domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (39)


LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 4)

Rastignac colocó el dinero sobre la mesa y se sentó movido por una curiosidad engendrada por el cambio repentino operado en los modales de aquel hombre que, después de haber hablado de matarlo, se constituía en su protector.

-Usted quisiera saber lo que soy, lo que hago o lo que he hecho -repuso Vautrin-. Es usted demasiado curioso, hijito mío. Vamos, calma, que esto no es nada comparado con lo que usted va a oír. Yo he tenido desgracias. Escúcheme primero, y luego me contestará. ¿Quién soy? Vautrin. ¿Qué hago? Lo que me da la gana. Ahora sigamos. ¿Quiere usted conocer mi carácter? Pues bien, sepa que soy bueno con aquellos que me hacen bien o que tienen un corazón que está de acuerdo con el mío. A estos se lo permito todo y pueden darme patadas en las canillas sin que yo les diga: “¡Cuidado!” Pero, ¡mil rayos!, soy malo como el demonio con los que me molestan o me son antipáticos. Es bueno que sepa usted que me importa a mí tanto matar a un hombre como esto -dijo soltando un escupitajo-. Únicamente que procuro matarlo en ocasión oportuna. Yo soy lo que ustedes llaman un artista. Así como me ve, he leído las memorias de Benvenuto Cellini en italiano. Con este hombre, que era un buen muchacho, he aprendido a imitar a la Providencia, que mata a diestro y siniestro, y a amar lo bello donde lo encuentro. Por otra parte, ¿no es una partida interesante el verse solo contra todos los hombres y tener suerte? He reflexionado maduramente acerca de la constitución actual de nuestro desorden social. Hijo mío, el duelo es un juego de niños, una estupidez. Cuando de dos hombres que viven tiene que desaparecer uno, se necesita ser muy estúpido para entregarse al azar. ¿El duelo? Cara o cruz. Eso es todo. Yo meto cinco balas seguidas en un as de oro a treinta y cinco pasos y, cuando se está dotado de talento, yo creo que se puede tener la seguridad de derribar a su contrario. Pues bien, yo tiré contra un hombre a veinte pasos y erré. Aquel pillo no había manejado en su vida una pistola. ¡Mire usted! -dijo aquel hombre extraordinario desabrochándose el chaleco para enseñar su velludo pecho, que causaba espanto-. Aquel sietemesino hizo blanco en mí -añadió poniendo un dedo de Rastignac en un agujero que tenía en el pecho-. Pero en aquella época yo era un niño, tenía su edad, veintiún años. Creía aun en algo, en el amor de una mujer, en esa porción de tonterías en que va usted a sumirse en breve. Nos hubiéramos batido, ¿verdad? Hubiera usted podido matarme. Imagínese que estoy solo en el suelo muerto, ¿qué haría usted?  Tendría que irse a Suiza a comerse el dinero de papá, que no tiene mucho. Voy a iluminarlo acerca de su verdadera posición; pero voy a hacerlo con la superioridad de un hombre que después de haber examinado las cosas de aquí abajo, ha visto que no hay más de dos partidas que tomar: o una estúpida obediencia o la revolución. Yo no obedezco a nada, ¿está claro? ¿Sabe usted lo que se necesita para seguir el camino que emprende? Un millón, y enseguida, sin lo cual con su cabecita podría ir a caer en las redes de Saint-Cloud, para ver si hay ahí un Ser Supremo. Ahora bien, ese millón voy a dárselo yo -añadió haciendo una pausa para mirar a Eugenio-. ¡Oh, oh! Parece que le pone a usted mejor cara a papá Vautrin. Oyendo mis palabras está usted como la joven a quien se dice: “Hasta la noche”, y que se arregla relamiéndose como la gata que bebe su leche. Vamos, vamos, menos mal. He aquí nuestra situación, joven. Usted tiene en su tierra a papá, a mamá, a la tía, a dos hermanas (de diecisiete y dieciocho años) y dos hermanos (de quince y de diez). He aquí el control de equipaje. La tía educa a sus hermanas. El cura va a enseñar latín a los hermanos. La familia come más castañas cocidas que pan blanco, el papá ahorra sus ropas, la mamá pasa grandes trabajos para hacerse un traje de invierno y otro de