LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 5)
-Casi nada -respondió el
hombre dejando escapar un movimiento de alegría semejante a la sorda expresión
de un pescador que siente el peso de un pez en el anzuelo-. Escúcheme usted
bien. El corazón de una joven desgraciada y miserable es la esponja más ávida
de llenarse de amor, una esponja seca que se ensancha tan pronto como cae en
ella una gota de sentimiento. Hacer la corte a una joven que se encuentra en
condiciones de soledad, de desesperación y de pobreza sin que ella sospeche su
fortuna futura, es el premio seguro, es conocer los números de la lotería, es
jugar a la Bolsa sabiendo previamente las oscilaciones que va a sufrir. Obrar
así es echar los cimientos indestructibles de un matrimonio. Más tarde la joven
hereda millones y se los arrojará a usted a los pies como si fueran guijarros.
“Toma, amado mío, toma Adolfo, Alfredo. Toma Eugenio”, dirá ella, si Adolfo,
Alfredo o Eugenio han tenido la abnegación de sacrificarse por ella. Entiendo
yo por sacrificios vender un traje viejo para ir a comer juntos al Cadran-Bleu,
y de allí, por la noche, empeñar el reloj para comprarle un chal e ir al Ambigú
Cómico. No le hablo a usted de la jerigonza de amor y demás tonterías que tanto
encantan a las mujeres, como, por ejemplo, echar gotas de agua sobre el papel,
como si fuesen lágrimas, cuando se está lejos de llorarlas, y no le hablo de
esto, porque me parece que usted conocer perfectamente la jerga del corazón. Mire
usted, París es como un bosque del Nuevo Mundo donde se agotan veinte especies
de pueblos salvajes, los Illinois, los Hurones, que viven del producto que dan
los diferentes casos sociales, y usted es un cazador de millones. Para cogerlos
usa lazos, reclamos y ardides. Hay varias maneras de cazar. Los unos, cazan a
la dote; los otros, a la liquidación; aquellos, prestan conciencias, y los de
más allá, venden a sus abonados atados de pies y manos. El que vuelve con el
morral bien provisto es saludado, festejado y recibido por la buena sociedad.
Hagamos justicia a este suelo hospitalario: tiene usted que habérselas con la
ciudad más acogedora del mundo. Si las altivas aristocracias de todas las capitales
de Europa se niegan a admitir en sus filas a un millonario infame, París le
tiende sus brazos, corre a sus fiestas, se sienta a su mesa y brinda con su
infamia.
-Pero ¿dónde encontrar
una joven así? -dijo Eugenio.
-La tiene usted aquí, en
nuestra propia casa.
-¿La señorita Victorina?
-La misma.
-¿Eh? ¿Cómo?
-La “baronesita de
Rastignac” lo ama a usted ya.
-¡Pero si no tiene un
céntimo! -repuso Eugenio asombrado.
-¡Ah! No lo crea usted,
dos palabras más, y todo se aclarará -dijo Vautrin-. El padre Taillefer es un
viejo pillastre reputado por haber asesinado a un amigo suyo durante la
Revolución. Es uno de los míos, que tiene independencia en sus opiniones, un
banquero principal socio de la casa Taillefer y Compañía. Tiene un hijo único,
al cual quiere dejar sus bienes con gran perjuicio de Victorina. A mí no me
gustan esas injusticias. Soy como Don Quijote, me gusta tomar la defensa del
débil contra el fuerte. Si la voluntad de Dios fuese que su hijo pasase a mejor
vida, Taillefer recogería a su hija, porque, obedeciendo a esa tontería que
existe en la naturaleza, desearía tener un heredero, y yo sé que no puede tener
hijos. Victorina es dulce y amable, y no tardará en engatusar a su padre y en
hacer de él lo que quiera. Después la joven se mostrará demasiado sensible a su
amor para olvidarlo, y se casará con usted. Yo me encargo del papel de la
Providencia, y haré que Dios disponga la muerte del hijo. Tengo un amigo que me
es muy adicto, un coronel del ejército del Loira que acaba de ser empleado en
la guardia real. Como no es ninguno de esos imbéciles que se aferran a sus
opiniones, se ha hecho ultrarrealista a instancias mías. Un consejo tengo aun que
darle, hijo mío, y es que nos se aferre nunca a sus opiniones ni a sus
palabras, y si encuentra medio de cambiar con ventaja, hágalo. El hombre que se
