Fue el último regalo que le hizo Dios: devolverle la vista poco antes de su fin. Volvió a ver el sol, vio a sus hijos y me vio a mí y al nietecito que le tendía Lieschen y que llevaba su nombre. Yo le acerqué una magnífica rosa roja y su mirada se posó en el brillante color.
-Magdalena -dijo-, desde ahora voy a
ver colores más hermosos y oiré la música que hasta ahora sólo hemos podido
soñar. ¡Y mis ojos verán al mismísimo Señor!
Estaba inmóvil, tenía mi mano en la
suya y parecía estar viendo la imagen con que había soñado toda su vida, la
imagen del Altísimo, al que había servido con su música.
Pero cada vez se veía más claro que
se acercaba su fin.
-¡Tocad un poco de música! -dijo, mientras
nos arrodillábamos junto a su lecho. -Cantadme una hermosa canción sobre la
muerte, que ha llegado mi hora.
Yo vacilé un instante, no sabiendo
qué música escoger para aquellos oídos que pronto oirían la música celeste.
Pero Dios me inspiró y empecé a cantar el coral: “Todos los hombres tienen que
morir”, para el cual había escrito él un preludio en mi cuadernito de órgano.
Los demás me siguieron y cantamos a cuatro voces. Mientras cantábamos,
esparciose una expresión de paz en el rostro de Sebastián. Parecía que ya se
había alejado de las miserias de este mundo.
Un martes por la tarde, a las ocho y
cuarto del 28 de julio de 1750, falleció. Tenía sesenta y cinco años. El
viernes por la mañana lo enterramos en el cementerio de San Juan, de Leipzig.
Desde el púlpito, el Pastor pronunció estas palabras: “Se ha dormido dulcemente
en el Señor el muy inteligente y muy honorable Juan Sebastián Bach, compositor
de Su Majestad el Rey de Polonia y Príncipe Elector de Sajonia, Maestro de
Capilla del Príncipe de Anhalt-Cöthen y Cantor de la Escuela de Santo Tomás.
Siguiendo la costumbre cristiana, ha sido enterrado su inanimado cuerpo”.
Pero, con mucho más intensidad que
las palabras del Pastor, oía en mi corazón el coral que Sebastián había escrito
en su lecho de muerte:
“Ante tu trono me presento”.
*
* *
He llegado al final de la historia de
Juan Sebastián Bach. La labor que me propuso Gaspar Burgholt al aconsejarme que
escribiese lo que pudiera recordar de su vida y de sus obras, ha sido para mí, durante
muchos meses, un consuelo y me ha servido para fortalecerme… El trabajo está
terminado. Ya no tengo ningún motivo para vivir: mi verdadero destino llegó a
su fin el día en que se apagó la vida de Sebastián, y pido diariamente en mis
oraciones que la gracia de Dios me lleve de este lugar de sombras y me vuelva a
reunir con el que, desde el primer momento en que le vi, lo fue todo para mí.
Solamente lo terrenal me separa de él.
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