por Mar Rayó
González
Breve comparativa
entre los diarios personales de Alejandra Pizarnik y Sylvia Plath, en la que se
establece una relación entre las principales obsesiones y demonios internos de
ambas poetas.
A pesar de ser dos mujeres muy diferentes, Alejandra Pizarnik y
Sylvia Plath compartieron un mismo final. Ambas acabaron demasiado
pronto con sus vidas y pasaron a engrosar el conocido como club de las
poetas suicidas —entre las que se encuentran también escritoras
como Anne Sexton, Alfonsina Storni, Virginia Woolf o Marina
Tsvietáieva—. Eran, las dos, mujeres de gran inteligencia, y tuvieron la
desgracia de nacer en una época en que esa característica de su personalidad,
sumada al deseo de desarrollar y consolidar una carrera como escritoras, distaba
mucho de lo que la sociedad esperaba y pretendía de ellas.
Pizarnik y Plath escribieron, casi diariamente y a lo largo de toda su
vida, un diario. En él relataron lo que con seguridad no se atrevieron a
compartir con nadie más. El diario era su principal confesor y el refugio en el
que podían ordenarse internamente. Fue también el principal campo de pruebas de
su obra literaria y entre sus páginas plasmaron relatos, argumentos,
personajes, versos y poemas en su estado más embrionario. Textos que después
trabajarían y corregirían hasta dotarlos de su estructura final. Es por ese
motivo que en ambos documentos biográficos es posible encontrar incluso más
verdad poética que en las obras literarias que publicaron posteriormente.
Ambas poetas mantuvieron con su cuaderno íntimo una clara relación de
amor/odio. Arañaban el papel con sus angustias y obsesiones y, aunque en más de
una ocasión sospecharon que esto no les hacía bien —al releer sus propias
sombras tomaban consciencia de su neurosis, sintiéndose prisioneras de sí
mismas—, ninguna de ellas quiso (o pudo) renunciar a él. El viaje a la
intimidad de su psicología se revela de tal profundidad que la lectura atenta
de estas dos historias de vida (a las que tenemos acceso gracias a las
editoriales Lumen, en el caso de Pizarnik, y Alba, en el caso de Plath) puede
llegar a resultar angustiosa: por la densidad de lo que exponen, por la
complejidad de sus personalidades, porque sabemos del triste final al que las
conducirán sus palabras. El lugar, en definitiva, al que las llevaran los
demonios de su escritura. Demonios, en algunos casos, compartidos y de los que
queremos dejar constancia aquí.
Así, en la lectura de sus cuadernos íntimos observamos que una de las
principales obsesiones de ambas poetas es la lectura o, más
bien, el estudio de la literatura. Sylvia Plath y Alejandra Pizarnik saben que
no podrán escribir al mismo nivel que los autores y las autoras que admiran si
no analizan a fondo sus obras. Por eso se sumergen en infinidad de obras y leen
a Herny James, a Virginia Woolf, a James Joyce, a Marianne Moore, a Kafka, a
Katherine Mansfield, a D.H. Lawrence, a Arthur Miller, a Vladimir Nabokov, a
Cervantes, a Bertolt Brech, a Adrienne Rich, a Dylan Thomas, a Shakespeare… en
el intento de descifrar qué hizo que la obra de estos les llevara a permanecer
en el tiempo y a ser considerados escritores y escritoras en mayúsculas.
Trazan planes de lectura y se animan (más bien se obligan) a leer. Se
dirigen recordatorios constantes de que su deber es leer más y mejor, con
especial atención a los detalles, a la esencia de las obras, y a su estilo. No
se perdonan la incapacidad de llevar un ritmo de lectura que a nosotras,
seguramente, nos parecería difícil de seguir. Saltan de un libro a otro con
hambre voraz y se regañan a sí mismas por la imposibilidad de leer un solo
libro cada vez y de un solo tirón. Plath y Pizarnik son lectoras infieles que
pasan de un autor a otro, incapaces de centrarse en un único título: el hambre
por conocer, por aprehender toda la literatura, las hace desordenadas en sus
lecturas. Como si tuvieran que apagar varios apetitos a la vez.