verano, y las hermanas hacen lo que pueden. Yo lo sé todo, he estado en el Mediodía. En tal estado se hallan las cosas en su casa, y si le envían a usted mil doscientos francos al año, es porque las tierras no dan más que tres mil. Tenemos una cocinera y un criado, es necesario guardar el decoro, papá es barón. Nosotros, por nuestra parte, tenemos ambición, la Beauséant es parienta nuestra y vamos a pie, queremos fortuna y no tenemos un céntimo, comemos el potaje de mamá Vauquer gustándonos las buenas comidas del barrio de Saint-Germain y dormimos en un fonducho deseando tener un palacio. No vitupero sus aspiraciones. Hijito mío, no todo el mundo puede tener ambición. Pregunte usted a las mujeres qué hombres les gustan, y verá que son los ambiciosos. Los ambiciosos tienen los hombros más fuertes, la sangre más rica en hierro y el corazón más ardiente que los demás hombres. La mujer se considera tan feliz y tan hermosa cuando es fuerte, que de todos los hombres prefiere a aquel cuya fuerza es enorme, aunque corra peligro de ser aplastada por él. Le hago el inventario de sus deseos para proponerle una cuestión. Esta cuestión es la siguiente: tenemos un hambre de lobo, nuestros dientes con incisivos, ¿cómo nos arreglaremos para proveer la despensa? En primer lugar, tenemos que estudiar el Código, lo cual no es divertido ni enseña nada, pero es necesario. Sea. Nos hacemos abogado para llegar a ser presidente de una audiencia y enviar a presidio a pobres diablos que valen más que nosotros, son la marca T. F. en las espaldas, para probarles a los ricos que pueden dormir tranquilamente. Esto es poco agradable y demasiado largo. En primer término, dos años en París contemplando sin poder probarlo, el maná. Es fatigoso desear siempre sin satisfacerse nunca. Si tuviéramos una naturaleza como la de los moluscos no habría nada que temer; pero tenemos la sangre ardiente de los leones y un apetito capaz de llevarnos a hacer veinte locuras diarias. Sucumbirá usted, pues, en este suplicio, que es el más horrible que existe en el infierno de Dios. Supongamos que sea usted juicioso y que se dedique a hacer elegías; generoso como es, necesitará empezar, después de muchos fastidios y privaciones, por ser sustituto de algún granuja en un rincón donde el gobierno le mandará mil francos de sueldo como si echase la sopa a un perro. Persigue a los ladrones, pleitea por los ricos, guillotina a las gentes de corazón: todo inútil. Si no se tiene protección, muere uno en una audiencia de provincia. A los treinta años será usted juez con mil doscientos francos de sueldo, y cuando llegue a los cuarenta se casará con la hija de algún molinero que tenga seis mis francos de renta. Gracias. Teniendo protectores, sería usted procurador del rey a los treinta años, con mil escudos de sueldo, y se casaría con la hija del alcalde. Si hace usted alguna vez esas bajezas políticas, como leer Villèle en lugar de Manuel (que al fin y al cabo riman), a los cuarenta años será usted procurador general y podrá presentarse a diputado. Mas note usted, querido mío, que habremos hecho algunos jirones en nuestra conciencia, y que nos habremos aburrido durante veinte años en medio de secretas miserias, y nuestras hermanas se quedarán para vestir santos. Tengo además el honor de advertirle que en Francia sólo hay veinte mil procuradores generales y que son ustedes veinte mil aspirantes al cargo, entre los cuales hay pillastres que venderían a su familia por subir un peldaño más. Si el oficio le disgusta, vamos a otra cosa. ¿Quiere ser abogado el señor barón de Rastignac? ¡Oh, qué bonito! Hay que padecer durante diez años, gastar mil francos al mes, tener una biblioteca y un bufete, frecuentar el mundo, adular a un procurador para tener causas y lamer el suelo de Palacio. Si esta profesión lo llevase a uno a bien, no diría que no; pero búsqueme usted en París cinco abogados que, a los cincuenta años, ganen más de cincuenta mil francos al año. ¡Bah, antes que empequeñecer