LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 4)
Rastignac colocó el
dinero sobre la mesa y se sentó movido por una curiosidad engendrada por el
cambio repentino operado en los modales de aquel hombre que, después de haber
hablado de matarlo, se constituía en su protector.
-Usted quisiera saber lo
que soy, lo que hago o lo que he hecho -repuso Vautrin-. Es usted demasiado
curioso, hijito mío. Vamos, calma, que esto no es nada comparado con lo que
usted va a oír. Yo he tenido desgracias. Escúcheme primero, y luego me
contestará. ¿Quién soy? Vautrin. ¿Qué hago? Lo que me da la gana. Ahora
sigamos. ¿Quiere usted conocer mi carácter? Pues bien, sepa que soy bueno con
aquellos que me hacen bien o que tienen un corazón que está de acuerdo con el
mío. A estos se lo permito todo y pueden darme patadas en las canillas sin que
yo les diga: “¡Cuidado!” Pero, ¡mil rayos!, soy malo como el demonio con los
que me molestan o me son antipáticos. Es bueno que sepa usted que me importa a
mí tanto matar a un hombre como esto -dijo soltando un escupitajo-. Únicamente
que procuro matarlo en ocasión oportuna. Yo soy lo que ustedes llaman un
artista. Así como me ve, he leído las memorias de Benvenuto Cellini en
italiano. Con este hombre, que era un buen muchacho, he aprendido a imitar a la
Providencia, que mata a diestro y siniestro, y a amar lo bello donde lo
encuentro. Por otra parte, ¿no es una partida interesante el verse solo contra
todos los hombres y tener suerte? He reflexionado maduramente acerca de la
constitución actual de nuestro desorden social. Hijo mío, el duelo es un juego
de niños, una estupidez. Cuando de dos hombres que viven tiene que desaparecer
uno, se necesita ser muy estúpido para entregarse al azar. ¿El duelo? Cara o
cruz. Eso es todo. Yo meto cinco balas seguidas en un as de oro a treinta y
cinco pasos y, cuando se está dotado de talento, yo creo que se puede tener la
seguridad de derribar a su contrario. Pues bien, yo tiré contra un hombre a
veinte pasos y erré. Aquel pillo no había manejado en su vida una pistola.
¡Mire usted! -dijo aquel hombre extraordinario desabrochándose el chaleco para
enseñar su velludo pecho, que causaba espanto-. Aquel sietemesino hizo blanco
en mí -añadió poniendo un dedo de Rastignac en un agujero que tenía en el
pecho-. Pero en aquella época yo era un niño, tenía su edad, veintiún años.
Creía aun en algo, en el amor de una mujer, en esa porción de tonterías en que
va usted a sumirse en breve. Nos hubiéramos batido, ¿verdad? Hubiera usted
podido matarme. Imagínese que estoy solo en el suelo muerto, ¿qué haría usted? Tendría que irse a Suiza a comerse el dinero
de papá, que no tiene mucho. Voy a iluminarlo acerca de su verdadera posición;
pero voy a hacerlo con la superioridad de un hombre que después de haber
examinado las cosas de aquí abajo, ha visto que no hay más de dos partidas que
tomar: o una estúpida obediencia o la revolución. Yo no obedezco a nada, ¿está
claro? ¿Sabe usted lo que se necesita para seguir el camino que emprende? Un
millón, y enseguida, sin lo cual con su cabecita podría ir a caer en las redes
de Saint-Cloud, para ver si hay ahí un Ser Supremo. Ahora bien, ese millón voy
a dárselo yo -añadió haciendo una pausa para mirar a Eugenio-. ¡Oh, oh! Parece
que le pone a usted mejor cara a papá Vautrin. Oyendo mis palabras está usted
como la joven a quien se dice: “Hasta la noche”, y que se arregla relamiéndose
como la gata que bebe su leche. Vamos, vamos, menos mal. He aquí nuestra situación,
joven. Usted tiene en su tierra a papá, a mamá, a la tía, a dos hermanas (de diecisiete
y dieciocho años) y dos hermanos (de quince y de diez). He aquí el control de
equipaje. La tía educa a sus hermanas. El cura va a enseñar latín a los
hermanos. La familia come más castañas cocidas que pan blanco, el papá ahorra
sus ropas, la mamá pasa grandes trabajos para hacerse un traje de invierno y