Pizarnik se obliga a anotar las impresiones literarias que le vayan
surgiendo durante la lectura: «aun las más obvias, aun aquellas que me
avergüencen. Es la única manera de aprender y tomar conciencia de lo que leo y
de mí misma». Por su parte, Plath se identifica y resuena a través de
diferentes autores. De Virginia Woolf, por ejemplo, afirmará que gracias a sus
novelas son posibles sus relatos. En los diarios de ambas poetas se ve como la
lectura, que debería ser una actividad de ocio, se convierte en una obsesión,
en una herramienta cuya finalidad es el aprendizaje de la receta mágica de
la escritura; en un método para apropiarse de parte de ese genio y traspasarlo
a poemas y relatos propios, para dotarlos de la misma fuerza, de la misma
calidad literaria.
Sylvia Plath y Alejandra Pizarnik fueron, sobre todo, poetas. Pero uno
de los demonios personales más presente en sus diarios —y, por tanto, en sus
vidas— gira en torno al deseo de escribir la novela. En este
sentido, Plath consigue hacer realidad su obsesión escribiendo La
campana de cristal, pero Pizarnik no llega a lograrlo: «en el fondo quiero
escribir la novela. No la escribo porque antes quiero leer mucho. ¿Qué he leído
ayer? Dos poemas de Neruda y una fábula de La Fontaine. A este paso la
escribiré a los ochenta años.»
De este modo, escribir la novela es uno de los
objetivos que más angustia y frustración les provocará. Ambas se reprochan a sí
mismas su incapacidad de ponerse manos a la obra. Pizarnik se acusa de no ser
capaz de dar continuidad a sus escritos: «Lo esencial en mi caso, es un tema
que me inspire una continuidad. ¿Vendrá solo? ¿He de buscarlo? ¿Cómo lo crearé?
Me paraliza. Algo me paraliza». Plath, por su parte —antes de terminar La
campana de cristal, y a pesar de tener más experiencia en la prosa
gracias a los relatos que habrá escrito y publicado durante su adolescencia y
juventud—, tendrá también dificultades, sobre todo una vez casada, para verter
su voz sobre el papel y tejer un argumento sólido: «La Novela —escribe en
mayúscula— se ha convertido en una idea tan grande que me da pánico.»
Las dos sienten en su interior una novela que pugna por salir a la luz y
cuya publicación las introducirá, por fin, en los principales círculos
literarios; que les abrirá las puertas, si no a cierta fama literaria, sí a la
consideración por parte de los colegas de profesión. Sin que ninguna de ellas
lo manifieste explícitamente, se intuye el miedo a que el hecho de dedicarse a
artes narrativas consideradas, demasiado a menudo y de manera injusta, como
menores (la poesía, el relato, el teatro), pueda impedir que las consideren con
gravedad. Por el contrario y al mismo tiempo, los sacrificios que implica la
escritura de un texto de mayor extensión que la poesía o el relato breve, las
preocupa sobremanera y, a la vez, las bloquea para iniciar la tarea. Escribe
Pizarnik: «Excitación enorme en cuanto imagino el ritmo de la novela que
quisiera escribir. Que quisiera escribir en un día. Y no obstante, tiene que
ser escrita hoja por hoja, palabra por palabra.», mientras Plath anota:
«resulta tan irónico pensar en escribir una novela de un modo noble y escribir
esta novela, sacrificar amigos, placeres, para terminar escribiendo una novela
malísima.». Resulta curioso observar cómo la argentina y la norteamericana
creen que si pudieran escribir prosa conseguirían poner más orden en su vida.
Alejandra y Sylvia son dos mujeres atormentadas y sufren un
agudo desequilibrio psicológico. La tristeza es el estado emocional natural
en Pizarnik, que vive con un miedo y una angustia permanentes, bajo un estado
depresivo que la lleva a la consciencia de que su muerte está próxima. De ahí,
por tanto, que este sea uno de los grandes temas recurrentes en su literatura.
Es tan grande el deseo de que el fin le llegue cuanto antes, que con este
propósito planifica su suicidio más de una vez. Establece fechas, las aplaza,
se regaña a sí misma cuando no cumple los plazos establecidos: «El horizonte es
siempre mi suicidio. Cada año prolongo la fecha. Hoy la prolongué muchísimo: me
mataré cuanto tenga treinta años.»
Por su parte Plath, recordemos, intentará también el suicidio, pero su
estructura psicológica responde a características diferentes. Su humor pasa de
un extremo a otro de forma exagerada: «Es como si mi vida la dirigieran
mágicamente dos corrientes eléctricas: la positiva, alegre, y la negativa,
desesperada; y la que se activa en determinado momento domina toda mi vida, la
invade.» De ahí que no sean pocos los estudiosos que hablen de la posibilidad
de que Sylvia padeciera de trastorno bipolar o de un caso agudo de SPM o
síndrome premenstrual (que en los casos más extremos puede generar graves
alteraciones en el estado de ánimo).
