarme hacia la revolución. Yo sé que
V.S. protestarán que fue un reputado súbdito español, fiel a la causa imperial
y firme defensor de la alianza del trono con el altar, que guerreó contra los
indios, los ingleses y los portugueses y que murió defendiendo a la Corona. Y
es verdad. Pero fueron justamente esas convicciones las que lo arrebataron
desde mi más tierna infancia de mi lado, para convertirlo en un hombre sumiso
ante la autoridad, subordinado de los más fuertes, rígido e intolerante, que
impuso reglas en el seno familiar que nos malogró a todos. Desde muy niña lo
escuché en las tertulias de Montevideo, imponer el jactancioso alegato de que
en estos pagos, a diferencia de otros lugares, no hay negros, ni mulatos, ni
zambos, ni otra casta de sangre infecta, capaz de enlazarse con los nobles y
perjudicar la hidalguía de la Nación. Por mi inocencia no entendía, recién lo
entendí con los años, que la primera víctima de aquel discurso irritado, era
justamente él mismo. Sin saberlo y educado en el más completo sometimiento,
nunca pudo cuestionarse lo que le llegaba ensalzado por el poder colonial y eso
lo convirtió en un hombre agresivo, irritable y autoritario. No crean V.S. que
no lo amé, como corresponde a toda hija bien nacida y temerosa de Dios. Todo lo
contrario. Pero el contacto con otras gentes me fue otorgando otra visión.
Siendo aún niña, alegre y libre de angustias, me afinqué con mis padres y otros
parientes en Capilla Nueva de Mercedes. Fui feliz junto a ellos. Cada domingo
concurría a misa con mi inseparable esclava Ña Tomasa, que para mí fue una
verdadera bendición. Junto a ella aprendí a venerar a la Virgen de Mercedes,
tan adorada por esa población. ¿Por qué me sonrío? No crea que es por falta de
respeto a este Tribunal. Es que vienen a mi mente las imágenes de la bien
construida Capilla, con su desdibujado escudo, su dorado altar de madera y
el tosco Cristo que la decora. Fue lo mejor de mi infancia. Nunca olvidaré
al quebrado recorrido del Río Negro, a sus riberas, a la treintena de islas
frente a Mercedes, los conciertos de pájaros y los frágiles ciclos vitales de
animales y plantas. Algunas veces, más bien pocas, Padre permitió que lo
acompañara hasta la costa, y que rescatara entre las blanquísimas arenas, los
restos de cerámica y de instrumentos de piedra que abandonan los indios. Muy
contadas veces se permitió a sí mismo abrir su coraza de creencias y mostrar su
sensibilidad, esos días quedaron en mi vida, porque lo quise más. Cuando faltó
Madre endureció su carácter, se concentró en su poder y se abroqueló más en su
encierro. Comencé a temerle cuando noté que descargaba en los esclavos su
infelicidad. A veces, V.S., durante la noche, venía hasta mi cama, clavaba sus
ojos en los míos y azotaba sus piernas con su rebenque. Entonces, yo me
envolvía con las frazadas porque no lo podía soportar. No crean V.S. que lo que
les estoy contando nada tiene que ver con mis definiciones. Todo lo contrario.
En la Iglesia conocí a otros devotos de los que me hice inseparable. Eran de
diferente cuna, pero amaban al mismo Dios que amaba yo. Junto a los párrocos me
ayudaron a entender la enfermiza doctrina realista que respiraba en mi hogar.
En la medida que iba creciendo, cada vez más tomaba conciencia que los hechos
les daban la razón.
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