El capitán Hart se detuvo en la puerta del cohete.
-¿Por qué no vienen? -preguntó.
-¿Quién sabe? -dijo el teniente Martin-. ¿Acaso lo sé, capitán?
El capitán encendió un cigarro y arrojó la cerilla hacia el prado
brillante. El pasto comenzó a arder.
Martin se adelantó para pisar el fuego.
-No -ordenó el capitán Hart-, déjelo. Quizá así vengan a ver qué pasa.
Esos tontos ignorantes…
Martin se encogió de hombros y apartó el pie del fuego. El capitán Hart
miró su reloj.
-Llegamos hace ya una hora. ¿Ha visto usted algún comité de recepción
que viniese a estrecharnos las manos, con una banda de música? Naturalmente que
no. Recorremos varios millones de kilómetros a través del espacio y los señores
ciudadanos de una ciudad cualquiera, de un planeta totalmente desconocido, se
encogen de hombros. -El capitán lanzó un gruñido, y golpeó el reloj con la
punta de los dedos-. Bueno, les daré otros cinco minutos, y entonces…
-¿Entonces, qué? -preguntó Martin muy cortésmente mientras observaba cómo
le temblaban los carrillos al capitán.
-Volaremos sobre esta condenada ciudad y les pondremos los pelos de
punta. -El capitán habló con más calma-: ¿Será posible que no nos hayan visto?
-Nos han visto. Alzaron las cabezas cuando pasamos sobre ellos.
-¿Entonces por qué no vienen corriendo por el campo? ¿Están
escondiéndose? ¿Tienen miedo?
Martin sacudió la cabeza.
-No. Tome mis anteojos, capitán. Mire usted mismo. La gente anda por las
calles. No están asustados. No les importa… nada más.
El capitán Hart se llevó los lentes a los ojos fatigados. Martin alzó la
vista y se entretuvo observando las líneas y los hoyos de irritación, cansancio
y nerviosidad, que cubrían el rostro de su jefe. Hart parecía tener un millón
de años. Nunca dormía, comía muy poco, jamás dejaba de moverse. Ahora se le
movían los labios, pálidos, viejos y afilados.
-Realmente, Martin, no sé por qué nos tomamos tantas molestias.
Construimos cohetes, afrontamos, buscando a estos hombres, la difícil travesía
del espacio, y así nos pagan. Con indiferencia. Mire a esos idiotas yendo de un
lado a otro. ¿No comprenden qué importante es esto? El primer cohete
interplanetario que llega a estas tierras de provincia. ¿Cuántas veces pasa?
¿Están hartos acaso?
Martin no lo sabía.
El capitán le devolvió cansadamente los binoculares.
-¿Por qué hacemos esto, Martin? Me refiero a estos viajes por el
espacio. Siempre adelante. Siempre buscando. Los nervios siempre en tensión.
Nunca un instante de reposo.
-Quizá buscamos un poco de paz y tranquilidad. Indudablemente no hay
nada parecido en la Tierra.
-No, no hay, ¿no es cierto? -El capitán estaba pensativo. Se le había
pasado el enojo-. No desde Darwin, ¿eh? No desde que tiramos todo aquello por
la borda, todo aquello en que creíamos, ¿eh? El poder divino y todo lo demás.
¿Y cree usted que por eso viajamos a las estrellas, Martin? En busca de
nuestras almas perdidas, ¿no es así? ¿Tratando de alejarnos del malvado planeta
y de descubrir otro un poco mejor?
-Quizá, capitán. Es indudable que algo buscamos.
El capitán carraspeó y habló con dureza.
-Bueno. Ahora vamos a buscar al alcalde de la ciudad. Corra, dígale
quiénes somos; la primera expedición al planeta cuarenta y tres, del sistema
estelar tercero. El capitán Hart les envía sus saludos y desea hablar con el
alcalde. Vamos. ¡A la carrera!
-Sí, señor.
Martin atravesó lentamente el prado.
-¡Rápido! -gritó el capitán.
-Sí, señor.
Martin se alejó al trote. Luego volvió a su paso de antes, sonriendo.
El capitán se había fumado dos cigarros esperando a Martin.