Sea como sea, ambas poetas son conscientes de que algo va mal en su
interior; como si dentro de ellas viviera un demonio que las imposibilitara
para llevar una existencia tranquila. Se sospechan locas y, si no lo son, les
aterra la posibilidad de caer en las zarpas de la locura de manera irresoluble.
Pizarnik se pregunta una y otra vez sobre el origen de la tristeza que la
consume. Plath convive a diario con un sentimiento de culpa excesivo. Demasiado
a menudo se sienten profundamente fatigadas y padecen de insomnio. La angustia
las paraliza en muchos aspectos de su vida, incluyendo la escritura.
Por eso mismo, Alejandra y Sylvia recurren a ayuda psicológica en
diversos momentos de sus vidas y con diferentes profesionales. Estos les harán
de espejo y las situarán frente a sus miedos más profundos. Pizarnik quiere
huir de la terapia, después de años de psicoanálisis, por la consciencia de que
esta la ha dotado de una lucidez que en realidad no la ayuda, sino que la hunde
aún más. Plath, por su parte, anotará en su diario algunas de sus sesiones de
terapia con el fin de ordenar su neurosis, de afrontar sus obsesiones, sus
celos, su rabia. Las dos se exigen serenidad, madurez, equilibrio, mayor
habilidad para afrontar los problemas de la vida diaria, mayor capacidad para
vivir el presente y no quedarse colgadas del pasado, o embobadas en los
proyectos inalcanzables del futuro («Basta de cháchara. Al presente. Observar y
ocuparse del presente», escribirá Plath). Se piden a sí mismas ser capaces de
encontrar las fuerzas suficientes para hacer frente sus demonios internos.
Su condición de mujer también afectará a sus vidas como
escritoras y así se constata en sus diarios. Las obligaciones y los obstáculos
asociados al sexo femenino de la época que les tocó vivir, ocupan parte de su
discurso interno. Pizarnik desea ser un hombre porque «la ropa femenina me
molesta. ¡Tan ceñida e incómoda! No hay libertad para moverse, para correr,
para nada. (…) Si yo camino lentamente, mirando las esculturas de las viejas
casas (…) siento que atento contra algo. Me siguen, me hablan o me miran con
asombro o reproche. Sí. La mujer tiene que caminar apurada indicando que su
caminar tiene un fin. De lo contrario es una prostituta (…) o una loca o una
extravagante.». La argentina encuentra absurda la vida de casi todas las
mujeres de su edad (amar o esperar el amor y que este cristalice en un hogar,
en unos hijos) aunque, al mismo tiempo, se siente culpable «de andar con mi
ropa vieja, toda yo desarreglada, despeinada, triste, asexuada, cargada de
libros, con mi expresión tensa, dolorida, neurótica, obscura, y mi ropa
ambigua, mis zapatos polvorientos, en medio de mujeres como flores, como luces,
como ángeles.» Sabe de la exigencia que le impone la sociedad en la que vive:
«Está dicho: una mujer tiene que ser hermosa. Y no hay excepciones válidas:
aunque escriba como Tolstoi, Joyce y Homero juntos.»
Como mujer educada en el marco del sueño americano de mediados del siglo
XX, Plath no sólo quiere ser escritora, sino que también debe ser la perfecta
ama de casa, ocuparse de su marido y del hogar; ser una buena anfitriona,
mostrar una buena apariencia. Se debate continuamente entre estas obligaciones
y sus anhelos creativos. Por eso mismo, en su diario manifiesta a menudo el
miedo a quedarse recluida en el espacio doméstico, a quedar presa de ambiciones
puramente hogareñas que la hagan perder sus capacidades intelectuales, con
tanto esfuerzo y sacrificio adquiridas y desarrolladas: «Estoy de mal humor
porque son las diez y media y tendré que lavar la ropa esta tarde mientras me
debato entre las llamadas de al menos cinco cuentos que me reclaman.» Además,
el deseo de encajar en el modelo de mujer de su tiempo hace que viva la
maternidad de forma contradictoria. En los inicios de su matrimonio con el
poeta Ted Hughes, manifiesta un miedo atroz a quedarse embarazada antes de
haber podido establecerse como escritora: «Nunca, si dejamos aparte el fatal
verano y otoño de 1953, había pasado dos semanas tan funestas y lúgubres. (…)
el pánico, que cada día se iba agudizando, de estar embarazada (…) plas plas
oía con pavor el ruido amenazador de todas las puertas golpeando al cerrarse y
anunciando, ahora me doy cuenta, mi final y probablemente el de Ted, el final
de nuestra vida de escritores y de la posibilidad de que nuestra unión fuera
inexpugnable.» Es tal el miedo, que incluso siente odio hacia el posible
intruso: «que llegara una criatura (…) me parecía la peor de las desgracias,
solo superable por las mutilaciones físicas, las enfermedades, la muerte y el
desamor.» El miedo a tener hijos antes «de haberlo conseguido», se convertirá
después, y de forma igualmente obsesiva, en el miedo a no poderlos tener.
