domingo

EL GRITO (14) - RICARDO AROCENA


(Una novela de amor, pasión y muerte en tiempos de la Patria Vieja)
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018

Es una marcha forzada: deben llegar antes de que sea demasiado tarde, pero la penumbra entorpece el viaje. Villa Soriano está protegida por la naturaleza. La rodean barrancos y bosques de cardos y una intransitable ciénaga de una legua de extensión: desde aquel lugar las tropas de Soler divisan las luces del pueblo y escuchan el ladrido feroz de los perros.  La única forma de ingresar es un pasadero o calzada difícil de encontrar cuando no hay luz. El puente y la población están unidos por un camino llano y arenoso de media legua de largo. A las diez menos cuarto las tropas arriban a la Villa e inmediatamente Soler se informa de sus particularidades y de los lugares que puedan ser ocupados en forma ventajosa. Su primera medida es distribuir algunas partidas de observación para recabar información sobre el rumbo de los barcos.

-Quiero asegurarme de la decidida intención de desembarcar -explica.

A la derecha del puerto y fondeadero embosca a dos oficiales y cincuenta hombres, bajo el mando de Venancio Benavidez, para que proteja la posición hasta nueva orden. A la izquierda y bajo su mando, a dos oficiales más y otros cincuenta combatientes, que son escoltados por un ayudante y soldados del Regimiento de Pardos. En el poblado queda el resto de la gente y un cañón de artillería bajo el mando de Ramón Fernández.

-Por estar montada sobre cuatro ruedas, a la trusca, no nos va a ser muy útil -rezonga el militar.

Soler estudia la situación. Frente suyo, anclada y con los cañones alineados y prontos está la poderosa expedición española comandada por Michelena. A esta altura, el Río Negro tiene más o menos una milla de ancho, lo que facilita la huída del enemigo. El puerto no tiene barrancos, ni pantanos, ni playas arenosas, que puedan entorpecer por lo menos mínimamente un desembarco. Unas seiscientas varas lo separan del pueblo, pero el terreno está salpicado de propiedades que pueden ser asaltadas y sus dueños corren peligro en caso de un ataque. Un grito lo saca de sus cavilaciones, es que de las naves baja alguien a parlamentar. Pide hablar con Celedonio Escalada, pero Soler decide que vaya el Capitán Francisco Montes y Larrea escoltado por cuatro soldados de su regimiento.

El encuentro es tenso. En nombre de Michelena, el enviado con voz altanera transmite:

-Noticioso que en la actualidad tiene Don Miguel Soler el mando político y militar de esta Villa y su distrito, le incluyo esta proclama para que la circule a los demás jefes que mandan y a los vecinos que se hallan reunidos, para que no aleguen ignorancia.

Dando un paso adelante el militar español entrega un oficio y describe en voz alta su contenido.

-Ordena Michelena que de no avenirse ustedes a la razón, serán responsables ambas majestades, de los males que sobrevendrán a los habitantes de esta población y que se ve en la dolorosa precisión de que hoy en día sufran los monstruosos estragos de la guerra. Para la resolución los superiores y el vecindario, solo tienen dos horas, debiendo entregar las armas en dicho tiempo en la ribera de este fondeadero.

Con el ultimátum en la mano, el Capitán Larrea llega adonde está Soler y sus colaboradores, quienes rápidamente redactan una respuesta. De nuevo frente al enviado de Michelena, Larrea lee en voz alta el documento firmado por Miguel Soler.

-Las armas de la patria, depositadas en hombres que tan dignamente las sostienen, no pueden ni deben rendirse, máxime cuando defienden la más justa de las causas: por lo tanto las amenazas de Vuestra Señoría, nada intimidan a una porción de patriotas esforzados y de tropas aguerridas que tengo el honor de mandar y con las que perderé cada gota de sangre en honor de mi patria.

La fuerte voz del capitán truena en la bóveda silvestre y fortifica los ánimos de las tropas que defienden la Villa. A nadie escapa lo que de aquí en más ocurrirá. Es el comienzo de las hostilidades. Para no olvidarse, Soler anota en unos papeles: cuatro de abril de 1811.