Martin se detuvo y alzó los ojos hacia la portezuela del cohete,
balanceándose. Parecía como si no pudiese ver ni pensar.
-¿Bueno? -estalló Hart-. ¿Qué pasa? ¿No vienen a darnos la bienvenida?
Martin se apoyó aturdidamente en el cohete.
-No.
-¿Por qué no?
-No tiene importancia -dijo Martin-. Deme un cigarrillo, ¿quiere,
capitán?
Martin tomó a tientas el paquete. Había vuelto la cabeza hacia la ciudad
dorada, y la miraba, parpadeando. Encendió un cigarrillo y fumó en silencio.
-¿Diga algo! -gritó el capitán-. ¿No les interesa el cohete?
-¿Qué? -preguntó Martin-. Oh, el cohete. -Examinó el cigarrillo-. No, no
les interesa. Parece que llegamos en un momento inoportuno.
-¡Un momento inoportuno!
-Oiga, capitán -dijo Martin pacientemente-. Algo muy importante ha
ocurrido ayer en la ciudad. Es tan, pero tan importante que nuestro cohete ha
pasado a un segundo plano. Somos… algo insignificante. Tengo que sentarme.
Martin trastabilló y se dejó caer, respirando con dificultad.
El capitán mordió, furioso, su cigarro.
-¿Qué ha ocurrido?
Martin alzó la cabeza, chupó el cigarrillo que tenía entre los dedos, y
despidió una bocanada de humo.
-Señor, ayer, en esta ciudad, ha aparecido un hombre notable… bueno.
inteligente, compasivo e infinitamente sabio.
El capitán lanzó una irritada mirada a su ayudante.
-¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?
-Es difícil de explicar. Pero han estado esperándolo mucho tiempo… un
millón de años, quizá. Y ayer entró en la ciudad. Por eso, señor, nuestra
llegada no tiene ninguna importancia.
El capitán se sentó bruscamente.
-¿Quién es? No Ashley. No habrá llegado antes que yo a robarme toda mi
gloria, ¿no? -El capitán Hart, pálido y desanimado, tomó a Martin de un brazo.
-No es Ashley, señor.
-¡Entonces es Burton! Ya lo sabía. Nos arruinó la llegada. Ya no se
puede creer en nadie.
-No es Burton tampoco, señor -dijo Martin serenamente.
El capitán no podía creerlo.
-Sólo hay tres cohetes. Nosotros íbamos delante. ¿Quién llegó antes que
nosotros? ¿Cómo se llama?
-No tiene nombre. No lo necesita. Un nombre diferente en cada planeta,
señor.
El capitán miró a su ayudante con ojos fríos y duros.
-Bueno, ¿qué hace ese hombre maravilloso para que nadie tenga interés ni
en mirar nuestro cohete?
-Ante todo -dijo Martin con calma- cura a los enfermos y consuela a los
pobres. Lucha contra la hipocresía y la corrupción, y se sienta entre la gente,
y habla todo el día.
-¿Y eso es tan maravilloso?
-Sí, capitán.
-No entiendo. -El capitán miró de frente a Martin, escrutándole el
rostro y los ojos-. Ha estado bebiendo, ¿eh? -le preguntó con desconfianza-. No
entiendo -añadió, echándose hacia atrás.
Martin miró la ciudad.
-Capitán, si no entiende, no puedo explicárselo.
El capitán siguió la mirada de su ayudante. Sobre la ciudad tranquila y
hermosa reinaba una inmensa paz. Se incorporó, sacándose el cigarro de la boca.
Lanzó una ojeada a Martin, y luego miró las doradas cúpulas de los edificios.
-No querrá decir… no puede querer decir… Ese hombre de que me habla no
puede ser…
Martin asintió con un movimiento de cabeza.
Martin asintió con un movimiento de cabeza.
-Eso mismo, capitán.
El capitán permaneció unos instantes inmóvil y silencioso.
-No lo creo -dijo al fin.
Al mediodía el capitán Hart entraba a grandes pasos en la ciudad,
acompañado por el teniente Martin y un asistente que llevaba un equipo electrónico.
