domingo

JORGE LIBERATI especial para elMontevideano Laboratorio de Artes


EMBROLLO ENTRE CULTURA Y PERSONA

Nunca es inoportuno preguntar si se logrará algún día una sociedad más justa, el entendimiento, la libertad y la paz y, sobre todo, la honestidad como característica sobresaliente de las personas. No se promueve hoy día ninguna acción que se aplique al cultivo de este aspecto con el título en la carátula. Recordar que la honestidad es cuestión de individuos, que no depende de la extracción social o de la condición económica, no significa defender el individualismo, una forma de pensar y de conducirse basada en los intereses particulares, el cuidado de sí mismo y el desdén por los demás. Véase en esto sólo el propósito de concentrar todos los esfuerzos en una acción generalizada que intente poner en marcha la superación del sujeto humano desde su persona, desde su yo profundo, en la esencialidad tanto como en la práctica y aun en lo accesorio de su existencia cotidiana.

No por la suspicacia respecto a la política ni por el menosprecio respecto a lo social sino por el deseo de reencontrar a la persona y a sus obligaciones, debe darse vuelta un esquema que cuenta con la aquiescencia general. Se supone que es menor el daño que pueda recaer sobre la persona si se aplica un instrumento global que satisfaga todo reclamo y resuelva todo problema. Quizá sea un sentir válido en cantidad de situaciones. Se teme por la integridad, los derechos, el bienestar, la dignidad, la propiedad; se teme vulnerar la soberanía individual. Se ubica al individuo en las nubes, velándose por una serie de atribuciones que, en la realidad administrativa y política, no se cuida ni se procura con empeño. La estrategia de resolver los problemas del individuo mediante providencias de gran aliento, aplicadas al barrer, no cuentan siempre con el don de la oportunidad.

No es posible volcar la responsabilidad personal en la general, porque una es política y jurídica, y la otra es moral y de sentido común. Por lo demás, el individuo no sólo tiene derechos y, en la encrucijada, en la crisis, en el riesgo y la impotencia, vale más ponerlo donde está el sistema, dirigirle el requerimiento que siempre se dirige a un destinatario indefinido. La persona debe reaccionar y poner lo suyo. No por proclamar la inutilidad de los planes, programas y proyectos públicos y privados que se dirigen con resolución y acierto a ayudar a la gente en términos generales. No se trata de poner una cosa por sobre la otra ni de trasegar fundamentos. Significa incluir la conciencia individual en esos planes objetivos dirigidos a no se sabe quién, una conciencia en la que se puede confiar, porque no sabemos si la colectiva existe. Sorprende que no se tenga en cuenta esta enorme e importante diferencia cuando se crea y ejecuta una ley.

El sistema jurídico, por ejemplo, si bien se funda en un conjunto de normas que se deben cumplir, que son válidas para todos, en cambio carga la responsabilidad sobre un individuo; los grupos o colectividades son objeto de tratamiento aparte. La culpa de un acto ilegal cae sobre quien lo ha cometido (aunque haya excepciones en ciertos casos), y es individual la responsabilidad respecto a sus consecuencias. Sin embargo, el sistema político, el sistema de civilidad y cohabitación, y el sistema republicano, trata al individuo sólo como parte indeterminada y sin rostro; lo que debe o no debe hacer, aquello a lo que tiene derecho, la asistencia sanitaria, la educación, todo envuelto en un gran paquete que puede enviarse a cualquiera, porque no está dirigido a nadie. El colectivo se ha puesto en el centro, postergándose al individuo, desliz difícil de enmendar porque no puede crearse un sistema organizado de supervivencia y coexistencia para cada uno. A grandes rasgos, se produce el desplazamiento de lo humano y su sustitución por la masa que no es humana¸ con lo que se completa el desplazamiento y se explica al menos buena parte de la desgracia.