***

Expectantes por lo que vendrá, durante los minutos que siguen a la dramática conferencia todos miran al río. Lo miran Soler, Benavidez, Escalada y Fernández y las tropas que dirigen. Lo miran desde los lugares que eligieron como protección los integrantes del Cabildo, los comerciantes, los chacareros, los gauchos y los indios. Desde la distancia, sobre las lomas que rodean al pueblo, lo miran las mujeres, los viejos y los niños. Muy pronto nada será igual. Muy pronto años de incontables esfuerzos, habrán sido convertidos en restos. Por eso miran y rezan. Miran y rezan en este segundo antes de la locura mayor, no les queda otra alternativa, lo que pudieron prever ya lo previeron, lo que pudieron resguardar ya lo resguardaron, lo que pudieron salvar ya lo salvaron, lo que pudieron proteger ya lo protegieron. Esperan el milagro redentor mientras rezan a la Virgen del Rosario, a la que todos confiesan deberle favores, piden por la vida de sus seres más queridos: “¡Oh Virgen del Rosario/ Reina de nuestros corazones/ guíanos, guárdanos, defiéndenos, protégenos/ en ti confiamos…!”

El balbuceo crece, semeja al susurro de una colmena, aunque la Villa parece vacía. Repentinamente ha pasado a ser un poblado fantasma, como si lo hubiera alcanzado alguna fiebre funesta, los que no partieron, esperan escondidos, solamente algún perro sin amo recorre las calles polvorientas. La lúgubre expectativa acaba cuando desde el Bergantín Cisne la artillería inicia sus andanadas.

-¡Tomamos algunas balas! ¡El calibre de la artillería es de a dieciocho! -grita Jacinto Gallardo a Soler entre los estruendos.

Casi enseguida comienzan a disparar desde el falucho y uno de los lanchones. No solamente dirigen su fuego a las partidas escondidas a lo largo de la costa, también lo hacen contra el pueblo, con altos costos para la población. En Soriano parece el fin de los tiempos, los disparos derrumban paredes, taladran árboles, penetran residencias, destrozan follajes. Partes de la Iglesia comienzan a desmoronarse, lo mismo que innumerables ranchos y galpones. Las cenizas y el humo inundan los pulmones de los resistentes y los hace toser sin límite. Muchas viviendas se convierten en imponentes piras. Las llamas encienden pajonales, aterran vacas y caballos, arrasan limoneros y naranjos, espantan a las alimañas. El alud de fuego y metal cae desde las diez menos cuarto de la mañana hasta las doce y tres cuartos, solamente un hombre recorre las calles del vecindario sin protegerse. Es Máximo. Un enajenado que dice ser un peregrino destinado a salvar la humanidad. En su cabeza los buques son monstruos mitológicos enviados desde el averno. Las bocas de los cañones le hacen recordar a la cuarta bestia de la que hablan los testamentos. La enfrenta clamando los versos apocalípticos: “Y los siete ángeles que tenían las siete trompetas se dispusieron a tocarlas / El primer ángel tocó la trompeta, y hubo granizo y fuego mezclados con sangre, que fueron lanzados sobre la tierra; y la tercera parte de los árboles se quemó, y se quemó toda la hierba verde…” El fuego es tan denso que Venancio Benavidez debe salir con su partida, ya que desde el Bergantín Cisne sistemáticamente le lanzan ataques de metralla y bala rasa; con el apoyo de Soler también Ramón Fernández sale del pueblo. Sus soldados llevan consigo la inactiva pieza de artillería, pero una ráfaga de metralla alcanza a Cecilio Guzmán que está entre los artilleros y a Máximo que está cerca. Ambos caen. El demonio de la guerra todo lo equipara, no distingue entre el viejo y el niño, entre el armado y el desarmado, entre el hombre sano y el hombre enfermo, cuando está en trance de matar.

***

Por orden de Soler las tropas de Benavidez y Fernández buscan refugio en un bajo. Desde aquel lugar salen partidas de observación a espiar al enemigo. Soler es privilegiado testigo del ensañamiento de los españoles en contra de la población civil y de sus bienes, tendría que ser de hielo para no conmocionarse ante las expresiones de dolor que en torno suyo se suceden. Entonces redacta un oficio dirigido a Michelena:

-Me es muy extraño el procedimiento de Vuestra Señoría, siendo un jefe militar y que por sola esta razón debe saber cómo se hace la guerra. Los infelices vecinos a quienes Vuestra Señoría está batiendo en sus casas, no son los que sostendrán un ataque, si Vuestra Señoría se resuelve admitir el desafío a que le emplazo, saliendo de las baterías de sus buques; tengo tropas del Ejército, e intrépidos patriotas, a los que debe Vuestra Señoría batir y no a los ranchos de su pueblo.