De cuando en cuando se reía sonoramente, se llevaba las manos a la cintura, y
sacudía la cabeza.
El alcalde de la ciudad vino a su encuentro. Martín instaló un trípode,
atornilló una caja, y encendió las baterías.
-¿Es usted el alcalde? -dijo el capitán apuntando al alcalde con el
dedo.
-Sí, señor -dijo el alcalde.
El delicado aparato se alzaba entre el alcalde y el capitán, manejado
por Martin y el asistente. La caja traducía instantáneamente cualquier idioma.
Las palabras crepitaban en el aire suave de la ciudad.
-Acerca de ese acontecimiento de ayer -dijo el capitán-, ¿ocurrió
realmente?
-Sí, señor.
-¿Tienen testigos?
-Los tenemos.
-¿Podemos hablar con ellos?
-Pueden hablar con cualquiera de nosotros -dijo el alcalde-. Todos somos
testigos.
-Alucinación colectiva -le dijo el capitán a Martin. Y luego añadió,
dirigiéndose al alcalde-: Ese hombre… ese extranjero… ¿qué aspecto tiene?
-Es difícil explicarlo -dijo el alcalde sonriendo.
-¿Por qué?
-Habría distintas opiniones.
-Quisiera oí su opinión de todos modos -dijo el capitán-. Registre eso
-le ordenó a Martin por encima del hombro. El teniente apretó un botón.
-Bueno -dijo el alcalde de la ciudad-. Es un hombre muy dulce y
bondadoso. Muy inteligente y de grandes conocimientos…
-Sí, sí, ya sé. -El capitán agitó una mano-. Generalidades. Quiero algo
específico. ¿Qué cara tiene?
-No creo que eso sea importante -replicó el alcalde.
-Es muy importante -dijo el capitán con seriedad-. Quiero una
descripción de ese hombre. Si usted no puede dármela, me la darán otros. -Y
añadió mirando a Martin-: Juraría que es Burton con alguna de sus triquiñuelas.
Martin no miró al capitán. Permanecía hundido en un frío silencio.
El capitán castañeteó los dedos.
-¿Se ha producido algo así como… una cura?
-Muchas curas -dijo el alcalde.
-¿Puedo ver una?
-Puede -contestó el alcalde-. Mi hijo. -Hizo una seña a un niño que se
adelantó hacia ellos. -Tenía un brazo atrofiado. Mírelo ahora.
El capitán emitió una risa tolerante.
-Sí, sí. Pero esto no es ni siquiera una prueba circunstancial, amigo
mío. Yo no he visto el brazo atrofiado. Sólo he visto un brazo sano y entero.
Esto no es una prueba. ¿Cómo puede probarme que ayer este brazo estaba
atrofiado?
-Mi palabra es una prueba suficiente -dijo simplemente el alcalde.
-¡Pero querido señor! -exclamó el capitán-. No esperará usted que me fíe
de rumores. Oh, no.
-Lo siento -dijo el alcalde, mirando al capitán con lo que parecía ser
curiosidad y lástima.
-¿No tiene ningún retrato del chico anterior a hoy? -preguntó el capitán.
-¿No tiene ningún retrato del chico anterior a hoy? -preguntó el capitán.
Pasaron unos instantes y trajeron un gran cuadro al óleo en el que se
veía al niño con un brazo atrofiado.
-¡Mi querido amigo! -El capitán indicó con un ademán que se llevaran el
cuadro-. Cualquiera puede pintar un cuadro. Las pinturas mienten. Quiero una fotografía.
No había fotografías. En ese mundo no se conocía el arte fotográfico.
-Bueno -suspiró el capitán, torciendo la cara-, déjeme hablar con
algunos ciudadanos. Así no vamos a ninguna parte. -Señaló a una mujer-. Usted. -La
mujer titubeó-. Sí, usted, venga -ordenó el capitán-. Cuénteme algo de ese
hombre maravilloso que vieron ayer.
La mujer miró serenamente al capitán.
-Caminó entre nosotros, y era muy hermoso, y muy bueno.
-¿De qué color tenía los ojos?
-El color del sol, el color del mar, el color de una flor, el color de
las montañas, el color de la noche.
