LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 2)
¡El mundo era suyo! El
sastre había sido ya convocado, consultado, conquistado. Al ver al señor de
Trailles, Rastignac comprendió la influencia que ejercen los sastres en las
vidas de los jóvenes. ¡Ay! No existe término medio entre estas dos
apreciaciones: un sastre es un enemigo mortal o un amigo adquirido a costa del
pago de una factura. Eugenio encontró en el suyo un hombre que había
comprendido la paternidad de su comercio y que se consideraba como un lazo de
unión entre el presente y el porvenir de los jóvenes. Rastignac supo cómo había
hecho su fortuna este hombre por frases como estas, cuya verdad reconoció más
tarde: “Yo sé de dos pantalones que ha confeccionado y que valieran a sus
dueños matrimonios de veinte mil francos de renta.”
¡Mil quinientos francos y
trajes a discreción! En aquel momento, el pobre meridional no dudó ya de nada,
y bajó a almorzar con ese aire indefinible que comunica a los jóvenes la
posesión de una suma cualquiera. En el momento en que el dinero penetra en el
bolsillo del estudiante, este siente nacer en su interior una columna fantástica
que le sirve de apoyo, anda mejor que antes, y tiene la mirada alegre y franca y
los movimientos son ágiles. La víspera, humilde y tímido, habría recibido
golpes, y al día siguiente se cree capaz de apalear a un ministro. Verifícanse
en él fenómenos inauditos: lo quiere y lo puede todo, desea a toda costa, está
alegre, y es generoso y expansivo. En una palabra, que el pájaro que carecía de
alas un momento antes logra ganar las alturas. El estudiante sin dinero acecha
un instante de placer, como el perro que atrapa un hueso a través de mil
peligros, lo parte, chupa su médula y luego corre; pero el joven que siente
repleto su bolsillo con algunas fugitivas monedas de oro, saborea sus goces,
los detalla, se complace en meditarlos, se balancea en el cielo y no sabe ya lo
que significa la palabra miseria.
París le pertenece por completo. ¡Edad en que todo bulle y chispea! ¡Edad de
goces, cuya fuerza no aprovecha nadie, ni el hombre ni la mujer! ¡Edad de
deudas y de vivos temores que centuplican todos los placeres! Quien no ha
frecuentado la orilla izquierda del Sena, entre la calle San Jacobo y la de los
Santos Padres, no sabe nada de la vida. “¡Ah, si las mujeres de París lo supiesen,
vendrían aquí a hacerse amar!”, se decía Rastignac devorando las peras cocidas
de un céntimo servidas por la señora Vauquer. En ese momento se presentó el
enviado de las Mensajerías Reales, después de haber llamado a la puerta.
Preguntó por Eugenio de Rastignac, a quien entregó dos saquitos y un talón para
que firmase el recibo. Rastignac se vio entonces herido por la profunda mirada
que le dirigió Vautrin.
-Ahora tendrá usted con
qué pagar lecciones de armas y sesiones de tiro -le dijo.
-Han llegado los galeones
-le dijo la señora Vauquer mirando los sacos.
La señorita Michonneau
temió fijar sus miradas en el dinero y hacer ver su codicia.
-Tiene usted una buena
madre -le dijo la señora Couture.
-El señor tiene una buena
madre -repitió Poiret.
-Sí, la mamá se ha hecho
una sangría -añadió Vautrin-. Ahora podrá usted divertirse, frecuentar el
mundo, pescar en él buenas dotes y bailar con condesas que llevan flores de
durazno en la cabeza. Pero, créame usted, joven, frecuente el tiro.
Vautrin hizo el gesto del
hombre que mide de arriba abajo a su adversario. Rastignac quiso darle propina
al mozo, pero se encontró sin dinero en el bolsillo, y entonces Vautrin sacó un
franco y se lo dio al hombre.
-Ahora tiene usted
crédito -replicó mirando al estudiante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario