domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (37)


LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 2)

¡El mundo era suyo! El sastre había sido ya convocado, consultado, conquistado. Al ver al señor de Trailles, Rastignac comprendió la influencia que ejercen los sastres en las vidas de los jóvenes. ¡Ay! No existe término medio entre estas dos apreciaciones: un sastre es un enemigo mortal o un amigo adquirido a costa del pago de una factura. Eugenio encontró en el suyo un hombre que había comprendido la paternidad de su comercio y que se consideraba como un lazo de unión entre el presente y el porvenir de los jóvenes. Rastignac supo cómo había hecho su fortuna este hombre por frases como estas, cuya verdad reconoció más tarde: “Yo sé de dos pantalones que ha confeccionado y que valieran a sus dueños matrimonios de veinte mil francos de renta.”

¡Mil quinientos francos y trajes a discreción! En aquel momento, el pobre meridional no dudó ya de nada, y bajó a almorzar con ese aire indefinible que comunica a los jóvenes la posesión de una suma cualquiera. En el momento en que el dinero penetra en el bolsillo del estudiante, este siente nacer en su interior una columna fantástica que le sirve de apoyo, anda mejor que antes, y tiene la mirada alegre y franca y los movimientos son ágiles. La víspera, humilde y tímido, habría recibido golpes, y al día siguiente se cree capaz de apalear a un ministro. Verifícanse en él fenómenos inauditos: lo quiere y lo puede todo, desea a toda costa, está alegre, y es generoso y expansivo. En una palabra, que el pájaro que carecía de alas un momento antes logra ganar las alturas. El estudiante sin dinero acecha un instante de placer, como el perro que atrapa un hueso a través de mil peligros, lo parte, chupa su médula y luego corre; pero el joven que siente repleto su bolsillo con algunas fugitivas monedas de oro, saborea sus goces, los detalla, se complace en meditarlos, se balancea en el cielo y no sabe ya lo que significa la palabra miseria. París le pertenece por completo. ¡Edad en que todo bulle y chispea! ¡Edad de goces, cuya fuerza no aprovecha nadie, ni el hombre ni la mujer! ¡Edad de deudas y de vivos temores que centuplican todos los placeres! Quien no ha frecuentado la orilla izquierda del Sena, entre la calle San Jacobo y la de los Santos Padres, no sabe nada de la vida. “¡Ah, si las mujeres de París lo supiesen, vendrían aquí a hacerse amar!”, se decía Rastignac devorando las peras cocidas de un céntimo servidas por la señora Vauquer. En ese momento se presentó el enviado de las Mensajerías Reales, después de haber llamado a la puerta. Preguntó por Eugenio de Rastignac, a quien entregó dos saquitos y un talón para que firmase el recibo. Rastignac se vio entonces herido por la profunda mirada que le dirigió Vautrin.

-Ahora tendrá usted con qué pagar lecciones de armas y sesiones de tiro -le dijo.

-Han llegado los galeones -le dijo la señora Vauquer mirando los sacos.

La señorita Michonneau temió fijar sus miradas en el dinero y hacer ver su codicia.

-Tiene usted una buena madre -le dijo la señora Couture.

-El señor tiene una buena madre -repitió Poiret.

-Sí, la mamá se ha hecho una sangría -añadió Vautrin-. Ahora podrá usted divertirse, frecuentar el mundo, pescar en él buenas dotes y bailar con condesas que llevan flores de durazno en la cabeza. Pero, créame usted, joven, frecuente el tiro.

Vautrin hizo el gesto del hombre que mide de arriba abajo a su adversario. Rastignac quiso darle propina al mozo, pero se encontró sin dinero en el bolsillo, y entonces Vautrin sacó un franco y se lo dio al hombre.

-Ahora tiene usted crédito -replicó mirando al estudiante.

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