-¡Basta! -El capitán alzó los brazos-. ¿Ve usted, Martin? Absolutamente
nada. Algún charlatán vagabundo que les sopla al oído unas naderías dulzonas y…
-Por favor, cállese -dijo Martin.
El capitán dio un paso atrás.
-¿Qué?
-Ya me ha oído -dijo Martín-. Esta gente me gusta. Creo que lo que dicen
es cierto. Usted puede tener su opinión, pero guárdesela, capitán.
-¡No le permito…! -gritó el capitán.
-Ya estoy un poco harto de sus aires de superioridad -replicó Martin-.
Deje tranquilos a estos hombres. Una vez que ven algo decente y bueno, viene
usted a estropearlo todo y a ponerlos en ridículo. Yo también he hablado con
ellos. Caminé por las calles de la ciudad, y vi las caras, y vi algo que usted
no ha visto nunca… un poco de fe. Y con ese poco de fe moverán montañas. Usted,
usted está furioso porque alguien le estropeó su entrada al escenario, alguien
que llegó primero e hizo de usted un hombre insignificante.
-Le doy cinco segundos para que termine -indicó el capitán-. Comprendo.
Ha estado usted sometido a una enorme tensión. Martin. Meses de viaje por el
espacio, nostalgia, soledad. Y ahora se encuentra usted con esto. Comprendo,
Martin. Paso por alto su insubordinación.
-Pues yo no paso por alto su mezquina tiranía -replicó Martin-. Abandono
el cohete. Me quedo aquí.
-¡No puede hacer eso!
-¿No? Trate de impedirlo. Esto era lo que yo buscaba. No lo sabía, pero
ahora lo veo claramente. Váyase a ensuciar otros mundos, a estropearlos con sus
dudas y sus… métodos científicos. Estas gentes han tenido una singular
experiencia, y usted no entiende que es algo real y que hemos tenido la suerte
de llegar a tiempo. En la Tierra se ha hablado de este hombre durante veinte
siglos. Todos hubiéramos querido verlo y oírlo, y no pudimos. Y ahora, hoy, lo
hemos perdido por unas horas.
El capitán Hart miró las mejillas de Martin.
-Está llorando como un nene. Cállese.
-No me importa.
-Bueno, a mí, sí. Tenemos que mantenernos unidos ante estos nativos.
Está usted agotado. Ya se lo he dicho, lo perdono.
-No necesito su perdón.
-No sea idiota. ¿No ve que es una triquiñuela de Burton? Ha engañado a
esta gente, les ha cegado los ojos. Ha disfrazado su interés por las minas y el
petróleo de la región con un barniz religioso. Es usted muy tonto, Martin. Muy
tonto. Ya es tiempo de que conozca a los terrestres. Recurren a cualquier cosa
-blasfemias, mentiras, trampas, robos, asesinatos- para alcanzar sus fines.
Cualquier cosa es buena si da resultado. Un verdadero pragmatista. Eso es
Burton. Usted lo conoce bien. -El capitán se rio forzadamente-. Vamos, Martin.
Esta es otra de esas típicas canalladas de Burton. Comprar a esta gente con
zalamerías, y luego, cuando llegue el momento, arrancarles la piel.
-No -dijo Martin, pensativo.
El capitán extendió una mano.
-Es Burton. Es él. Con sus métodos de siempre, la misma suciedad y los
mismos crímenes. Tengo que admirar a ese viejo dragón. Una llamarada aquí, un
resplandor allá, una palabrita dulce y una caricia, un poco de ungüento y unos
cuantos rayos medicinales… Burton, de cuerpo entero.
-No. -La voz de Martin era muy débil. Se cubrió los ojos-. No. No lo
creo.
-No quiere creerlo -continuó el capitán-. Reconózcalo, vamos. Reconózcalo. Burton no haría otra cosa. No sueñe despierto, Martin. Abra los ojos. Es de día. Este es un mundo real, y nosotros somos gente real, gente sucia… Burton el más sucio de todos.