así el alma, preferiría ser corsario! Pero, por otra parte, ¿dónde buscar dinero? Todo esto no tiene nada de agradable. Nos queda el recurso de la dote de una mujer; pero casarse es atarse una piedra al cuello, y si se casa uno por dinero, ¿qué va a ser de nuestros sentimientos de honor y de nobleza? Es preferible comenzar hoy mismo la lucha contra las convenciones humanas. Nada significará arrastrarse como una serpiente ante una mujer, lamer los pies de la madre y hacer bajezas sin cuento, si así encontrase al menos la dicha. Pero, casándose de este modo, será usted desgraciado, pues es preferible guerrear con los hombres que luchar con su mujer. He aquí la encrucijada de la vida, joven, escoja usted. Usted ha escogido ya: ha ido a casa de su prima Beauséant y ha olfateado allí el lujo; ha ido a casa de la condesa de Restaud, la hija de papá Goriot y ha visto allí a la parisiense, y aquel día volvió con esta palabra escrita en la frente, palabra que yo supe leer: ¡Medrar! Medrar a toda costa. ¡Bravo!, me dije, he aquí un mozo que me gusta. Necesita usted dinero, ¿dónde buscarlo? Ha sangrado usted a sus hermanas; todos los hermanos, tarde o temprano, recurren a esa clase de engaños. Los mil quinientos francos arrancados, Dios sabe cómo, en un país donde no abunda el dinero, van a desfilar como soldados en la lista. Y después, ¿qué hará usted? ¿Trabajará? El trabajo comprendido como usted lo comprende en este momento, sólo da para vivir en la pensión Vauquer a unos muchachos de la fuerza de Poiret. El problema de una rápida fortuna se proponen resolverlo en este momento cincuenta mil jóvenes que se encuentran en su misma situación. Es usted una unidad de este número; juzgue, pues, los esfuerzos que tendrá que hacer y el encarnizamiento del combate. Necesitan ustedes comerse unos a otros, como arañas en una olla, entendiendo que no hay cincuenta mil plazas buenas. ¿Sabe cómo se hace carrera? Con el brillo del genio o con la astucia de la corrupción. Hay que penetrar en esta masa de hombres como una bala de cañón o deslizarse como una peste. La honradez no sirve para nada. Se inclina el mundo ante el poder del genio; lo odia y procura calumniarlo, pero al fin y al cabo se inclina ante él. En una palabra, que al genio se lo adora de rodillas cuando no se ha podido enterrárselo en el fango. La corrupción abunda y el talento es raro. Así es que la corrupción es el arma de la mediocridad, cuya oposición encontrará usted en todas partes. Verá usted mujeres cuyos maridos tienen seis mil francos de salario por toda entrada y que gastan más de diez mil en su arreglo. Verá usted empleados con mil doscientos francos de sueldo que compran tierras. Verá usted prostituirse a las mujeres por el solo deseo de ir en el coche de un par de Francia, que puede correr en Longchamps sobre la calzada del medio. Ha visto al pobre y estúpido Goriot obligado a pagar la letra de cambio endosada por su hija, cuyo marido tiene cincuenta mil francos de renta. Apostaría la cabeza contra una mata de esas hierbas a que caerá usted en un avispero con la primera mujer que le guste, aunque sea rica, hermosa y joven. Todas están en guerras con sus maridos con motivo de todo, y créame que no acabaría nunca si hubiera de explicarle los tráficos que hacen por los amantes, por el lujo, por los hijos, por la casa o por la vanidad, y rara vez por virtud, esté seguro. Así que el hombre es su enemigo común. Pero, ¿qué cree usted que es un hombre honrado? En París un hombre honrado es el que se calla y se niega a participar en ciertas cosas. No le hablo a usted de esos pobres ilotas que cumplen con sus deberes sin verse nunca recompensados y a los cuales llamo yo la Cofradía de los Parias. Allá está la virtud en toda la flor de su tontería, pero también la miseria. Quisiera ver el gesto que harían estas buenas gentes si Dios nos hiciera el mal chiste de ausentarse en el Juicio Final. Para enriquecerse, hay que dar grandes golpes; o si no, uno se engaña, y