Otro de los aspectos en los que advertimos similitudes en los diarios de
ambas poetas será en cómo experimentan el amor. Ambas lo hacen de
forma irreal, inmadura e insana: una por exceso, la otra por defecto. Plath
siente muy pronto, como la mayoría de mujeres de su país y época, que para que
su vida sea completa debe casarse. Así, encontrar marido es uno de los
principales objetivos de su adolescencia y juventud. Tras algunas experiencias,
finalmente conoce al que será su esposo: un poeta inglés al que define a menudo
en términos casi divinos, que idolatra casi con obsesión. La relación entre
Plath y Hughes ha sido ampliamente estudiada y debatida por expertos y
seguidores de ambos poetas, y son muchas las voces que hacen a este último, a
su personalidad y a sus infidelidades maritales, las responsables directas del
suicidio de la poeta.
Con todo, realizar esta afirmación hoy en día implica tener una visión
sesgada y tendenciosa de la relación entre ambos poetas, e interpretar de forma
poco elaborada las relaciones de pareja en general. En el diario se muestra la
dependencia casi enfermiza de Plath hacia Hughes quien, en palabras de la
escritora, es su más fiel confesor: alguien que la ayuda a superar sus crisis
con paciencia y serenidad, que la anima a ser cada día mejor en sus textos y la
exhorta a ser mejor persona. Si bien en su cuaderno íntimo recoge algunas
críticas negativas hacia el poeta inglés y se mencionan los desencuentros de la
pareja así como las sospechas de sus infidelidades, Sylvia se convence de que
«lo único que me sostiene (…) es el amor infinito y profundo y la comprensión
única y casi ilimitada de Ted.» Aún queriendo ser una mujer autónoma y válida
por sí misma, llama la atención el hecho de que ella vive, quizás demasiado a
menudo, a través de su relación con Ted; a través de los éxitos y los fracasos
de él, de la comparación con él. Asegura que su ser está entrelazado de un modo
tan completo con el de Hughes «que si algo le ocurriera a él ni siquiera sé
cómo conseguiría seguir viviendo. Creo que me volvería loca o me mataría.» Y,
de hecho, así fue.
En el caso de Pizarnik, la vivencia del amor es igualmente conflictiva,
pero en un sentido del todo opuesto. Pizarnik anhela el amor. De hecho, lo que
anhela en realidad es tener la necesidad de ser una mujer con las mismas
aspiraciones que la gran mayoría de mujeres de su entorno y edad: arraigar en
un hogar, casarse, tener hijos, una vida convencional y no sentirse llamada por
la literatura y la creación: «Si yo despertara, haría, posiblemente, lo que
hubiera hecho de no haberme vendido al demonio de mis ensueños: casarme con un
comerciante judío, vivir en algún suburbio depresivo y trivial, tener un buen
receptor de televisión y uno o dos hijos. Soñaría con un automóvil y me
preocuparía por el funcionamiento digestivo de mis hijos. Mis diversiones
serían el cine (americano y argentino) y los casamientos. Por lo menos es algo.
Es mucho más real que mi vida.» Pero Alejandra pronto se da cuenta de que una
vida así la aleja, la imposibilita para dedicarse a lo que realmente la llena:
«Me congratulo de mi renuncia matrimonial. (…) ¡Hay tanto que leer y
escribir!».