Dionisio Gamboa, su ayudante, entrega el documento a un comisionado español, quien a su vez se lo alcanza a Michelena. Luego de un tiempo prudencial el peninsular retorna a la costa con la respuesta. El silencio rodea a las dos delegaciones, el humo y el olor a pólvora sofocan los aromas silvestres y un poco por eso, otro tanto por la intensidad del encuentro, los caballos que acompañan a Gamboa están frenéticos. Ni bien recibe la respuesta española, la lee con detenimiento, no esperaba otra cosa, conoce de sobra el odio colonial. A los que conquistan con sangre, solamente la sangre los puede detener.

-(…) En su contestación debo decirle que a todo aquel que no se sujete a las leyes del legítimo gobierno, debo mirarlo como traidor y sublevado del fiel vasallaje de nuestro amado Soberano Fernando VII…

Lee el documento flemáticamente, mientras el español retorna a su lanchón. Los caballos relinchan, como si adivinaran traiciones y malas intenciones. La delegación aún no partió de aquella “tierra de nadie” cuando desde la barcaza a la que se subió el propio enviado español, da la orden de despedirse con un cañón de metralla. Es un acto inmoral, cobarde, indecente, pero que en nada se diferencia de los que a lo largo de la mañana han venido ocurriendo. La metralla barre la costa, rebota en el pasto, quiebra troncos, uno de los caballos muere en el acto y el otro cae gravemente herido, con las patas quebradas por el plomo. Envuelto por una invisible embestida, procura arrancar lo que lo hiere y por eso salta y relincha y contorsiona, para luego quedar tendido, con los ojos vidriosos y el hocico abatido contra el verde herbaje del  fondeadero.

***

La repentina andanada reinicia el bombardeo. La pesadilla para los pobladores y sus defensores continúa hasta que a eso de las tres de la tarde más de un centenar de soldados, armados con dos piezas volantes de artillería, bajan a la costa para atacar a la Villa. La asaltan por tres puntos diferentes para evadir cualquier conato de resistencia. No solamente peligran los bienes de los vecinos, aquellos hombres están dispuestos a cualquier cosa y ya no valen los arrepentimientos, porque como les expuso Elío, los que desobedecen, deben perecer. Avanzan sobre el poblado eufóricos, convencidos de que ocuparlo les será fácil después de seis horas de ininterrumpido bombardeo. Ingresan a la Villa por calles cubiertas de balas y de orificios, entre edificaciones humeantes, listos para saquear y exterminar en nombre de la Corona. Pero topan en el centro del poblado con dos compañías de sesenta hombres que están bajo el mando de Francisco Bicudo, quien cuenta con el apoyo de Bartolo Quinteros y sus subalternos que en caso de precisarse serán respaldados por Miguel Soler y su gente; por la derecha los espera otra división de cuarenta soldados, que son dirigidos por Ignacio Barrios, quien está auxiliado por Venancio Benavidez y su comitiva; por la izquierda los reciben cincuenta combatientes encabezados por Eusebio Silva, que de ser necesario serán socorridos por Ramón Fernández y su escolta. Más que las precarias armas que manejan, a los peninsulares los paralizan las miradas del enemigo, entre aquellos hombres están las víctimas del poder colonial, están los perjudicados por sus políticas, los campesinos sin tierra, los gauchos sin destino, los pardos y negros para los que la insurrección es la única alternativa de emancipación. Porque más enseña un hecho concreto que miles de proclamas, durante aquel severo día han aprendido con sangre lo que realmente está en juego, comienza a esbozarse ante ellos el porqué y el para qué de la revolución. Les está quedando claro que unidos pueden y que de lo que se trata es de acabar con una dominación oprobiosa, para poder vivir con justicia y decoro. Se sienten fuertes por ello. Y están dispuestos a morir, por la justa causa, a la que llaman Patria. Paralizados, los peninsulares, reparan que soles, intemperies y sufrimientos miran por sus ojos. Y ya no se sienten omnipotentes, el enemigo ha crecido, no se trata solamente de unos criollos alborotados. El griterío de los orientales es imponente cuando atropellan por tres puntos diferentes del pueblo a un mismo tiempo, y a los españoles no les queda otra alternativa que huir temerosamente, llevando consigo sus piezas de tren, a las que ni siquiera descargan para no dificultar su fuga. Los protege un intenso cañoneo que llega de los barcos, pero los orientales logran acercarse hasta tenerlos a tiros de fusil. Mientras huyen algunos soldados peninsulares embargados de ira y de frustración, queman cobardemente varias viviendas. Las llamas crepitan. Recién a las cinco de la tarde cesan las andanadas. Una porción de Villa Soriano ha sido destruida y en los rostros de los vecinos es notorio el cansancio. Para ellos nada será igual. Poco a poco van ganando las sombras y con ellas inician los encuentros. Alternan risas y llantos y mucho hay para comentar. La naturaleza reinicia su variopinto parloteo. Es la vida que continúa.