vuestro servidor… Si quiere usted, pues, hacer fortuna pronto, es preciso ser rico o parecerlo. Si en las cien profesiones que puede usted abrazar existen diez mil hombres que medren pronto, el público los llama ladrones. Saque usted de aquí la conclusión. He aquí la vida al cual es y que no resulta más agradable que la cocina, hiede tanto como esta, y hay que mancharse las manos si se quiere sacar partido. Sepa usted, únicamente, desembarazarse bien: esta es toda la moral de nuestra época. Si le hablo así a usted del mundo, es porque el conocimiento que tengo de él me da derecho a ello. ¿Cree usted que lo critico? Nada de eso. Siempre ha sido lo mismo, y los moralistas no lo cambiarán nunca, porque el hombre es imperfecto, y como es a veces más o menos hipócrita, los necios lo juzgan más o menos moral. No acuso a los ricos en contra del pueblo: el hombre es el mismo arriba, que abajo, que en el medio. Por cada millón de seres humanos se encuentran únicamente diez que saben sobreponerse a todo, hasta a las leyes, y yo soy uno de ellos. Si es usted un hombre superior, marche en línea recta con la cabeza en alto. Pero tendrá que luchar contra la envidia, la calumnia, la medianía, contra todo el mundo. Napoleón encontró un ministro de la Guerra que se llamaba Aubry que estuvo a punto de enviarlo a las colonias. Tiéntese usted la ropa y vez si podría levantarse cada mañana con más voluntad que la que tendría la víspera. En este estado de cosas, yo voy a hacerle una proposición a la que nadie se negaría. Escúcheme bien. Aquí donde usted me ve, yo tengo una idea, que consiste en ir a hacer vida patriarcal a una gran propiedad de diez mil fanegas, situada en el sur de los Estados Unidos. Quiero hacerme allí colono, tener esclavos, ganar mis buenos millones vendiendo mis bueyes, mi tabaco y mis maderas, vivir como un soberano, y hacer mi santa voluntad llevando una existencia que aquí no se concibe porque no hay teatro para ella. Yo soy un gran poeta. Pero no escribo mis poemas, que consisten en acciones y en sentimientos. En este momento poseo cincuenta mil francos, con los cuales sólo podría adquirir unos cuarenta negros, y necesito doscientos mil francos, porque quiero doscientos negros para satisfacer mi gusto por la vida patriarcal. ¿ve usted? Los negros vienen a ser hijos encontrados, de los cuales se hace lo que se quiere, sin que ningún juez pueda pedirnos cuenta de ellos. Con este capital negro, en diez años haré tres o cuatro millones. Si triunfo, nadie m preguntará quién soy, seré el señor Cuatro Millones, ciudadano de los Estados Unidos. Tendré cincuenta años, no estaré aun envejecido y me divertiré a mi modo. En dos palabras, ¿me dará usted los doscientos mil francos si le procuro una dote de un millón? Un veinte por ciento de comisión, me parece que no es caro. Se hará usted querer de su mujercita; una vez casado, fingirá usted sentir inquietudes y remordimientos, se hará usted el triste durante quince días. Una noche, después de algunas caricias, entre dos besos, le declarará a su mujer que tiene doscientos mil francos de deudas diciéndole: “Amor mío.” Esta comedia la representan todas las filas de jóvenes más distinguidos. Una recién casada no niega nunca su bolsa al marido que le ha conquistado el corazón. ¿Cree usted que saldrá perdiendo algo? No. Ya encontrará el medio de recuperar los doscientos mil francos en algún negocio, y con su talento y su dinero adquirirá una fortuna mucho mayor de lo que podría desear. Ergo, en seis meses de tiempo habrá hecho usted su dicha, la de una mujer amable y la de su papá Vautrin, sin contar la de su familia, que se sopla los dedos en invierno por falta de leña. No se asombre usted de lo que le propongo ni de lo que le digo. De sesenta matrimonios buenos que se hacen en París, cuarenta y siete dan lugar a mercados de esta índole…

-Y, ¿qué tengo yo que hacer? -dijo ávidamente Rastignac interrumpiendo a Vautrin.

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