-No quiere creerlo -continuó el capitán-. Reconózcalo, vamos. Reconózcalo. Burton no haría otra cosa. No sueñe despierto, Martin. Abra los ojos. Es de día. Este es un mundo real, y nosotros somos gente real, gente sucia… Burton el más sucio de todos.
Martin se dio vuelta.
-Bueno, bueno, Martín -le dijo Hart, golpeándole mecánicamente la
espalda-. Comprendo. Un golpe para usted. Comprendo. Una verdadera vergüenza, y
todo lo demás. Este Burton es un canalla. No pierda la cabeza, Martin. Deje el
asunto en mis manos.
Martin se alejó lentamente hacia el cohete.
El capitán lo siguió con la mirada. Suspiró y se volvió hacia la mujer a
quien había estado interrogando.
-Bueno. Cuénteme algo más de este hombre. ¿Qué decía usted, señora?
Los oficiales de la nave cenaron en unas mesitas de juego, en medio del
campo. El capitán recitaba sus informes ante un Martin de ojos enrojecidos,
meditabundo y silencioso.
-He examinado a tres docenas de personas, y todas me repitieron la misma
cantinela -decía el capitán-. Obra de Burton, sin duda. Estoy seguro. Va a
aparecerse mañana o la semana próxima con el propósito de consolidar su fama de
milagrero y quitarnos los contratos. Me parece que le voy a arruinar el
negocio.
Martin alzó unos ojos tristes.
-Lo mataré -dijo.
-Vamos, vamos, Martin. Calma, calma.
-Lo mataré… Lo juro.
-Voy a echarle unas cuantas piedras en el camino. Admitirá usted que es
listo. Inmoral, pero listo.
-Es un canalla.
-Debe prometerme que no recurrir a la violencia, Martin. -El capitán
Hart volvió a revisar sus informes-. Según mis notas se han producido treinta
milagros. Un ciego ha recuperado la vista; un leproso ha curado totalmente. Oh,
Burton sabe hacer las cosas, hay que reconocérselo.
Sonó un gong. Un momento después un hombre se acercaba corriendo.
-Capitán, capitán. Un informe. Viene la nave de Burton. Y también la
nave de Ashley, señor.
-Ha visto. -El capitán Hart descargó su puño sobre la mesa-. Ahí llegan
los chacales. No pueden esperar. Tienen hambre. Verá como me enfrento con
ellos. ¡Les sacaré una buena tajada!
Martin parecía enfermo. Miraba fijamente al capitán.
-Negocios, mi querido muchacho, negocios.
Todos alzaron la vista. Dos cohetes descendían desde lo alto.
Los cohetes casi se hicieron pedazos al tocar el suelo.
-¿Qué les pasa a esos idiotas? -gritó el capitán incorporándose
bruscamente.
Los hombres corrieron a través de los prados hacia los cohetes envueltos
en nubes de vapor. El capitán corrió detrás de ellos. En el cohete de Burton se
abrió la puerta de la cámara de aire.
Un hombre cayó en los brazos de los oficiales.
-¿Qué pasa? -gritó el capitán.
Dejaron al hombre en el suelo. Se inclinaron hacia él. Estaba todo
quemado. Tenía el cuerpo cubierto de heridas y cicatrices. La piel, inflamada
en algunos sitios, humeaba débilmente. El hombre abrió unos ojos hinchados y
movió una lengua espesa entre unos labios en carne viva.
-¿Qué pasó? -le preguntó el capitán, arrodillándose junto a él,
sacudiéndole el brazo.
-Señor, señor -suspiró el hombre agonizante-. Hace cuarenta y ocho
horas, en el sector setenta y nueve DFS, a la salida del planeta Uno de este
mismo sistema, nuestra nave y la nave de Ashley se metieron en una tormenta
cósmica. -De las narices del hombre salió un líquido gris. Un hilo de sangre le
corrió por la barbilla-. Nos barrieron. A toda la tripulación. Burton murió.
Ashley también, hace una hora. Sólo hay tres sobrevivientes.
-¡Escúcheme! -gritó Hart inclinándose sobre el cuerpo sanguinolento-.
¿No han venido antes a este planeta?
Silencio.
-¡Contésteme! -gritó Hart.
-No -dijo el hombre-. Tormenta. Burton murió hace dos días. El primer
aterrizaje después de seis meses.
-¡Está usted seguro? -exclamó Hart, sacudiendo violentamente el cuerpo
del hombre-. ¿Está usted seguro?
-Sí, sí -balbuceo el otro.
– ¿Burton murió hace dos días? ¿Seguro?
-Sí, sí -suspiró el hombre. La cabeza, le cayó hacia adelante. Estaba
muerto.
El capitán se arrodilló al lado del cadáver. Los tripulantes lo rodeaban
con los ojos bajos. Martin esperaba. El capitán pidió que lo ayudaran a
levantarse. Luego, todos, de pie, miraron la ciudad.
-¿Eso significa…? -preguntó Martin.
-Hemos sido los primeros en llegar -murmuró el capitán Hart- y ese
hombre…
-¿Qué pasa con ese hombre, capitán? -preguntó Martin.
-¿Qué pasa con ese hombre, capitán? -preguntó Martin.
En el rostro del capitán los músculos se retorcían insensatamente.
Parecía verdaderamente viejo. Tenía un color gris y una mirada vidriosa. Dio
unos pasos por la hierba seca.
-Acompáñeme, Martin. Acompáñeme. Sosténgame. Hágame el favor. Tengo
miedo de caer. Vamos, rápido. No podemos perder más tiempo…
Avanzaron, tambaleándose, hacia la ciudad, pisando la hierba alta y
seca, golpeados por el viento.
Varias horas después estaban sentados en el auditorio de la alcaldía. Un
millar de personas había entrado, había hablado, y se había ido. El capitán,
ojeroso, los había escuchado a todos. Había tanta luz en los rostros de los que
venían a dar su testimonio que el capitán no podía mirarlos. Y durante todo ese
tiempo sus manos se movían sobre las rodillas, sobre el cinturón, tironeando,
estremeciéndose.
Cuando las entrevistas terminaron, el capitán se volvió hacia el
alcalde, y lo miró con unos ojos muy raros.
-¿Pero usted no sabe dónde ha ido? -le preguntó.
-No nos lo dijo -replicó el alcalde.
-¿A algún mundo cercano? -preguntó el capitán.
-No lo sé.
-Tiene que saberlo.
-¿Lo ve usted? -preguntó el alcalde, señalando la multitud.
El capitán miró.
-No, no lo veo.
-Entonces, probablemente se ha ido.
-¡Probablemente, probablemente! -gritó el capitán, ya sin fuerzas-. He
cometido un terrible error. Quiero ver a ese hombre. No sé cómo me ha ocurrido
esto. Uno de los sucesos más extraordinarios de la historia. Pasarme a mí una
cosa semejante. Las probabilidades son de una sobre varios billones. Llegar a
cierto planeta, entre millones de planetas, al día siguiente de su llegada.
¡Usted tiene que saber dónde está!
-Cada uno lo encuentra a su modo -replicó gentilmente el alcalde.
-Cada uno lo encuentra a su modo -replicó gentilmente el alcalde.
El rostro del capitán se afeó lentamente. Algo de su antigua dureza
volvió poco a poco a dominarlo. Se puso de pie.
-Usted está ocultándolo.
-No -dijo el alcalde.
-¿Y no sabe dónde está?
Los dedos del capitán apretaron el estuche de cuero que llevaba en la
cintura.
-No puedo decirle dónde está, exactamente -dijo el alcalde.
-Le aconsejo que hable. -El capitán extrajo un arma pequeña.
-No sé qué decirle -dijo el alcalde.
-¡Mentiroso!
Una expresión de piedad cubrió el rostro del alcalde mientras miraba a
Hart.
-Está usted muy cansado -le dijo-. Ha hecho usted un largo viaje y
pertenece a un pueblo cansado que ha vivido mucho tiempo sin fe. Y ahora tiene
usted tantos deseos de creer, que tropieza y se confunde. Será más difícil si
mata a alguien. Así no va a encontrarlo.
-¿Dónde ha ido? Él se lo dijo. Usted lo sabe. Vamos, dígamelo. -El
capitán blandió el arma.
El alcalde sacudió la cabeza.