alaba de no cambiar nunca de opinión y que siempre marcha en línea recta, es un
necio que cree en la infalibilidad. No hay principios, sólo hay
acontecimientos; no hay leyes, sólo hay circunstancias: el hombre superior se
amolda a los acontecimientos y a las circunstancias para dirigir a unos y a
otros. Si hubiese principios y leyes fijas, los pueblos no cambiarían como
cambiamos nosotros de camisa. El hombre no está reputado de ser más sabio que
toda una nación. El hombre que hizo menos servicios a Francia, es un fetiche
venerado, bueno a lo sumo para ponerlo en el conservatorio, entre los
instrumentos, fijándole la etiqueta Lafayette; mientras que el príncipe contra
el que todo el mundo lanza una piedra y que desprecia bastante a la humanidad
para lanzarle al rostro su falta de constancia, impidió el reparto de Francia
en el congreso de Viena: se le deben coronas y se la arroja barro. ¡Oh, yo
conozco los negocios y los secretos de muchos hombres! Basta. Tendré una opinión
inquebrantable el día en que encuentre tres cabezas que estén de acuerdo acerca
del empleo de un principio, y creo que esperaré mucho tiempo. En los tribunales
no se encuentran tres jueces que tengan la misma opinión sobre un artículo de
la ley. Volviendo a mi hombre, sepa usted que crucificaría a Jesucristo si yo
lo mandase, y a una indicación de papá Vautrin le buscará camorra a ese
pillastre, que ni siquiera le ha enviado cinco francos a su pobre hermana, y lo
pondrá a la sombra -añadió Vautrin levantándose, poniéndose en guardia y
haciendo el movimiento de un maestro de armas que se tira a fondo.
-¡Qué horror! -dijo
Eugenio-. Señor Vautrin, usted bromea.
-¡Huy! ¡Huy! ¡Huy!
-repuso el hombre-. Calma, no haga usted el niño. Sin embargo, si eso lo
complace, puede hacer cuantos aspavientos y exclamaciones crea convenientes.
Dígame que soy un infame, un bandido, un pillo: pero no me llame estafador ni
espía. Vaya, dígalo usted, suelte usted esa andanada, que se la perdono,
porque, ¡es natural a su edad! Yo también he sido así; sólo que, reflexione
usted, y cuente que algún día hará cosa peor, tal vez concurrirá a casa de una
mujer bonita y recibirá dinero de ella. Seguramente que ha pensado usted alguna
vez en esto -dijo Vautrin-, porque, ¿acaso lograría usted medrar si no valorase
su amor? La virtud, mi querido estudiante, no se divide: es o no es. Se nos
habla de hacer penitencia por nuestros pecados. Vaya un lindo sistema, en
virtud del cual se absuelve más de un crimen con el acto de contrición. Seducir
a una mujer para llegar a ocupar tal peldaño de la escala social, sembrar
cizaña entre los hijos de una familia; en fin, todas las infamias que se
practican en el hogar con motivo de un placer o de un interés personal, ¿cree
usted que sean actos de fe o de caridad? ¿Por qué dos meses de cárcel al dandy que en una noche quita a un hijo
de familia la mitad de su fortuna, y por qué el presidio para un pobre diablo
que roba un billete de mil francos obligado por las circunstancias? He aquí
nuestras leyes. El hombre enguantado ha cometido asesinatos en que no se
derrama sangre; el asesino ha abierto una puerta: dos cosas nocturnas. Entre lo
que yo le propongo y lo que usted hará algún día, sólo falta la sangre. ¿Cree
usted en algo fijo en este mundo? Desprecie usted, pues, a los hombres y
examine las mallas del Código que pueden procurar una evasiva. El secreto de
las grandes fortunas sin causa aparente ha sido olvidado, porque ha sido hecho con
rapidez.
-¡Silencio, caballero, no
quiero oírlo más, porque usted me hará dudar de mí mismo! En este momento, el
sentimiento constituye toda mi ciencia.
-Como usted guste, hijo
mío. Lo creía a usted más listo; no le diré nada más. Sin embargo, una palabra
aun -miró fijamente al estudiante-. Posee usted mi secreto -le dijo.
-Un joven que se niega a
secundar sus planes sabrá olvidarlo todo.
-Muy bien dicho, eso me
satisface. Mire usted, otro será menos escrupuloso. Acuérdese de lo que quiero
hacer por usted. Le doy quince días de tiempo para que se decida.
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