EL DESPLAZAMIENTO

Sólo hay concepción, organización, preocupación y promoción social. ¿Qué quiere decir? Que sólo está a la vista la masa, esa noción abstracta que engloba a todos y que siempre termina barriendo un territorio poblado por la diversidad indiferenciada (estudiada por José Ortega y Gasset[1] y Elías Canetti[2]). Hay muy poco de cálculos precisos en cuanto a quién está en la mira, y cuando decimos quién nos referimos no a un prototipo, a un promedio que puede caracterizar a un pueblo o a una nación, sino a un ideal de individuo humano. Es entonces cuando surge la pregunta: ¿hay un ideal de individuo humano entre los uruguayos? La obsesión sociologista, homogeneizadora, aumentada por el afán igualador ‒muy bueno cuando se aplica en donde es democráticamente necesario ‒, nos ha instalado en el ideal de los grandes números, aunque seamos pocos, aparecido de los famosos indicadores que nos muestran cómo estamos colocados respecto a un nuevo punto de sacrosanta referencia: la “calidad de vida”.

¿Por qué se ha abandonado la conciencia? Sea cual fuere la capacidad, voluntad, educación, moral, escala de valores, cultura de cada uno, es posible siempre trabajarla, modelarla, perfeccionarla. Sea buena o mala, grande o pequeña, es el motor dialéctico que hace marchar a la humanidad y, al fin de cuentas, la que escribe la historia. Es necesario invertir el orden de las prioridades, poner la conciencia en el lugar del objetivo de siempre, llámese pueblo, ciudadanía, colectivo o sociedad. La conciencia es la boca del volcán cuya enorme silueta domina el paisaje, y cuya lava abrasa todo con una misma condición que le viene de sus entrañas. No es alentador que se quiera generar creencias y no conciencias. Las creencias, opuestamente a lo que se necesita promover, y si bien en ocasiones son benéficas, no ayudan a desarrollar la sagacidad del intelecto. Sólo inculcan estereotipos, símbolos artificiales que distraen la generación de la imaginación y la creatividad.

De la misma manera en que se gasta tanta energía en difundir políticas, pregonar ideologías, divulgar proyectos que esconden intereses, esos sí individuales, ¿no se puede difundir, pregonar y divulgar ideas y consejos en dirección a un individuo que no sea la sombra de las estadísticas? ¿No se puede ir al plano concreto y real de la sensibilidad personal? Es hora de dejar de inducir lo que aumenta los gustos y preferencias erráticas, sin un fondo de sentido humano, haciendo que la persona deje de acrecentar su afán de superación. Se puede dirigir todo para que todo se incremente, pero el incremento puede ser para bien o para mal. La cultura, en el significado que manejamos a diario de esta palabra, se puede inducir en su originalidad y hasta se puede ayudar a elegir y a mejorar. Pero, si se elige al programarse, si se elige antes de llegar a los verdaderos electores, entonces, no habrá lugar a la libertad personal y al derecho de autodeterminación. La cultura ya se estará haciendo, desenvolviéndose y por tanto induciéndose, sugiriéndose y hasta imponiéndose. Y no será cultura sino política a secas, cuando es hora de advertir que la política, en su planificación tanto como en su ejecución, nunca es política a secas y siempre es también cultura, porque es la parte y el todo de su fuente generativa.

Promover lo social significa siempre tender al equilibrio, morigerar en el plano de lo que es justo para todos, aminorar los privilegios, calmar la ambición desenfrenada y ayudar al desamparado. De este gran designio, empero, puede resultar, como resulta hoy, un efecto contrario y, sobre todo, inadvertido: la aniquilación de la conciencia, que siempre es individual. Este efecto tal vez no explique todo el problema desencadenado, la crisis, el debilitamiento moral, el desinterés por la cultura superior, el empobrecimiento espiritual. Reiteremos que no es por desvalorizar lo hecho y vigente, pero es necesario cuidar el proceso de humanización, que no ha terminado, ¿o acaso se cree que llegamos al fin de la historia, en el cual ya no hay que luchar por el bien común, por la imaginación creadora y por la superación del estado alcanzado? Pocas veces se ha hecho tan necesaria la superación espiritual de los uruguayos.