otro de verano, y las hermanas hacen lo que pueden. Yo lo sé todo, he estado en
el Mediodía. En tal estado se hallan las cosas en su casa, y si le envían a
usted mil doscientos francos al año, es porque las tierras no dan más que tres
mil. Tenemos una cocinera y un criado, es necesario guardar el decoro, papá es
barón. Nosotros, por nuestra parte, tenemos ambición, la Beauséant es parienta
nuestra y vamos a pie, queremos fortuna y no tenemos un céntimo, comemos el
potaje de mamá Vauquer gustándonos las buenas comidas del barrio de
Saint-Germain y dormimos en un fonducho deseando tener un palacio. No vitupero
sus aspiraciones. Hijito mío, no todo el mundo puede tener ambición. Pregunte
usted a las mujeres qué hombres les gustan, y verá que son los ambiciosos. Los
ambiciosos tienen los hombros más fuertes, la sangre más rica en hierro y el
corazón más ardiente que los demás hombres. La mujer se considera tan feliz y
tan hermosa cuando es fuerte, que de todos los hombres prefiere a aquel cuya
fuerza es enorme, aunque corra peligro de ser aplastada por él. Le hago el
inventario de sus deseos para proponerle una cuestión. Esta cuestión es la
siguiente: tenemos un hambre de lobo, nuestros dientes con incisivos, ¿cómo nos
arreglaremos para proveer la despensa? En primer lugar, tenemos que estudiar el
Código, lo cual no es divertido ni enseña nada, pero es necesario. Sea. Nos
hacemos abogado para llegar a ser presidente de una audiencia y enviar a
presidio a pobres diablos que valen más que nosotros, son la marca T. F. en las
espaldas, para probarles a los ricos que pueden dormir tranquilamente. Esto es
poco agradable y demasiado largo. En primer término, dos años en París
contemplando sin poder probarlo, el maná.
Es fatigoso desear siempre sin satisfacerse nunca. Si tuviéramos una naturaleza
como la de los moluscos no habría nada que temer; pero tenemos la sangre
ardiente de los leones y un apetito capaz de llevarnos a hacer veinte locuras
diarias. Sucumbirá usted, pues, en este suplicio, que es el más horrible que
existe en el infierno de Dios. Supongamos que sea usted juicioso y que se
dedique a hacer elegías; generoso como es, necesitará empezar, después de muchos
fastidios y privaciones, por ser sustituto de algún granuja en un rincón donde
el gobierno le mandará mil francos de sueldo como si echase la sopa a un perro.
Persigue a los ladrones, pleitea por los ricos, guillotina a las gentes de corazón:
todo inútil. Si no se tiene protección, muere uno en una audiencia de provincia.
A los treinta años será usted juez con mil doscientos francos de sueldo, y
cuando llegue a los cuarenta se casará con la hija de algún molinero que tenga
seis mis francos de renta. Gracias. Teniendo protectores, sería usted procurador
del rey a los treinta años, con mil escudos de sueldo, y se casaría con la hija
del alcalde. Si hace usted alguna vez esas bajezas políticas, como leer Villèle
en lugar de Manuel (que al fin y al cabo riman), a los cuarenta años será usted
procurador general y podrá presentarse a diputado. Mas note usted, querido mío,
que habremos hecho algunos jirones en nuestra conciencia, y que nos habremos
aburrido durante veinte años en medio de secretas miserias, y nuestras hermanas
se quedarán para vestir santos. Tengo además el honor de advertirle que en
Francia sólo hay veinte mil procuradores generales y que son ustedes veinte mil
aspirantes al cargo, entre los cuales hay pillastres que venderían a su familia
por subir un peldaño más. Si el oficio le disgusta, vamos a otra cosa. ¿Quiere
ser abogado el señor barón de Rastignac? ¡Oh, qué bonito! Hay que padecer
durante diez años, gastar mil francos al mes, tener una biblioteca y un bufete,
frecuentar el mundo, adular a un procurador para tener causas y lamer el suelo de
Palacio. Si esta profesión lo llevase a uno a bien, no diría que no; pero
