domingo

EL HÉROE DE LAS MIL CARAS (8) - JOSEPH CAMPBELL


2 / TRAGEDIA Y COMEDIA (1)

“Las familias felices son todas iguales; las que no lo son, tienen su propia manera de infelicidad.” Con estas ominosas palabras, el conde León Tolstoi inició la novela de la destrucción espiritual de su heroína moderna, Ana Karenina. Durante las siete décadas que han pasado desde que aquella perturbada esposa, madre y amante apasionadamente ciega se arrojó entre las ruedas del tren -terminando así con un acto simbólico de lo que ya había pasado en su alma, su tragedia de desorientación-, un ditirambo constante y tumultuoso de novelas, noticias periodísticas e ignorados gritos de angustia se han sucedido en honor al toro-demonio del laberinto: el aspecto destructivo, colérico y enloquecedor del mismo dios que, cuando muestra su bondad, es vivificador principio del mundo. La novela moderna, como la tragedia griega, celebra el misterio de la destrucción, que en el tiempo es la vida. El final feliz es satirizado justamente como una falsedad; porque el mundo tal como lo conocemos, tal como lo hemos visto, no lleva más que a un final: la muerte, la desintegración, el desmembramiento y la crucifixión de nuestro corazón con el olvido de las formas que hemos amado.

“Piedad es el sentimiento que paraliza el ánimo en presencia de todo lo que hay de grave y constante en los sufrimientos humanos y lo une con el ser paciente. Terror es el sentimiento que paraliza el ánimo en presencia de todo lo que hay de grave y constante en los sufrimientos humanos y lo une con la causa secreta.” (28) Como Gilbert Murray ha señalado en el prefacio a la traducción  de Ingram Bywater de la Poética de Aristóteles, (29) la catarsis trágica (la “purificación” o “purgación” de las emociones del espectador de la tragedia a través de su experiencia de la compasión y el terror) corresponde a una catarsis ritual anterior (“la purificación de la comunidad de las corrupciones y venenos del año que acaba de terminar, de los viejos contagios de la muerte y del pecado”), lo cual era función de la comedia festiva y de misterio dedicados al desmembrado (32) dios-toro, Dionisos. El espíritu meditativo se une, en el misterio de la obra de teatro, no con el cuerpo que en ella muere, sino con el principio de vida constante que lo albergó por un tiempo y que por ese tiempo era la realidad plasmada en una aparición (que corresponde al que sufre y a la causa secreta) en el substratum en el que nuestros yos se disuelven cuando “la tragedia que rompe el rostro del hombre” (30) ha partido, destrozado y disuelto nuestra estructura mortal.

Aparece, aparece, cualquiera que sea tu forma y tu nombre,
¡Oh, Toro de la Montaña, Srtpiente de las cien Cabezas, León de la Llama ardiente!
¡Oh Dios, Bestia, Misterio! ¡Ven! (31)

Esta muerte de los contenidos lógico y emocional de nuestra importancia provisional en el mundo del espacio y del tiempo, este reconocimiento de la vida universal que nos hace despojarnos de nuestro interés en nosotros para ponerlo en ella, que vibra y celebra su victoria justamente en el beso de nuestra propia aniquilación, este amor fati, amor al destino que es inevitablemente la muerte, constituye la experiencia del arte trágico: de allí su júbilo, el éxtasis redentor:

Mis días han pasado, yo, el sirviente,
el iniciado en el rito de Zeus;
Donde vaga el zagreo de media noche, vago yo;
He soportado su grito como el trueno;
He cumplido sus rojos y sangrantes festejos;
He sostenido la llama de la Gran Madre Montaña;
Estoy libertado y nombrado por nombre
El Baco de los Sacerdotes envueltos en mallas. ((32)

La literatura moderna se ha dedicado en gran parte a hacer una observación valerosa y exacta de las figuras enfermizas y rotas que pululan ante nosotros, a nuestro alrededor y en nuestro interior, donde se ha reprimido el impulso natural de protestar en contra del holocausto, de proclamar las culpas o anunciar las panaceas, ha encontrado (33) realización la magnificencia de un arte trágico más potente para nosotros que el arte griego: la tragedia realista, íntima e interesante desde varios aspectos, de la democracia, donde se muestra al dios crucificado con la cara lacerada y rota en las catástrofes no sólo de las grandes casas sino de los hogares más comunes. Y no hay ninguna creencia hecha sobre el cielo, la futura felicidad y la compensación para sobrellevar la majestad amarga, sino la oscuridad más absoluta, el vacío de la insatisfacción, que reciben y se comen las vidas que han sido expulsadas del vientre sólo para fracasar,

En comparación con todo esto, las historias breves de las realizaciones que hemos logrado parecen lastimosas. Demasiado bien sabemos cuánta amargura de fracaso, de pérdida, de desilusión y de insatisfacción irónica circula en la sangre de los seres más envidiados del mundo. De aquí que no estemos dispuestos a asignar a la comedia el alto rango de la tragedia. La comedia como sátira es aceptable, como diversión es un agradable medio de escape, pero el cuento de hadas de la felicidad ya no puede ser tomado seriamente en cuenta; pertenece a la “tierra del nunca jamás” de la infancia, protegida de las realidades que bien pronto serán conocidas en forma terrible; así como el mito del cielo eterno sólo tiene vigencia para los viejos, cuyas vidas están detrás de ellos y cuyos corazones tienen que ser preparados para pasar el último portal del tránsito a la noche; pero ese serio juicio occidental moderno está fundado en un malentendido total de las realidades representadas en el cuento de hadas, en el mito y en las comedias divinas de la redención. Estas, en el mundo antiguo, se consideraban de más alto rango que la tragedia, de verdad más profunda, de realización más difícil, de estructura más sólida y de revelación más completa. El final feliz del cuento de hadas, del mito y de la divina comedia del alma deben leerse no como una contradicción, sino como la trascendencia de la tragedia universal del hombre.

Notas

(28) James Joyce, El artista adolescente, (traducci{on de Alfonso Donado; Biblioteca Nueva, Madrid, 1926), p. 276.
(29) Aristóteles, On the Art of Poetry, (traducido por Ingram Bywater, con un prefacio por Gilbert Murray, Oxford University Press, 1920), pp. 14-16
(30) Robinson Jeffers, Roan Stallion (Nueva York: Horace Liveright, 1925), p. 20.
(31) Eurípides, Las bacantes, 1017 (traducción de Gilbert Murray).
(32) Eurípides, Las cretenses, frg. 475, ap. Porfirio, De abstinentia, IV, 19, traducci{on de Gilbert Murray. Ver el estudio de estos versos por Jane Harrison, Prolegomena to a Study of Greek Religion (3° edición, Cambridge University Press, 1922), pp. 478-500.

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