El proyecto de una sociedad que se desenvuelve como efecto de planes, normas, disposiciones y orientaciones ya definidas y dirigidas desde un centro hacia una masa, está estancado. No es justo responsabilizar al barrer a administradores y promotores, aunque en algún caso lo sea. No puede deberse al hecho de que el proyecto tenga su origen en un centro; ¿cómo se va a elaborar y disponer de otro modo, si se trata de un proyecto para todos? Todos no pueden hacerlo. El fracaso se debe, al menos en gran medida, a la concepción hecha del destinatario, genérico, igual, masivo, indeterminado, en fin, despersonalizado, no individualizado hasta donde sea posible o carente de lo que no todos sino cada uno de los seres humanos posee de por sí espiritual y cultural.

Tampoco es oportuno establecer un objetivo destinado a llenar aquello que ya está lleno. Se requiere, si se está pensando en la realidad social, llenar lo que está vacío, lo que no se conoce, lo que está fuera de alcance, las carencias. En otros tiempos el Uruguay apostó a este objetivo, a un destinatario indiferente, desconocedor más que insensible. Lo de siempre, que se recoge en la calle, en la esquina, en los lugares en los que jamás llega la mejor creación, no tiene que alcanzarse. Ya está allí. El pensamiento, la música, el arte, la literatura que conmueve al mundo y que permanece, eso debe alcanzarse, porque no está. Tampoco están los principios morales elementales. En otro tiempo, se leían enseñanzas morales hasta en la contratapa del cuaderno escolar, y no se olvidaban fácilmente. Además, el plan debe ir y quedarse, no hacerlo rebotar para luego devolverlo a la medida “del pueblo”. Distingamos sin vacilar y con convicción: la cultura que siempre falta nunca es popular; siempre es más que lo que ya está hecho y satisfecho. Por otra parte, la cultura popular, que inspira a toda cultura y es fuente de la cultura superior, no es cultura prefabricada ni barata. Hace unos años se oyó decir a un Ministro de Cultura recién designado en su cargo que iba a terminar con las élites culturales; bueno sería terminar con las élites, pero, ¿hasta qué punto es atinado incluir a las culturales? Habría sido mejor abrirlas, extenderlas, multiplicarlas.

El objetivo de brindar lo superior es un deber; es un gigantesco error facilitar sólo lo que gusta, porque mucho de lo que gusta suele ser deplorable: la música ruidosa, el arte vacío que se alienta por su facilidad, etcétera. No hay ningún arte auténtico salido de la tontería; su historia es la historia del esfuerzo, del estudio, del sacrificio y de la lucha por innovar, que hoy se confunde con la obsesión por innovar. Y no olvidamos por un instante que lo elemental y primario, lo de bien “abajo”, es lo que genera lo trascendente, lo superior, lo de muy “arriba”, el designio más elevado de la creación. Sólo si es sincero y no oportunista y malicioso, si no trae consigo la borrachera que enajena a los incautos y que no tiene nada que ver con la cultura.

LA SUSTITUCIÓN

Las llamadas masas no son el pueblo, la totalidad de las personas. La palabra masa es pertinente cuando hay que hablar en grandes términos o se desea imprimir un sentido peyorativo. Su nombre estratégico puede aparecer en expresiones eufemísticas: “compradores”, “consumidores”, “clientes”, “fans”, “amigos”, “seguidores”. Es una masa acrítica estudiada a fondo en sus tendencias, gustos, preferencias, moda, por medio de métodos estadísticos. Es la sombra de todos nosotros y, por lo tanto, un producto indefinido y nebuloso, una mole indivisa e inanalizable. Su expresión esencial es el promedio, y puede servir para satisfacer necesidades materiales.