búsqueme usted en París cinco abogados que, a los cincuenta años, ganen más de
cincuenta mil francos al año. ¡Bah, antes que empequeñecer así el alma,
preferiría ser corsario! Pero, por otra parte, ¿dónde buscar dinero? Todo esto
no tiene nada de agradable. Nos queda el recurso de la dote de una mujer; pero
casarse es atarse una piedra al cuello, y si se casa uno por dinero, ¿qué va a
ser de nuestros sentimientos de honor y de nobleza? Es preferible comenzar hoy
mismo la lucha contra las convenciones humanas. Nada significará arrastrarse
como una serpiente ante una mujer, lamer los pies de la madre y hacer bajezas
sin cuento, si así encontrase al menos la dicha. Pero, casándose de este modo, será
usted desgraciado, pues es preferible guerrear con los hombres que luchar con
su mujer. He aquí la encrucijada de la vida, joven, escoja usted. Usted ha escogido
ya: ha ido a casa de su prima Beauséant y ha olfateado allí el lujo; ha ido a
casa de la condesa de Restaud, la hija de papá Goriot y ha visto allí a la
parisiense, y aquel día volvió con esta palabra escrita en la frente, palabra
que yo supe leer: ¡Medrar! Medrar a
toda costa. ¡Bravo!, me dije, he aquí un mozo que me gusta. Necesita usted
dinero, ¿dónde buscarlo? Ha sangrado usted a sus hermanas; todos los hermanos,
tarde o temprano, recurren a esa clase de engaños. Los mil quinientos francos
arrancados, Dios sabe cómo, en un país donde no abunda el dinero, van a desfilar
como soldados en la lista. Y después, ¿qué hará usted? ¿Trabajará? El trabajo
comprendido como usted lo comprende en este momento, sólo da para vivir en la
pensión Vauquer a unos muchachos de la fuerza de Poiret. El problema de una
rápida fortuna se proponen resolverlo en este momento cincuenta mil jóvenes que
se encuentran en su misma situación. Es usted una unidad de este número; juzgue,
pues, los esfuerzos que tendrá que hacer y el encarnizamiento del combate. Necesitan
ustedes comerse unos a otros, como arañas en una olla, entendiendo que no hay
cincuenta mil plazas buenas. ¿Sabe cómo se hace carrera? Con el brillo del
genio o con la astucia de la corrupción. Hay que penetrar en esta masa de
hombres como una bala de cañón o deslizarse como una peste. La honradez no
sirve para nada. Se inclina el mundo ante el poder del genio; lo odia y procura
calumniarlo, pero al fin y al cabo se inclina ante él. En una palabra, que al
genio se lo adora de rodillas cuando no se ha podido enterrárselo en el fango.
La corrupción abunda y el talento es raro. Así es que la corrupción es el arma
de la mediocridad, cuya oposición encontrará usted en todas partes. Verá usted
mujeres cuyos maridos tienen seis mil francos de salario por toda entrada y que
gastan más de diez mil en su arreglo. Verá usted empleados con mil doscientos
francos de sueldo que compran tierras. Verá usted prostituirse a las mujeres
por el solo deseo de ir en el coche de un par de Francia, que puede correr en
Longchamps sobre la calzada del medio. Ha visto al pobre y estúpido Goriot
obligado a pagar la letra de cambio endosada por su hija, cuyo marido tiene
cincuenta mil francos de renta. Apostaría la cabeza contra una mata de esas
hierbas a que caerá usted en un avispero con la primera mujer que le guste,
aunque sea rica, hermosa y joven. Todas están en guerras con sus maridos con
motivo de todo, y créame que no acabaría nunca si hubiera de explicarle los
tráficos que hacen por los amantes, por el lujo, por los hijos, por la casa o
por la vanidad, y rara vez por virtud, esté seguro. Así que el hombre es su
enemigo común. Pero, ¿qué cree usted que es un hombre honrado? En París un
hombre honrado es el que se calla y se niega a participar en ciertas cosas. No
le hablo a usted de esos pobres ilotas que cumplen con sus deberes sin verse
nunca recompensados y a los cuales llamo yo la Cofradía de los Parias. Allá
está la virtud en toda la flor de su tontería, pero también la miseria.