-¡Dígamelo! ¡Dígamelo!
El arma sonó, una, dos veces. El alcalde cayó al suelo, herido en un
brazo.
Martin dio un paso adelante.
-¡Capitán!
El arma apuntó rápidamente a Martin.
-No se meta, Martin.
Desde el piso, sosteniéndose el brazo herido, el alcalde alzó los ojos.
-Deje esa arma. Se hace daño. Nunca ha creído, y ahora supone que cree,
y lastima a la gente.
-No lo necesito -dijo Hart, de pie junto a el-. Si lo he perdido aquí
por un día, iré a otro mundo. Y luego a otro y a otro. Lo perderé por medio día
en el primer planeta, quizá, y por un cuarto de día en el siguiente, y por dos
horas en el otro, y luego por un minuto. Pero al fin lo encontraré. ¿Me oye?
-El capitán gritaba ahora, inclinándose con cansancio sobre el hombre que yacía
en el piso. Se tambaleó, agotado-. Vamos, Martin. -De su brazo colgaba el arma.
-No -dijo Martin-. Me quedo aquí.
-Es usted un tonto. Quédese si quiere. Pero yo seguiré con los demás, y
hasta donde pueda.
El alcalde alzó los ojos hacia Martin.
-Pronto estaré bien. Déjeme. Ya cuidarán de mis heridas.
-Volver, -dijo Martin-. Voy hasta el cohete.
Los hombres atravesaron rápidamente la ciudad. Era evidente que el capitán
luchaba por mostrar toda su vieja fortaleza. Cuando llegó al cohete palmeó la
coraza con una mano temblorosa. Guardó el arma en el estuche. Miró a Martin.
-¿Bueno, Martin?
Martin miró al capitán.
-¿Bueno, capitán?
El capitán clavó los ojos en el cielo.
-Así que no quiere… venir… con… conmigo, ¿eh?
-No, señor.
-Será una gran aventura, por Dios. Creo que lo encontraré.
-Está usted decidido, ¿no es cierto, señor? -preguntó Martin.
El rostro del capitán se estremeció. Se le cerraron los ojos.
-Hay algo que quisiera saber.
-¿Qué?
-Señor, cuando lo encuentre… si lo encuentra -dijo Martin-, ¿qué le va a
pedir?
-Cómo… -El capitán calló y entornó los ojos Abrió y cerró las manos. Se
quedó pensando y luego sonrió extrañamente-. Le pediré un poco de… paz y
tranquilidad. -Tocó el cohete. -Hace mucho, mucho tiempo… que no descanso.
-¿Ha intentado descansar alguna vez, capitán?
-No comprendo -dijo Hart.
-No importa. Adiós, capitán.
-Adiós, señor Martin.
La tripulación se había reunido en el prado. Sólo tres seguirían con
Hart. Los otros siete se quedaban con Martin.
El capitán Hart les echó una ojeada y murmuró su veredicto:
-¡Pobres tontos!
Fue el último en meterse por la escotilla. Hizo un saludo y se rio
secamente. La portezuela se cerró.
El cohete se elevó sobre un pilar de fuego.
Martin lo vio alejarse y desaparecer.
El alcalde, sostenido por algunos hombres, llamó a Martin desde el borde
del prado.
-Se ha ido -dijo Martin, acercándose.
-Sí, pobre hombre, se ha ido -dijo el alcalde-. Y seguirá buscando,
planeta tras planeta, y siempre llegará una hora después, media hora después, o
diez minutos después, o un minuto después. Y un día lo perderá por unos pocos
segundos. Y cuando haya visitado trescientos planetas, y tenga setenta u
ochenta años de edad, lo perderá por una fracción de segundo, y luego por una
fracción todavía más pequeña. Y así seguirá y seguirá, pensando que va a
encontrar lo que ha dejado aquí, en este planeta, en este mismo pueblo…
Martin miró fijamente al alcalde.
El alcalde extendió una mano.
-¿Alguien lo ha dudado acaso? -Se volvió hacia los otros y les hizo una
seña-. Vamos. No hay que hacerlo esperar.
Los hombres entraron en la ciudad.
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