Lo que con ligereza se llama masa no es un bloque indistinto de individuos supuestamente idiotizados, sino personas, no todas iguales sino con derechos iguales, a las que no gusta lo mismo ni se dedican a las mismas cosas. Una moda según la cual lo diferente empieza a ser mal visto, y la distinción menospreciada, o sólo aceptada si se corresponde con la chabacanería, es atributo de quienes prefieren tomar a las personas por masa. Incluye una acción casi aterradora: las necesidades reales de la vida diaria y proyectos de vida se van sustituyendo por otras, inducidas y artificiales. Pero es necesario saber que se está gestando hoy día “una incipiente civilización de la inteligencia y del conocimiento que cada día contribuye al lento entierro de esa forma paleolítica de cultura que todavía denominamos Cultura de Masas. La que convoca nuestras vísceras y nuestros órganos menos sutiles la que se encandila con los asuntos más escabrosos y peleones”[3].

El pueblo, el conjunto de las personas, al ser reconvertido en sujeto de una política de masas, aunque sus destinatarios fueran millones, no quiere reconocer esta transformación que le ha llegado de no se sabe dónde. Pero, ¿por qué no quiere reconocer esta triste condición a la que ha ido a parar y que lo convierte en una nada viviente? No es que no lo quiera, es que no puede reconocerla, porque la inducción ha sido invisible, se le ha colado indiscretamente en su vida familiar, en su actividad laboral, en sus medios de entretenimiento, en su mismísima filosofía de vida.

De la globalización, que con algo de suerte podría constituir el anuncio de la mayor patria del mundo, se aprovecha sólo la igualación, la indistinción y la tontería para habilitar la pertinencia de una nueva clase única, la masa, independiente de las relaciones que solían invocarse para explicar la existencia de clases sociales. La componen los necesitados de emancipación, quienes ansían escapar de la cárcel invisible en la que se les impide atisbar el horizonte vital. Las políticas concebidas y enviadas desde centros tienen las miras puestas en ese pueblo acurrucado, agazapado, convertido inadvertidamente en bulto sin rostros. Es la invención por la cual se deshumaniza al hombre, convirtiéndolo en ejemplar de la manada. Su gran novedad consiste en que, para lograr sus objetivos, que también incluyen el de la dominación, se vale de una acción incruenta, de una manipulación insensible, la imposición de un poder instalado en la misma conciencia, sin violencia corporal y con agresividad sólo psicológica, aunque practicada con anestesia mental. Con razón afirmaba Samuel Huntington, allá por los 90, que los nuevos conflictos mundiales serían por los valores culturales y no por los económicos.

Pero el hombre no está hecho de barro para que lo moldeen. Hasta cierto punto puede resultar natural que haya llegado a convertirse en juguete de un niño caprichoso llamado civilización, socialización, polis, institucionalización, las formas novedosas de la jurisprudencia y de la neurotecnología, de todo esto y de otras condicionantes que han dejado de ocuparse del hombre. Hasta se rechaza que la denominación “hombre” sea digna de describir lo humano, fuese humanidad de varón o de hembra. Han dejado atrás al hombre en tanto criatura humana, que no trae el programa de vida inscrito en su instinto ni forma de poder improvisarlo sin el peligro de la aniquilación.

REFERENCIAS

[1] José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Madrid, Revisa de Occidente en Alianza Editorial, 1979.
2 Elías Canetti, Masa y poder, Madrid, Alianza Editorial, 2016.
3 Eugenio Trías, “Minorías globales”, en La funesta manía de pensar, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018, p. 113. Trías se preguntaba alrededor de 2012 si esa cultura de Minorías Globales estaba ausente en España, por lo que se podría preguntar si en el Uruguay de 2018 también está ausente. Se trata de las elites que se deseaba aniquilar.



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