Quisiera ver el gesto que harían estas buenas gentes si Dios nos hiciera el mal
chiste de ausentarse en el Juicio Final. Para enriquecerse, hay que dar grandes
golpes; o si no, uno se engaña, y vuestro servidor… Si quiere usted, pues,
hacer fortuna pronto, es preciso ser rico o parecerlo. Si en las cien
profesiones que puede usted abrazar existen diez mil hombres que medren pronto,
el público los llama ladrones. Saque usted de aquí la conclusión. He aquí la
vida al cual es y que no resulta más agradable que la cocina, hiede tanto como
esta, y hay que mancharse las manos si se quiere sacar partido. Sepa usted,
únicamente, desembarazarse bien: esta es toda la moral de nuestra época. Si le
hablo así a usted del mundo, es porque el conocimiento que tengo de él me da
derecho a ello. ¿Cree usted que lo critico? Nada de eso. Siempre ha sido lo mismo,
y los moralistas no lo cambiarán nunca, porque el hombre es imperfecto, y como
es a veces más o menos hipócrita, los necios lo juzgan más o menos moral. No acuso
a los ricos en contra del pueblo: el hombre es el mismo arriba, que abajo, que
en el medio. Por cada millón de seres humanos se encuentran únicamente diez que
saben sobreponerse a todo, hasta a las leyes, y yo soy uno de ellos. Si es
usted un hombre superior, marche en línea recta con la cabeza en alto. Pero
tendrá que luchar contra la envidia, la calumnia, la medianía, contra todo el
mundo. Napoleón encontró un ministro de la Guerra que se llamaba Aubry que
estuvo a punto de enviarlo a las colonias. Tiéntese usted la ropa y vez si
podría levantarse cada mañana con más voluntad que la que tendría la víspera.
En este estado de cosas, yo voy a hacerle una proposición a la que nadie se
negaría. Escúcheme bien. Aquí donde usted me ve, yo tengo una idea, que
consiste en ir a hacer vida patriarcal a una gran propiedad de diez mil
fanegas, situada en el sur de los Estados Unidos. Quiero hacerme allí colono,
tener esclavos, ganar mis buenos millones vendiendo mis bueyes, mi tabaco y mis
maderas, vivir como un soberano, y hacer mi santa voluntad llevando una
existencia que aquí no se concibe porque no hay teatro para ella. Yo soy un
gran poeta. Pero no escribo mis poemas, que consisten en acciones y en sentimientos.
En este momento poseo cincuenta mil francos, con los cuales sólo podría
adquirir unos cuarenta negros, y necesito doscientos mil francos, porque quiero
doscientos negros para satisfacer mi gusto por la vida patriarcal. ¿ve usted?
Los negros vienen a ser hijos encontrados, de los cuales se hace lo que se quiere,
sin que ningún juez pueda pedirnos cuenta de ellos. Con este capital negro, en
diez años haré tres o cuatro millones. Si triunfo, nadie m preguntará quién
soy, seré el señor Cuatro Millones, ciudadano de los Estados Unidos. Tendré cincuenta
años, no estaré aun envejecido y me divertiré a mi modo. En dos palabras, ¿me
dará usted los doscientos mil francos si le procuro una dote de un millón? Un
veinte por ciento de comisión, me parece que no es caro. Se hará usted querer
de su mujercita; una vez casado, fingirá usted sentir inquietudes y remordimientos,
se hará usted el triste durante quince días. Una noche, después de algunas
caricias, entre dos besos, le declarará a su mujer que tiene doscientos mil
francos de deudas diciéndole: “Amor mío.” Esta comedia la representan todas las
filas de jóvenes más distinguidos. Una recién casada no niega nunca su bolsa al
marido que le ha conquistado el corazón. ¿Cree usted que saldrá perdiendo algo?
No. Ya encontrará el medio de recuperar los doscientos mil francos en algún
negocio, y con su talento y su dinero adquirirá una fortuna mucho mayor de lo
que podría desear. Ergo, en seis
meses de tiempo habrá hecho usted su dicha, la de una mujer amable y la de su
papá Vautrin, sin contar la de su familia, que se sopla los dedos en invierno
por falta de leña. No se asombre usted de lo que le propongo ni de lo que le
digo. De sesenta matrimonios buenos que se hacen en París, cuarenta y siete dan
lugar a mercados de esta índole…
-Y, ¿qué tengo yo que
hacer? -dijo ávidamente Rastignac interrumpiendo a Vautrin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario