PRIMERA
PARTE “LAS
ENSEÑANZAS”
(Una forma yaqui de conocimiento)
IX
(1)
Don Juan me dio a
entender que deseaba que yo me familiarizara lo más posible con la yerba del
diablo. Esta posición era incongruente con su supuesto desagrado hacia la
planta, pero él se explicó diciendo que era indispensable desarrollar un mejor
conocimiento del poder de la yerba del diablo para entender el efecto del
humito.
Sugirió repetidamente que
al menos debía yo probar la yerba del diablo una vez más con una brujería con
las lagartijas. Di vueltas largo tiempo a la idea. La urgencia de don Juan
creció continuamente hasta que me sentí obligado a tomar su demanda en serio. Y
un día resolví adivinar acerca de unos objetos robados.
Lunes,
28 de diciembre, 1964
El sábado 19 de diciembre
corté la raíz de la datura. Esperé a que estuviera bastante oscuro para bailar
alrededor de la planta. Preparé el extracto de raíz durante la noche y el
domingo, a eso de las 6 a.m., me fui al lugar de mi datura. Me senté frente a
la planta. Había anotado cuidadosamente las enseñanzas de don Juan relativas al
procedimiento. Releyendo mis notas, vi que no tenía que moler allí las
semillas. De alguna manera el solo estar frente a la planta me producía un rato
estado de estabilidad emocional, una claridad de pensamiento o un poder de
concentrarme en mis acciones del que ordinariamente carezco.
Seguí minuciosamente
todas las instrucciones, calculando mi tiempo de modo que la pasta y la raíz
estuvieran listas al atardecer. A eso de las cinco, me hallaba ocupado en cazar
un par de lagartijas. Durante hora y media probé cuanto método se me ocurrió,
pero fracasé en cada intento. Sentado frente a la datura trataba de descubrir
un modo expedito de lograr mi propósito cuando de pronto recordé que a las
lagartijas, según don Juan, había que hablarles. Al principio me sentí ridículo
hablando a las lagartijas. Era como avergonzarse de hablar frente a un público.
El sentimiento no tardó en desvanecerse y seguí hablando. Era casi de noche.
Alcé una roca. Debajo había una lagartija. Parecía hallarse entumida. La
recogí. Y entonces vi otra lagartija, rígida debajo de otra roca. Ni siquiera
se retorcieron.
Coser el hocico y los
ojos fue la tarea más difícil. Noté que don Juan había impartido a mis actos un
sentido de irrevocabilidad. Su posición era que cuando uno empieza a actuar no
hay modo de detenerse. Sin embargo, si yo hubiera querido parar, no había nada
que me lo impidiese. La verdad era que no quería parar.
Dejé libre una lagartija,
y tomó una dirección más o menos hacia el noroeste: augurio de una experiencia
buena, pero difícil. Até a mi hombro la otra lagartija y me embarré las sienes
según lo prescrito. La lagartija estaba tiesa: por un momento pensé que había
muerto, y don Juan nunca me dijo qué hacer si eso ocurría. Pero sólo se hallaba
entumida.
Bebí la poción y esperé
un rato. No sentí nada fuera de lo ordinario. Empecé a untarme la pasta a las
sienes. La apliqué veinticinco veces. Luego, en forma enteramente mecánica,
como distraído, la extendí repetidas veces sobre mi frente. Advertí el error y
me limpié apresuradamente la pasta. Mi frente sudaba; me puse febril. Me
aferraba una angustia intensa, ya que don Juan me había aconsejado enfáticamente
no untarme la pasta en la frente. El miedo se convirtió en un sentimiento de
soledad absoluta, el sentimiento del juicio final. Me hallaba allí solo. Si
algo malo iba a pasarme, nadie había que me ayudara. Quise echar a correr.
Tenía una alarmante sensación de indecisión, de no saber qué hacer. Un torrente
de pensamientos irrumpió en mi mente, destellando con velocidad extraordinaria.
Noté que eran pensamientos más bien extraños; es decir, extraños en el sentido
de que parecían acudir en forma distinta de los pensamientos comunes. Conozco
la manera como pienso. Mis pensamientos tienen un orden definido que me es
propio, y cualquier desviación resulta perceptible.
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