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El cangrejo paguro
montado en un fogoso corcel, corría a rienda suelta en dirección del escollo,
testigo del lanzamiento del garrote por un brazo tatuado, y asilo del primer
día de su descenso a la tierra. Una caravana de peregrinos se había puesto en
marcha para visitar ese sitio, consagrado en adelante por una muerte augusta.
Esperaba alcanzarlos para solicitarles socorro urgente contra la confabulación
que se preparaba y de la que tenía conocimiento. Veréis, algunas líneas más
adelante, con ayuda de mi silencio glacial, que no llegó a tiempo para
contarles lo que le había relatado un trapero escondido tras el andamiaje
cercano de una casa en construcción, el día en que el puente del Carrusel,
todavía empapado por el húmedo rocío nocturno, vio con horror cómo el horizonte
de su pensamiento se expandía confusamente en círculos concéntricos ante la
aparición matinal de la rítmica soba de una bolsa icosaédrica contra su
parapeto calcáreo. Antes de que los incite a la compasión por el recuerdo de
ese episodio, será conveniente que destruyan en sí mismos la semilla de la
esperanza… Para quebrar vuestra pereza, poned en acción los recursos de la
buena voluntad, marchad a mi lado sin perder de vista a ese loco con la cabeza
coronada por un orinal, que empuja hacia adelante, con la mano armada de un
garrote, a aquel que tendría dificultad en reconocer si yo no hubiese tomado la
precaución de advertiros y de recordar a vuestro oído la palabra que se
pronuncia Mervyn. ¡Cómo ha cambiado! Avanza con las manos atadas a la espalda,
como si fuera al cadalso, y, sin embargo, no es culpable de ninguna fechoría.
Acaban de llegar al recinto circular de la plaza Vêndome. Sobre la cornisa de
la sólida columna, apoyado contra la balaustrada cuadrangular, a más de
cincuenta metros de altura sobre el suelo, un hombre lanza y desenrolla una
cuerda, que cae al suelo a algunos pasos de Aghone. Con el hábito se hace
rápidamente cualquier cosa, pero puedo decir que el último no tardó mucho en
atar los pies de Mervyn al extremo de la cuerda. El rinoceronte se había
enterado de lo que estaba por ocurrir. Cubierto de sudor apareció jadeando en
la esquina de la Calle Castiglione. Ni siquiera tuvo la satisfacción de
entablar combate. El individuo que examinaba los contornos desde lo alto de la
columna amartilló su revólver, apuntó con cuidado y apretó el gatillo. El
comodoro que mendigaba por las calles desde el día en que había comenzado lo
que imaginó fuera la locura de su hijo, y la madre a quien apodaban la muchacha de nieve a causa de su
extremada palidez, pusieron sus pechos para proteger al rinoceronte. Inútil
precaución. La bala perforó su piel como un taladro; se hubiese podido creer,
con cierto sentido lógico, que la muerte se produciría fatalmente. Pero
nosotros sabemos que en ese paquidermo se había introducido la sustancia del
Señor. Se retiró afligido. De no haberse probado con toda certeza que no fue
demasiado bondadoso con una de sus criaturas, compadecería al hombre de la
columna. Este, con un movimiento brusco de su muñeca, tiró hacia arriba de la
cuerda así cargada. Colocada fuera de lo normal, sus oscilaciones balancean a
Mervyn, con la cabeza hacia abajo. Se prende vivamente con las manos de una
larga guirnalda de siemprevivas que une dos ángulos consecutivos de la base,
contra la que golpea su frente. Arrastra consigo, por el aire, lo que no era un
punto fijo. Después de haber amontonado a sus pies en forma de elipses
superpuestas, una gran parte de la cuerda, de modo que Mervyn quedara
suspendido a mitad de camino del obelisco de bronce, el forzado evadido, con su
mano derecha hace que el adolescente adquiera un movimiento acelerado de
rotación uniforme, en un plano paralelo al eje de la columna, mientras recoge
con la izquierda los arrollamientos serpentinos de la cuerda, que están a sus
pies. La honda silba en el espacio; el cuerpo de Mervyn la sigue por todas
partes, siempre alejado del centro por la fuerza centrífuga, siempre
conservando su posición móvil y equidistante, en una circunferencia aérea,
independiente de la materia. El salvaje civilizado va soltando poco a poco,
hasta alcanzar el otro extremo que retiene con metacarpo firme, lo que erróneamente
se tomaría por una barra de acero. Se echa a correr alrededor de la balaustrada,
tomándose de la barandilla con una mano. Esta maniobra da por resultado un
cambio en el plano primitivo de revolución de la cuerda y un aumento de su
fuerza de tensión que ya era considerable. En adelante, gira majestuosamente en
un plano horizontal, después de haber pasado sucesivamente, y de modo
insensible, por toda la serie de diversos planos oblicuos. El ángulo recto que
forman la columna y el cordón vegetal, tiene los lados iguales. El brazo del renegado
y el instrumento homicida se confunden en la unidad lineal como los elementos
corpusculares de un rayo de luz que penetra en la cámara oscura.

























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