EMBROLLO
ENTRE CULTURA Y PERSONA
Nunca es inoportuno preguntar si se
logrará algún día una sociedad más justa, el entendimiento, la libertad y la
paz y, sobre todo, la honestidad como característica sobresaliente de las
personas. No se promueve hoy día ninguna acción que se aplique al cultivo de
este aspecto con el título en la carátula. Recordar que la honestidad es
cuestión de individuos, que no depende de la extracción social o de la
condición económica, no significa defender el individualismo, una forma de pensar y de conducirse basada en los
intereses particulares, el cuidado de sí mismo y el desdén por los demás. Véase
en esto sólo el propósito de concentrar todos los esfuerzos en una acción
generalizada que intente poner en marcha la superación del sujeto humano desde su persona, desde su yo profundo,
en la esencialidad tanto como en la práctica y aun en lo accesorio de su
existencia cotidiana.
No por la suspicacia respecto a la
política ni por el menosprecio respecto a lo social sino por el deseo de reencontrar
a la persona y a sus obligaciones, debe darse vuelta un esquema que cuenta con
la aquiescencia general. Se supone que es menor el daño que pueda recaer sobre
la persona si se aplica un instrumento global que satisfaga todo reclamo y
resuelva todo problema. Quizá sea un sentir válido en cantidad de situaciones.
Se teme por la integridad, los derechos, el bienestar, la dignidad, la
propiedad; se teme vulnerar la soberanía individual. Se ubica al individuo en
las nubes, velándose por una serie de atribuciones que, en la realidad
administrativa y política, no se cuida ni se procura con empeño. La estrategia
de resolver los problemas del individuo mediante providencias de gran aliento,
aplicadas al barrer, no cuentan siempre con el don de la oportunidad.
No es posible volcar la responsabilidad
personal en la general, porque una es política y jurídica, y la otra es moral y
de sentido común. Por lo demás, el individuo no sólo tiene derechos y, en la
encrucijada, en la crisis, en el riesgo y la impotencia, vale más ponerlo donde
está el sistema, dirigirle el requerimiento que siempre se dirige a un
destinatario indefinido. La persona debe reaccionar y poner lo suyo. No por
proclamar la inutilidad de los planes, programas y proyectos públicos y
privados que se dirigen con resolución y acierto a ayudar a la gente en
términos generales. No se trata de poner una cosa por sobre la otra ni de trasegar
fundamentos. Significa incluir la conciencia individual en esos planes objetivos
dirigidos a no se sabe quién, una conciencia en la que se puede confiar, porque
no sabemos si la colectiva existe. Sorprende que no se tenga en cuenta esta
enorme e importante diferencia cuando se crea y ejecuta una ley.
El sistema jurídico, por ejemplo, si bien
se funda en un conjunto de normas que se deben cumplir, que son válidas para
todos, en cambio carga la responsabilidad sobre un individuo; los grupos o colectividades
son objeto de tratamiento aparte. La culpa de un acto ilegal cae sobre quien lo
ha cometido (aunque haya excepciones en ciertos casos), y es individual la
responsabilidad respecto a sus consecuencias. Sin embargo, el sistema político,
el sistema de civilidad y cohabitación, y el sistema republicano, trata al
individuo sólo como parte indeterminada y sin rostro; lo que debe o no debe
hacer, aquello a lo que tiene derecho, la asistencia sanitaria, la educación,
todo envuelto en un gran paquete que puede enviarse a cualquiera, porque no
está dirigido a nadie. El colectivo se ha puesto en el centro, postergándose al
individuo, desliz difícil de enmendar porque no puede crearse un sistema
organizado de supervivencia y coexistencia para cada uno. A grandes rasgos, se
produce el desplazamiento de lo humano y
su sustitución por la masa que no es
humana¸ con lo que se completa el desplazamiento y se explica al menos buena
parte de la desgracia.