A pesar de esta certeza, sufre recaídas, enamoramientos y fascinaciones
por varias personas a lo largo de su vida, pérdidas amorosas que la reconducen
dolorosamente por la senda que ella misma se ha marcado: «Saber de nuevo
que es preciso aprender a vivir sin amor. Cada vez que me lo hacen saber me
asombro. Y es lo primero que supiste. (…) Pero cómo hacen los demás para vivir
sin esta exigencia de un amor absoluto». Pizarnik se siente sola en una soledad
que, por contra, ella misma ha cultivado durante años. Se enamora igualmente de
hombres y mujeres, vive el sexo como algo que le es tan necesario como la
escritura, se masturba en el intento de que ni siquiera su sexualidad tenga que
depender de los demás.
Otro de los demonios presentes en los diarios de ambas poetas es la
relación ambivalente que tienen con la figura de la madre. Pizarnik
rememora obsesivamente una infancia que describe como terrible: «sufría y sabía
que sufría. Debo repetir por milésima vez que mis padres se esmeraron en arruinarme.
Y lo lograron. Por ignorancia, por estupidez y por falta de afecto.». En el
entorno familiar, la relación más patológica la tiene con su madre: «Mi madre,
celosa de mi soledad poblada (al menos en apariencia), agota todos los medios
para molestarme y ofenderme. En verdad, vivir con ella es una maldición.» La
siente como una carga: «un peso gravísimo, terrible, temible, que me hará
perder la vida del modo más cruel. Ella sabe, ahora, del fracaso de toda su
vida. (…) Ésta es mi madre, la que hizo de mi infancia un laberinto de
tristezas sin nombre. Y ella y yo estamos tan vencidas que desapareció la
culpable así como la víctima. La quiero mucho, pero sobrellevar su vida (en mis
hombros que tanto me duelen) implica inmolarme.». Un sacrificio que, finalmente
y a pesar de todo, asume con resignación y por amor: «Y claro que me inmolo.
Por supuesto que me doy en holocausto.»
En su diario, también Plath describe la relación con su madre: «Dudo
mucho que el tiempo logre que la quiera. Solo puedo compadecerla: ha tenido una
vida horrible, ni siquiera se da cuenta de que es la encarnación del vampiro.
Pero eso es solo lástima, no amor». La odia por haberse casado con un hombre
mayor que ella y haberle dado un padre que morirá cuando Plath es todavía una
niña. Un padre, por tanto, que la abandonará y la hará desconfiar de los
hombres; que obligará a su madre a sacrificarse por sus hijos, a criarlos sola,
trabajando incansable, exigiéndose un intenso ritmo vital que traspasará
igualmente a sus hijos. Plath detesta a su madre porque percibe «su aprensión,
su angustia, sus celos, su odio. No siento su amor, solo la idea del amor, y me
doy cuenta de que ella cree que me quiere como debería.» La poeta
norteamericana huye de la vida que la madre querría para su hija: «He hecho
prácticamente todo lo que ella me dijo que no podía hacer si quería ser feliz,
y aquí estoy, casi feliz.» De hecho, en las épocas en que Sylvia vive fuera de
los Estados Unidos, con frecuencia envía cartas a su madre en las que se
detecta la necesidad de la escritora de demostrarle continuamente que es feliz
con la vida que ha elegido, aunque a momentos no sea realmente así. Que las
renuncias que ha hecho, aunque a su madre le puedan parecer una locura, han
valido la pena. Plath desea «arrancar mi vida de sus manos ansiosas. Mi vida,
mi obra, mi marido, mi hijo nonato —porque, escribe— Ella lo mata todo.»
Por último, cabría señalar que quizás el peor demonio con el que
conviven ambas poetas es el de un perfeccionismo y una
autoexigencia extremos, motor de su vida y obra y, al mismo tiempo, el peor de
sus enemigos. Alejandra Pizarnik y Sylvia Plath no sólo tienen que escribir (y
deben hacerlo de forma extraordinaria), sino que además deben leer y estudiar
literatura, aprender idiomas, hacer reseñas y críticas literarias, relacionarse
mejor con las personas, ser mejor esposa/hija/amiga, saber cocinar, tener
aseada la casa/el estudio, ser buena anfitriona, mejorar constantemente su voz
poética… El nivel de exigencia que se imponen va claramente en contra de su
escritura y del resto de sus tareas diarias. La aspiración es tan alta que es
imposible llegar al objetivo marcado: «Nada podré hacer —dice Pizarnik— si no
me impongo un método de trabajo. Y en primer lugar, un método de aprendizaje
literario. (…) Y la novela se convierte en utopía. Cómo estudiar, y trabajar, y
leer, y escribir.» Plath se recuerda sus obligaciones dia sí, y día también:
«Todos los días (…) al menos dos o tres páginas enteras donde describir
episodios que han quedado en el recuerdo con personajes, conversaciones y
descripciones. Deja a un lado el argumento. Hacer un diario de recuerdos
vitales. Capítulos cortos. Para cuando vuelva a Estados Unidos debería tener
trescientas páginas. Durante el verano, revisarlas. Luego enviarlo». Más tarde
añade: «En el dique seco, atascada, detenida. Una especie de parálisis mental
me ha dejado congelada. Tal vez la perspectiva de tener que escribir tres
trabajos en una semana y de tener que leer y releer un montón de literatura
inglesa me ha dejado completamente anonadada e idiotizada.»