***

Cecilio se alegró cuando le comentaron que Máximo estaba bien, que fueron nada más que unos rasguños; aprecia al muchacho que a nadie molesta. No tuvo igual suerte. La metralla le generó contusiones y heridas en todo el organismo. Todo su cuerpo está lacerado por la pólvora y las partículas metálicas, siente los músculos como si estuvieran fragmentados y alrededor de las llagas que supuran, ennegrecen los tejidos necrosados. Hace fiebre y tiene reseca la boca. Presiente que la muerte acecha y no quiere quedarse en Villa Soriano, lejos de su hogar y de sus seres amados. Piensa que no es un tordo, para quedarse en nido ajeno y quiere retornar para morir con los suyos. Entonces con enorme esfuerzo convence a sus compadres que están por salir a Mercedes, que lo lleven con él y aprovecha la partida de Jacinto para avisarle a su mujer, Carmela, que lo espere en el pueblo. Lo transportan en una carreta y el viaje es cruel y largo. El dolor lo sume en largos desmayos, de los que resurge de cuando en cuando. El padecimiento no le permite pensar, ni soñar, lo único que llega a su mente y que le permite resistir, es el lejano aroma de su mujer y el recuerdo de las risas de sus hijos. Carmela oculta su conmoción, cuando lo alcanzan en una improvisada camilla hasta la casa que le prestaron, cerca de la Iglesia. No sale de al lado de su catre, desde donde puede ver cuando los vecinos van a Misa, entre ellos La Gringa. Ahora comprende mejor su drama y siente que está por caer en un parecido abismo. Pasan los días y las horas y desesperada nota que su marido empeora, que está apagándose entre quejidos desgarradores y que cada vez son más cortos sus momentos de lucidez. Le vienen náuseas. El ambiente está enviciado por la fiebre y el olor a carne muerta. Es el mediodía del 11 de abril, hace cuatro días que llegó su esposo de Villa Soriano. Repentinamente un alboroto la saca de su ensimismamiento. El golpetear de los cascos de los caballos y los gritos inundan la habitación; su marido ligeramente despabila. La mira y ella comprende. Con enorme esfuerzo logra sacarlo fuera del rancho hasta una de las sillas. Ambos quieren verlo. Entre aquellos mozos está el hombre sobre el que tanto vienen hablando: José Artigas. Cecilio la mira agradecido a los ojos por haberle permitido verlo. El no estará entre los vivos, pero ese hombre personifica el futuro de Carmela, sus hijos y su pueblo. Y eso le da paz. Un hálito de viento acerca las palabras del recién llegado Jefe:

-… los americanos del sud, están dispuestos a defender su patria; y a morir antes con honor, antes que vivir con ignominia en afrentoso cautiverio.

-Cecilio sonríe luego de escuchar. Está más allá del padecimiento físico. De muy, muy, muy lejos le llega el trino de los pájaros, el relincho de los caballos y los juramentos de los paisanos. Entonces derrumba su rostro contra el pecho de su mujer, ya no jadea, ni parpadea, ni respira. Ella lo siente partir, apretuja fuerte su cabeza, tironea su ensortijado pelo. Y grita. Y grita. Y grita.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+