EL DESPLAZAMIENTO
Sólo hay concepción, organización,
preocupación y promoción social. ¿Qué quiere decir? Que sólo está a la vista la masa, esa noción abstracta que
engloba a todos y que siempre termina barriendo un territorio poblado por la
diversidad indiferenciada (estudiada por José Ortega y Gasset[1] y Elías Canetti[2]). Hay muy poco de
cálculos precisos en cuanto a quién está en la mira, y cuando decimos quién nos referimos no a un prototipo, a
un promedio que puede caracterizar a un pueblo o a una nación, sino a un ideal
de individuo humano. Es entonces cuando surge la pregunta: ¿hay un ideal de
individuo humano entre los uruguayos? La obsesión sociologista,
homogeneizadora, aumentada por el afán igualador ‒muy bueno cuando se aplica en
donde es democráticamente necesario ‒, nos ha instalado en el ideal de los
grandes números, aunque seamos pocos, aparecido de los famosos indicadores que nos muestran cómo
estamos colocados respecto a un nuevo punto de sacrosanta referencia: la
“calidad de vida”.
¿Por qué se ha abandonado la conciencia? Sea cual fuere la capacidad,
voluntad, educación, moral, escala de valores, cultura de cada uno, es posible
siempre trabajarla, modelarla, perfeccionarla. Sea buena o mala, grande o
pequeña, es el motor dialéctico que hace marchar a la humanidad y, al fin de
cuentas, la que escribe la historia. Es necesario invertir el orden de las
prioridades, poner la conciencia en el lugar del objetivo de siempre, llámese
pueblo, ciudadanía, colectivo o sociedad. La conciencia es la boca del volcán
cuya enorme silueta domina el paisaje, y cuya lava abrasa todo con una misma
condición que le viene de sus entrañas. No es alentador que se quiera generar creencias y no conciencias. Las creencias, opuestamente a lo que se necesita
promover, y si bien en ocasiones son benéficas, no ayudan a desarrollar la sagacidad
del intelecto. Sólo inculcan estereotipos, símbolos artificiales que distraen
la generación de la imaginación y la creatividad.
De la misma manera en que se gasta tanta
energía en difundir políticas, pregonar ideologías, divulgar proyectos que esconden
intereses, esos sí individuales, ¿no se puede difundir, pregonar y divulgar
ideas y consejos en dirección a un individuo que no sea la sombra de las
estadísticas? ¿No se puede ir al plano concreto y real de la sensibilidad
personal? Es hora de dejar de inducir lo que aumenta los gustos y preferencias
erráticas, sin un fondo de sentido humano, haciendo que la persona deje de acrecentar
su afán de superación. Se puede dirigir todo para que todo se incremente, pero
el incremento puede ser para bien o para mal. La cultura, en el significado que
manejamos a diario de esta palabra, se puede inducir en su originalidad y hasta
se puede ayudar a elegir y a mejorar. Pero, si se elige al programarse, si se elige
antes de llegar a los verdaderos electores, entonces, no habrá lugar a la
libertad personal y al derecho de autodeterminación. La cultura ya se estará
haciendo, desenvolviéndose y por tanto induciéndose, sugiriéndose y hasta
imponiéndose. Y no será cultura sino política a secas, cuando es hora de
advertir que la política, en su planificación tanto como en su ejecución, nunca
es política a secas y siempre es también cultura,
porque es la parte y el todo de su fuente generativa.
Promover lo social significa siempre
tender al equilibrio, morigerar en el plano de lo que es justo para todos,
aminorar los privilegios, calmar la ambición desenfrenada y ayudar al
desamparado. De este gran designio, empero, puede resultar, como resulta hoy,
un efecto contrario y, sobre todo, inadvertido: la aniquilación de la
conciencia, que siempre es individual. Este efecto tal vez no explique todo el
problema desencadenado, la crisis, el debilitamiento moral, el desinterés por
la cultura superior, el empobrecimiento espiritual. Reiteremos que no es por desvalorizar
lo hecho y vigente, pero es necesario cuidar el proceso de humanización, que no
ha terminado, ¿o acaso se cree que llegamos al fin de la historia, en el cual
ya no hay que luchar por el bien común, por la imaginación creadora y por la
superación del estado alcanzado? Pocas veces se ha hecho tan necesaria la
superación espiritual de los uruguayos.
