domingo

LOS CANTOS DE MALDOROR (161) - CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE)


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El cangrejo paguro montado en un fogoso corcel, corría a rienda suelta en dirección del escollo, testigo del lanzamiento del garrote por un brazo tatuado, y asilo del primer día de su descenso a la tierra. Una caravana de peregrinos se había puesto en marcha para visitar ese sitio, consagrado en adelante por una muerte augusta. Esperaba alcanzarlos para solicitarles socorro urgente contra la confabulación que se preparaba y de la que tenía conocimiento. Veréis, algunas líneas más adelante, con ayuda de mi silencio glacial, que no llegó a tiempo para contarles lo que le había relatado un trapero escondido tras el andamiaje cercano de una casa en construcción, el día en que el puente del Carrusel, todavía empapado por el húmedo rocío nocturno, vio con horror cómo el horizonte de su pensamiento se expandía confusamente en círculos concéntricos ante la aparición matinal de la rítmica soba de una bolsa icosaédrica contra su parapeto calcáreo. Antes de que los incite a la compasión por el recuerdo de ese episodio, será conveniente que destruyan en sí mismos la semilla de la esperanza… Para quebrar vuestra pereza, poned en acción los recursos de la buena voluntad, marchad a mi lado sin perder de vista a ese loco con la cabeza coronada por un orinal, que empuja hacia adelante, con la mano armada de un garrote, a aquel que tendría dificultad en reconocer si yo no hubiese tomado la precaución de advertiros y de recordar a vuestro oído la palabra que se pronuncia Mervyn. ¡Cómo ha cambiado! Avanza con las manos atadas a la espalda, como si fuera al cadalso, y, sin embargo, no es culpable de ninguna fechoría. Acaban de llegar al recinto circular de la plaza Vêndome. Sobre la cornisa de la sólida columna, apoyado contra la balaustrada cuadrangular, a más de cincuenta metros de altura sobre el suelo, un hombre lanza y desenrolla una cuerda, que cae al suelo a algunos pasos de Aghone. Con el hábito se hace rápidamente cualquier cosa, pero puedo decir que el último no tardó mucho en atar los pies de Mervyn al extremo de la cuerda. El rinoceronte se había enterado de lo que estaba por ocurrir. Cubierto de sudor apareció jadeando en la esquina de la Calle Castiglione. Ni siquiera tuvo la satisfacción de entablar combate. El individuo que examinaba los contornos desde lo alto de la columna amartilló su revólver, apuntó con cuidado y apretó el gatillo. El comodoro que mendigaba por las calles desde el día en que había comenzado lo que imaginó fuera la locura de su hijo, y la madre a quien apodaban la muchacha de nieve a causa de su extremada palidez, pusieron sus pechos para proteger al rinoceronte. Inútil precaución. La bala perforó su piel como un taladro; se hubiese podido creer, con cierto sentido lógico, que la muerte se produciría fatalmente. Pero nosotros sabemos que en ese paquidermo se había introducido la sustancia del Señor. Se retiró afligido. De no haberse probado con toda certeza que no fue demasiado bondadoso con una de sus criaturas, compadecería al hombre de la columna. Este, con un movimiento brusco de su muñeca, tiró hacia arriba de la cuerda así cargada. Colocada fuera de lo normal, sus oscilaciones balancean a Mervyn, con la cabeza hacia abajo. Se prende vivamente con las manos de una larga guirnalda de siemprevivas que une dos ángulos consecutivos de la base, contra la que golpea su frente. Arrastra consigo, por el aire, lo que no era un punto fijo. Después de haber amontonado a sus pies en forma de elipses superpuestas, una gran parte de la cuerda, de modo que Mervyn quedara suspendido a mitad de camino del obelisco de bronce, el forzado evadido, con su mano derecha hace que el adolescente adquiera un movimiento acelerado de rotación uniforme, en un plano paralelo al eje de la columna, mientras recoge con la izquierda los arrollamientos serpentinos de la cuerda, que están a sus pies. La honda silba en el espacio; el cuerpo de Mervyn la sigue por todas partes, siempre alejado del centro por la fuerza centrífuga, siempre conservando su posición móvil y equidistante, en una circunferencia aérea, independiente de la materia. El salvaje civilizado va soltando poco a poco, hasta alcanzar el otro extremo que retiene con metacarpo firme, lo que erróneamente se tomaría por una barra de acero. Se echa a correr alrededor de la balaustrada, tomándose de la barandilla con una mano. Esta maniobra da por resultado un cambio en el plano primitivo de revolución de la cuerda y un aumento de su fuerza de tensión que ya era considerable. En adelante, gira majestuosamente en un plano horizontal, después de haber pasado sucesivamente, y de modo insensible, por toda la serie de diversos planos oblicuos. El ángulo recto que forman la columna y el cordón vegetal, tiene los lados iguales. El brazo del renegado y el instrumento homicida se confunden en la unidad lineal como los elementos corpusculares de un rayo de luz que penetra en la cámara oscura.

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