PRÓLOGO
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/ EL MITO Y EL SUEÑO (7)
De acuerdo con la antigua
leyenda, la falta original no fue de la reina sino del rey, y él no pudo
culparla, porque recordaba lo que había hecho. Había convertido un asunto público
en un negocio personal, sin tener en cuenta que el sentido de su investidura
como rey implicaba que ya no era meramente una persona privada. La devolución
del toro debería haber simbolizado su absoluta sumisión a las funciones de su
dignidad. El haberlo retenido significaba, en cambio, un impulso de
engrandecimiento egocéntrico. Así el rey elegido “por la gracia de Dios”, se
convirtió en un peligroso tirano acaparador. Así como los ritos tradicionales
de iniciación enseñaban al individuo a morir para el pasado y renacer para el
futuro, los grandes ceremoniales de la investidura lo desposeían de su carácter
privado y lo investían con el manto de su vocación. Ese era el ideal, ya se
tratara de un artesano o de un rey.
Por el sacrilegio de
haber rehusado el rito, el individuo como unidad de la unidad mayor de la
comunidad entera; el Uno se disgregaba en los muchos y estos se combatían los
unos a los otros, luchando cada uno por sí mismo, y podían ser gobernados sólo
por la fuerza.
La figura del
Monstruo-Tirano es conocida en las mitologías, en las tradiciones populares, en
las leyendas y hasta en las pesadillas, en todo el mundo, y sus características
son esencialmente las mismas. Él es el avaro que atesora los beneficios
generales. Es el monstruo ávido de los voraces derechos del “yo y lo mío”. Los
estragos por él provocados están descritos en la mitología y en el cuento de
hadas y son de universales consecuencias dentro de sus dominios. Estos pueden
reducirse a su habitación, a su psique torturada, a las vidas que contamina con
el toque de su amistad y de su ayuda o puede alcanzar a toda la civilización.
El ego desproporcionado del tirano es una maldición para sí mismo y para su
mundo aunque sus asuntos aparenten prosperidad. Aterrorizado por sí mismo,
perseguido por el temor, desconfiado de las manos que le tienden y luchando
contra las agresiones anticipadas de su medio, que son en principio reflejos de
los impulsos incontrolables de adquisición que se albergan en él, el gigante de
independencia adquirida por sí mismo es el mensajero mundial del desastre, aun
en el caso de que en su mente alienten intenciones humanas. Donde pone la mano
surge un grito, si no desde los techos de las casas, sí, más amargamente,
dentro de cada corazón; un grito por el héroe redentor, el que lleva la brillante
espada, cuyo golpe, cuyo toque, cuya existencia libertará la tierra.
No
se puede estar de pie, ni tenderse, ni sentarse
Ni
siquiera hay silencio en las montañas
Sino
secos truenos estériles sin lluvia
Ni
siquiera hay soledad en las montañas
Sino
hoscos rostros enrojecidos que desprecian y regañan
En
las puertas de casas de barro agrietado. (16)
El héroe es el hombre de
la sumisión alcanzada por sí mismo. Pero sumisión ¿a qué? Ese es precisamente
el enigma que tenemos que proponernos y que constituye en todas partes la
virtud primaria y la hazaña histórica que el héroe realizó. El Profesor Arnold
J. Toynbee indica en su estudio en seis volúmenes sobre las leyes del
surgimiento y la desintegración de las civilizaciones, (17) que los cismas en
el alma y los cismas en el cuerpo social no han de resolverse con programas de
retorno a los días pasados (arcaísmo), o por medio de programas que garanticen
un futuro idealmente proyectado (futurismo) ni tampoco por el trabajo tenaz y
realista de encadenar todos los elementos destructivos. Sólo el nacimiento
puede conquistar la muerte, el nacimiento, no de algo viejo, sino de algo
nuevo. Dentro del alma, dentro del cuerpo social, si nuestro destino es
experimentar una larga supervivencia, debe haber una continua recurrencia del “nacimiento”
(palingenesia) para nulificar las inevitables recurrencias de la muerte. Porque
por medio de nuestras victorias, si no sufrimos una regeneración, el trabajo de
Némesis se lleva a cabo: la perdición nace del mismo huevo que nuestra virtud.
Así resulta que la paz es una trampa, la guerra es una trampa, el cambio es una
trampa, la permanencia es una trampa. Cuando llegue nuestro día por la victoria
de la muerte, la muerte cerrará el círculo; nada podemos hacer, con excepción
de ser crucificados y resucitar; ser totalmente desmembrados y luego vueltos a
nacer.
Notas
(16) T. S. Eliot, The Waste Land, 340-345.
(17) Arnold J. Toynbee, A Study of History (Oxford University
Press, 1934), vol. VI, pp. 169-175.
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