domingo

LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN (69) - CARLOS CASTANEDA


PRIMERA PARTE “LAS ENSEÑANZAS”
(Una forma yaqui de conocimiento)

IX (2)

Uno de los pensamientos ajenos versaba sobre una aseveración hecha por un autor. Era, recuerdo vagamente, más como una voz, o algo dicho al fondo, en alguna parte. Fue tan rápido que me sobresaltó. Hice una pausa para examinarlo, pero se volvió un pensamiento común. Me hallaba seguro de haber leído el aserto, pero no podía recordar el nombre del autor. De pronto me acordé que era Alfred Kroeber. Entonces otro pensamiento ajeno brotó para “decir” que no era Kroeber, sino Georg Simmel, quien había hecho la aseveración. Insistí en que era Kroeber, y sin saber cómo me vi envuelto en una discusión conmigo mismo. Y olvidé mi sentimiento de perdición total.

Los párpados me pesaban como si hubiera tomado pastillas para dormir. Aunque nunca las he tomado, esa fue la imagen que acudió a mi mente. Me estaba quedando dormido. Quise ir a mi coche a acostarme, pero no podía moverme.

Entonces, con bastante brusquedad, desperté, o mejor dicho, sentí claramente haber despertado. Mi primer pensamiento fue sobre la hora del día. Miré en torno. No me hallaba enfrente de la datura. Despreocupadamente acepté el hecho de que estaba viviendo otra experiencia adivinatoria. Eran las 12:35 en un reloj por encima de mi cabeza. Yo sabía que era de tarde.

Vi a un hombre joven con un rimero de papeles en las manos. Yo estaba tan cerca de él que casi lo tocaba. Veía pulsar las venas de su cuello y oía el latir rápido de su corazón. Absorto en lo que veía, no había tomado conciencia, hasta el momento, de la calidad de mis pensamientos. Entonces oí una “voz” en mi oído describiendo la escena, y me di cuenta de que la “voz” era el pensamiento ajeno en mi mente.

Me concentré tanto en escuchar que la escena perdió para mí su interés visual. Oía la voz junto a mi oreja derecha, sobre el hombro. Literalmente creaba la escena al describirla. Pero obedecía mi voluntad, pues yo podría detenerla en cualquier momento y examinar a mi antojo los detalles de lo que decía. “Oí-vi” toda la secuencia de las acciones del joven. La voz seguía explicándolas en detalle, pero de algún modo la acción carecía de importancia. Lo extraordinario era la vocecita. Tres veces durante el curso de la experiencia quise volverme para ver quién hablaba. Traté de hacer girar mi cabeza totalmente hacia la derecha, o nada más de volverme inesperadamente para ver si había alguien allí. Pero cada vez lo que lo hacía, se nublaba mi visión. Pensé: “El motivo de que no pueda volverme es que la escena no está en el terreno de la realidad ordinaria.” Y ese pensamiento era mío.

Desde ese momento concentré mi atención sólo en la voz. Parecía venir de mi hombro. Era perfectamente clara, aunque pequeña. No era, sin embargo, una voz de niño ni una voz en falsete, sino la voz de un hombre en miniatura. Tampoco era mi voz. Supuse que hablaba en inglés. Cada vez que me proponía atrapar a la voz, se apagaba por entero o se hacía vaga y la escena palidecía. Pensé en un símil. La voz era como la imagen creada por partículas de polvo en las pestañas, o por los vasos sanguíneos en la córnea del ojo: una forma como gusano que puede verse mientras uno la mira directamente, pero en el momento en que tratamos de mirarla se desliza fuera del panorama con el movimiento del ojo.

Me desinteresé por completo de la acción. Conforme escuchaba, la voz se hacía más compleja. Lo que yo tomaba por voz era más bien como algo que susurrara pensamientos a mi oído. Pero eso no era exacto. Algo estaba pensando por mí. Los pensamientos estaban afuera de mí mismo. Supe que era así porque podía retener al mismo tiempo mis propios pensamientos y los pensamientos del “otro”.

En cierto punto, la voz creaba escenas, actuadas por el joven, que nada tenían que ver con mi pregunta original sobre los objetos perdidos. El joven realizaba acciones muy complejas. La acción nuevamente había cobrado importancia y ya no le presté atención a la voz. Empecé a perder la paciencia; quería detenerme. “¿Cómo puedo acabar con esto?” pensé. La voz en mi oído dijo que iba a volver a la cañada. Pregunté cómo, y la voz respondió que pensara en mi planta.

Pensé en mi planta. Solía sentarme frente a ella. Lo había hecho tantas veces que me fue bastante fácil visualizarlo. Creía que verla, como la vi en ese momento, era otra alucinación, ¡pero la voz dijo que yo había “vuelto”! Me esforcé por escuchar. Sólo había silencio: la datura frente a mí parecía tan real como todo lo demás que yo había visto, pero podía tocarla, podía moverme.

Me levanté y caminé hacia mi coche. El esfuerzo me agotó; me senté cerrando los ojos. Estaba mareado y quería vomitar. Tenía un zumbido en las orejas.

Algo resbaló sobre mi pecho. Era la lagartija. Recordé la admonición de don Juan acerca de liberarla. Regresé a la planta y desaté la lagartija. No quise ver si estaba muerta o viva. Rompí la olla de barro que contenía la pasta y la cubrí de tierra con los pies. Subí en mi coche y me quedé dormido.

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