El proyecto de una sociedad que se
desenvuelve como efecto de planes, normas, disposiciones y orientaciones ya
definidas y dirigidas desde un centro hacia una masa, está estancado. No es justo
responsabilizar al barrer a administradores y promotores, aunque en algún caso lo
sea. No puede deberse al hecho de que el proyecto tenga su origen en un centro;
¿cómo se va a elaborar y disponer de otro modo, si se trata de un proyecto para
todos? Todos no pueden hacerlo. El fracaso se debe, al menos en gran medida, a la
concepción hecha del destinatario, genérico, igual, masivo, indeterminado, en
fin, despersonalizado, no individualizado hasta donde sea posible o carente de
lo que no todos sino cada uno de los seres humanos posee de por sí espiritual y
cultural.
Tampoco es oportuno establecer un objetivo
destinado a llenar aquello que ya está lleno. Se requiere, si se está pensando
en la realidad social, llenar lo que está vacío, lo que no se conoce, lo que
está fuera de alcance, las carencias. En otros tiempos el Uruguay apostó a este
objetivo, a un destinatario indiferente, desconocedor más que insensible. Lo de
siempre, que se recoge en la calle, en la esquina, en los lugares en los que
jamás llega la mejor creación, no tiene que alcanzarse. Ya está allí. El
pensamiento, la música, el arte, la literatura que conmueve al mundo y que
permanece, eso debe alcanzarse, porque no está. Tampoco están los principios
morales elementales. En otro tiempo, se leían enseñanzas morales hasta en la
contratapa del cuaderno escolar, y no se olvidaban fácilmente. Además, el plan
debe ir y quedarse, no hacerlo rebotar para luego
devolverlo a la medida “del pueblo”. Distingamos
sin vacilar y con convicción: la cultura que siempre falta nunca es popular;
siempre es más que lo que ya está hecho y satisfecho. Por otra parte, la
cultura popular, que inspira a toda cultura y es fuente de la cultura superior,
no es cultura prefabricada ni barata. Hace unos años se oyó decir a un Ministro
de Cultura recién designado en su cargo que iba a terminar con las élites
culturales; bueno sería terminar con las élites, pero, ¿hasta qué punto es
atinado incluir a las culturales? Habría sido mejor abrirlas, extenderlas,
multiplicarlas.
El objetivo de brindar lo superior es un
deber; es un gigantesco error facilitar sólo lo que gusta, porque mucho de lo
que gusta suele ser deplorable: la música ruidosa, el arte vacío que se alienta
por su facilidad, etcétera. No hay ningún arte auténtico salido de la tontería;
su historia es la historia del esfuerzo, del estudio, del sacrificio y de la
lucha por innovar, que hoy se confunde con la obsesión por innovar. Y no
olvidamos por un instante que lo elemental y primario, lo de bien “abajo”, es
lo que genera lo trascendente, lo superior, lo de muy “arriba”, el designio más
elevado de la creación. Sólo si es sincero y no oportunista y malicioso, si no
trae consigo la borrachera que enajena a los incautos y que no tiene nada que
ver con la cultura.
LA SUSTITUCIÓN
Las llamadas masas no son el pueblo, la totalidad de las personas. La palabra masa es pertinente cuando hay que hablar
en grandes términos o se desea imprimir un sentido peyorativo. Su nombre estratégico
puede aparecer en expresiones eufemísticas: “compradores”, “consumidores”,
“clientes”, “fans”, “amigos”,
“seguidores”. Es una masa acrítica estudiada a fondo en sus tendencias, gustos,
preferencias, moda, por medio de métodos estadísticos. Es la sombra de todos
nosotros y, por lo tanto, un producto indefinido y nebuloso, una mole indivisa e
inanalizable. Su expresión esencial
es el promedio, y puede servir para
satisfacer necesidades materiales.
