LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 3)
Aunque aquel hombre le
fuese insoportable desde el día en que habían cambiado palabras duras al volver
de casa de la señora de Béauseant, Rastignac se vio obligado a darle las
gracias. Durante aquellos ocho días, Eugenio y Vautrin habían permanecido
silenciosos y se observaban el uno al otro. El estudiante se preguntaba en vano
por qué. Las ideas sin duda se proyectan en razón directa de la fuerza con que
se las concibe y, obedeciendo a una ley sistemática comparable a la que dirige
las bombas al salir del cañón, van a tocar el punto al que el cerebro las
envía. Pero sus efectos son diversos. Si existen naturalezas débiles que acogen
las ideas dejándose estragar por ellas, existen también naturalezas
vigorosamente provistas y cerebros con cráneos de bronce contra los cuales se
aplastan las voluntades de los demás y caen como balas ante una muralla, y
otras blandas y mullidas donde las ideas ajenas caen como las balas en la
tierra blanda de las trincheras. Rastignac tenía una de esas cabezas de pólvora
que saltan al menor choque. Estaba dotado de demasiada vivacidad juvenil para
no ser accesible a esa proyección de ideas y a ese contagio de sentimientos que
dan origen a extraños fenómenos que no concebimos. Su penetración tenía el
mismo alcance que sus ojos de lince. Cada uno de sus dobles sentidos tenía esa
longitud misteriosa, esa flexibilidad de salir y de volver que nos maravilla en
las personas superiores, luchadores hábiles para comprender el defecto de todas
las corazas. Desde hacía un mes se desarrollaban en Eugenio tantas cualidades
como defectos. El mundo y el cumplimiento de sus deseos eran la causa de sus
defectos, y entre sus buenas cualidades se encontraba esa vivacidad meridional que
obliga a marchar en línea recta al encuentro de las dificultades para
resolverlas, y que no permite que un hombre del otro lado del Loira permanezca
en la incertidumbre; cualidad que los del Norte consideran defecto, pues para
ellos, si fue el origen de la fortuna de Murat, fue también la causa de su
muerte. Rastignac no podía, pues, soportar por mucho tiempo el fuego de las
baterías de Vautrin, sin saber si este hombre era amigo suyo o enemigo. De día
en día iba pareciendo que este singular personaje penetraba en sus pasiones y
leía en su corazón, mientras que en Vautrin todo estaba tan bien cerrado que
parecía tener la profundidad inmóvil de la esfinge que lo sabe todo y lo ve
todo y no dice nada. Al sentirse el bolsillo repleto, Eugenio se tebeló.
-Hágame usted el favor de
esperarme -dijo a Vautrin, que se levantaba para salir después de haber
saboreado los últimos sorbos de su café.
-¿Para qué? -respondió el
cuadragenario calándose su sombrero de grandes alas y tomando su bastón de
hierro con el cual hacía a veces molinetes como hombre que no teme verse
asaltado por cuatro ladrones.
-Voy a devolverle el
franco -repuso Rastignac abriendo un saco y entregando ciento cuarenta francos
a la señora Vauquer-. Las cuentas claras conservan la amistad -le dijo a la
viuda-. Estamos en paz hasta el día de San Silvestre. Cámbieme esta moneda de
cinco francos.
-Es verdad, las cuentas
claras conservan la amistad… -repitió Poiret mirando a Vautrin.
-Aquí tiene usted su
franco -dijo Rastignac entregando una moneda a la esfinge con peluca.
-Cualquiera diría que
teme usted deberme algo -exclamó Vautrin dirigiéndole al joven una mirada
profunda y una de aquellas sonrisas burlonas y diogénicas (1) que más de cien
veces habían estado a punto de irritar a Eugenio.
-Pero… Sí -respondió el
estudiante, que llevaba los sacos en la mano y se había levantado para subir a
su habitación.
Vautrin salía por la
puerta que daba al salón, y el estudiante se disponía a irse por la que daba al
descansillo de la escalera.
-Señor marqués de Rastignacorama,
¿sabe usted que es muy poco cortés lo que me dice? -profirió entonces Vautrin
cerrando con fuerza la puerta del salón y dirigiéndose al estudiante, que lo
miró fríamente.
Rastignac cerró la puerta
del comedor llevándose consigo a Vautrin a la parte baja de la escalera, al
descansillo que separaba el comedor de la cocina, descansillo contiguo a una
puerta que daba al jardín. Allí el estudiante dijo delante de Silvia, que salía
de la cocina:
-Señor Vautrin, yo no soy marqués ni me llamo Rastignacorama.
-Van a batirse -dijo la
señorita Michonneau con aire indiferente.
-¡A batirse! -repitió
Poiret.
-¡Oh, no! -dijo la señora
Vauquer acariciando el dinero que acababa de recibir.
-Míreles, se van debajo
de los tilos -exclamó Victorina levantándose para mirar hacia el jardín-. Y sin embargo, ese pobre joven tiene razón.
-Subamos a nuestro
cuarto, hijita mía -dijo la señora Couture-; esas cosas no nos interesan.
Cuando la señora Couture
y Victorina se levantaron, se encontraron en la puerta con la obesa Silvia, que
les impidió el paso.
-¿Pero qué es lo que
pasa? -dijo-. Veo que el señor Vautrin le dijo al joven Eugenio: “Expliquémonos”,
y después lo ha tomado por el brazo y los dos se han encaminado al jardín.
En ese momento apareció
también Vautrin, diciendo con burlona sonrisa:
-Señora Vauquer, no se
asuste usted, voy a preparar mis pistolas debajo de los tilos.
-¡Oh, caballero! -dijo
Victorina juntando las manos- ¿Por qué quiere usted matar al señor Eugenio?
Vautrin dio dos pasos
atrás y contempló a Victorina.
-¿Otra historia? ¿Verdad
que es muy guapo ese joven? -exclamó con un tono tan burlón que hizo ruborizar
a la joven-. Me ha dado usted una idea. Haré la felicidad de los dos, mi bella
joven.
La señora Couture había
tomado a su pupila por el brazo y se la llevaba diciéndole al oído:
-Pero, Victorina, está
usted hoy inconcebible.
-Yo no quiero que
disparen tiros en mi casa -dijo la señora Vauquer-. A esta hora van ustedes a
asustar al vecindario y hacer que acuda la policía.
-Vamos, calma, mamá
Vauquer -respondió Vautrin-. Iremos a un salón de tiro.
Fue a unirse a Rastignac,
al cual tomó familiarmente por el brazo diciéndole:
-Cuando yo le haya
probado que meto cinco veces la bala en un as de oros a treinta y cinco pasos,
¿no se le quitará el valor? Tiene usted aspecto de ser rencoroso y se haría
usted matar como un imbécil.
-¿Se vuelve usted atrás?
-le dijo Eugenio.
-No me revuelva la bilis
-respondió Vautrin-. Esta mañana no hace frío. Venga usted a sentarse allá
abajo -dijo señalándole unos asientos pintados de verde-. Allí nadie puede
oírnos. Tengo que hablarle. Es usted un joven que me inspira simpatía. Lo
quiero a usted a fe de Burr… (¡mil rayos!), a fe de Vautrin. Ya le diré a usted
por qué lo quiero. Lo conozco como si lo hubiera parido, y voy a probárselo.
Ponga usted sus sacos ahí -repuso señalándole la mesa redonda.
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