Es tanto lo que tienen que hacer y aprender, tan duros los programas de
trabajo que se imponen, tan poco realistas los objetivos que se plantean, que
quedan completamente paralizadas incluso antes de empezar. Ese escenario de
parálisis las lleva a una autocrítica despiadada y, de nuevo, al planteamiento
de nuevas exigencias que, al ser tan elevadas, las conducen otra vez al
estancamiento. Se trata de un bucle psicológico realmente complejo, en el que
el discurso interno es tan negativo que hasta las lleva a la duda continua
sobre su vocación, a la crítica más dura sobre su trabajo y al desprecio de sus
capacidades poéticas: «Me atormenta el interrogante de mi vital
necesidad de escribir. ¿Qué he de crear? ¿Qué? Es una pregunta que
gira y gira», se dice Pizarnik y, consciente de su propio enredo, añade: «…no
HAGO nada pensando en lo ocupada que voy a estar mañana y pasado y los demás
días.» Como la argentina, Plath también se da cuenta de su propia trampa, en la
que cae una y otra vez: «Ahora vuelvo a tener la sensación de que jamás seré
capaz de escribir una historia interesante ni un buen poema, mucho menos uno
malo. Todo está detenido. (…) Me he metido sola en un atolladero mental y soy
incapaz de salir. ¡Cómo me encanta ir a parar siempre al mismo sitio!». Sabe
que su perfeccionismo no la ayuda en absoluto: «Yo tengo este demonio que
querría que saliera huyendo si tengo que asumir mis defectos, mi debilidad.
Quiere que piense que soy tan especial que tengo que ser perfecta. Y, si no, no
soy nadie. Pero yo soy alguien.»
A pesar de todo lo expuesto, de las luchas y las dificultades y de la maravillosa complejidad de sus psicologías, Alejandra Pizarnik y Sylvia Plath fueron capaces de dejar un legado poético de calidad innegable que aún hoy nos conmueve e interesa. La reflexión que nos queda abordar ahora es la de si sus demonios personales impidieron que su poesía llegara más lejos o si fue gracias a estos, precisamente, por los que ambas poetas fueron capaces de crear su obra.
Es gestora cultural en la Universitat de les Illes Balears, coordina el
premio de narrativa infantil y juvenil Guillem Cifre de Colonya y es coeditora
de Fahrenheit450. Sus poemas aparecen en revistas digitales como Philos,
Digo.Palabra.Txt, Otro Páramo y Cantera, y acompañan las creaciones de la
diseñadora Angie Vallori para Gubbons y las fotografías de Mostrador
(PalmaPhoto 2015). En 2014 expuso su poesía blackout en la galería de arte Fran
Reus (Palma). Participa en recitales y presentaciones de libros, y ha
colaborado en la revisión de los textos introductorios de Llum i Negre.
Cançons d'amor i odi de Leonard Cohen. Promotora del festival internacional
del cuento Contesporles y de los clubes de lectura en las Islas Baleares, desde
2003 ha dinamizado infinidad de tertulias literarias mensuales en librerías y
bibliotecas. Ha publicado un libro de poemas y otro de historias de vida, y ha
escrito artículos para La Tribu, El Mirall, Anuari de l’Educació de les Illes Balears,
Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil-CLIJ y Faristol (Consell Català del
Llibre Infantil i Juvenil) así como para el Centre Unesco de Catalunya y Cruz
Roja. Ha compartido su experiencia en seminarios, mesas redondas, jornadas y
programas radiofónicos, y ha impartido docencia en las universidades de las
Islas Baleares y Vic. En redes: @marrayogonzalez.
(OCULTALIT / 28-2-2018)
1 comentario:
Me re encantó
Raissa
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