Lo que con ligereza se llama masa no es un bloque indistinto de
individuos supuestamente idiotizados, sino personas, no todas iguales sino con
derechos iguales, a las que no gusta lo mismo ni se dedican a las mismas cosas.
Una moda según la cual lo diferente empieza a ser mal visto, y la distinción
menospreciada, o sólo aceptada si se corresponde con la chabacanería, es
atributo de quienes prefieren tomar a las personas por masa. Incluye una acción
casi aterradora: las necesidades reales de la vida diaria y proyectos de vida se
van sustituyendo por otras, inducidas y artificiales. Pero es necesario saber que
se está gestando hoy día “una incipiente civilización de la inteligencia y del
conocimiento que cada día contribuye al lento entierro de esa forma paleolítica
de cultura que todavía denominamos Cultura de Masas. La que convoca nuestras
vísceras y nuestros órganos menos sutiles la que se encandila con los asuntos
más escabrosos y peleones”[3].
El pueblo, el conjunto de las personas, al
ser reconvertido en sujeto de una política de masas, aunque sus destinatarios
fueran millones, no quiere reconocer esta transformación que le ha llegado de
no se sabe dónde. Pero, ¿por qué no quiere reconocer esta triste condición a la
que ha ido a parar y que lo convierte en una nada viviente? No es que no lo
quiera, es que no puede reconocerla, porque la inducción ha sido invisible, se
le ha colado indiscretamente en su vida familiar, en su actividad laboral, en
sus medios de entretenimiento, en su mismísima filosofía de vida.
De la globalización, que con algo de
suerte podría constituir el anuncio de la mayor patria del mundo, se aprovecha sólo
la igualación, la indistinción y la tontería para habilitar la pertinencia de una
nueva clase única, la masa, independiente
de las relaciones que solían invocarse para explicar la existencia de clases sociales. La componen los necesitados de
emancipación, quienes ansían escapar de la cárcel invisible en la que se les
impide atisbar el horizonte vital. Las políticas concebidas y enviadas desde
centros tienen las miras puestas en ese pueblo acurrucado, agazapado, convertido
inadvertidamente en bulto sin rostros. Es la invención por la cual se deshumaniza al hombre, convirtiéndolo en
ejemplar de la manada. Su gran novedad consiste en que, para lograr sus objetivos,
que también incluyen el de la dominación, se vale de una acción incruenta, de una
manipulación insensible, la imposición de un poder instalado en la misma
conciencia, sin violencia corporal y con agresividad sólo psicológica, aunque practicada
con anestesia mental. Con razón afirmaba Samuel Huntington, allá por los 90, que los nuevos conflictos
mundiales serían por los valores culturales y no por los económicos.
Pero el hombre no está hecho de barro para
que lo moldeen. Hasta cierto punto puede resultar natural que haya llegado a
convertirse en juguete de un niño caprichoso llamado civilización,
socialización, polis,
institucionalización, las formas novedosas de la jurisprudencia y de la neurotecnología,
de todo esto y de otras condicionantes que han dejado de ocuparse del hombre. Hasta se rechaza que la
denominación “hombre” sea digna de describir lo humano, fuese humanidad de varón
o de hembra. Han dejado atrás al hombre en tanto criatura humana, que no trae
el programa de vida inscrito en su instinto ni forma de poder improvisarlo sin
el peligro de la aniquilación.
REFERENCIAS
[1] José Ortega y Gasset, La
rebelión de las masas, Madrid, Revisa de Occidente en Alianza Editorial,
1979.
2 Elías Canetti,
Masa y poder, Madrid, Alianza
Editorial, 2016.
3 Eugenio Trías, “Minorías globales”, en La funesta manía de pensar, Barcelona,
Galaxia Gutenberg, 2018, p. 113. Trías se preguntaba alrededor de 2012 si esa
cultura de Minorías Globales estaba ausente en España, por lo que se podría
preguntar si en el Uruguay de 2018 también está ausente. Se trata de las elites
que se deseaba aniquilar.
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