Catedrático de Filosofía de la Religión de la Universidad de Granada
Dentro de la historia de la cultura se han dado diversos momentos de
enfoque crítico religiosa desde la filosofía, la teología y otras ciencias. Ya
en la filosofía griega se dio un primer enfoque filosófico crítico. Fue una
primera filosofía preferentemente crítica de la religión surgida a raíz de la
crisis del escepticismo (Demócrito) y del materialismo sofístico (Protágoras y
Critias). El paso se da con la sofística -muy parecido al que luego se dará en
la ilustración- y sus resultados caminan en dos direcciones:
1. Se produce una acumulación de gran cantidad de datos sobre las
religiones de los distintos pueblos.
2.
Se suceden las interpretaciones reduccionistas (psicológicas, sociales,
etc.) del fenómeno religioso.
La época patrística y medieval piensan la religión desde un universo de
sentido predominantemente cristiano. La patrística con un fuerte acento
apologético frente a las críticas procedentes del paganismo. La ciencia
escolástica desde una pacífica posesión del espacio mental y con un fuerte
acento de “intellectus fidei” (esfuerzo para entender la fe). Durante la
escolástica decadente y el siglo XV, el averroísmo latino y el nominalismo
conducen a una fisura entre la fe y la razón que cuaja en la teoría de la doble
verdad y en una incipiente “incredulitas philosophica”. El XVI conoce la crisis
renacentista, con su deslizamiento del centro articulador de la vida y del
pensamiento de Dios al hombre (antropocentrismo). La crisis de la reforma
protestante coadyuva a un progresivo detrimento de la racionalidad de la fe
religiosa frente al auge de la racionalidad de la “razón”.
El XVII es el siglo de los grandes pensadores racionalistas (Descartes,
Malebranche, Spinoza, Leibniz) y empiristas (Hobbes, Locke, Berkeley, Hume) que
desembocará en los movimientos críticos del siglo XVIII: la ilustración
dieciochesca.
La ilustración contará con la sombra del gigante I. Kant, que llevaría a
cabo la ingente obra de transvasar los contenidos de la religión a los
límites de la mera razón. Junto con la obra histórico-crítica de Lessing
prepara el camino al reduccionismo idealista alemán que alcanza su cumbre en la
obra del no menos gigantesco pensamiento de Hegel que subsumiría la religión,
como etapa previa del definitivo acceso del espíritu a la autoconciencia en la
filosofía.
Todas estas corrientes confluirán en la feroz crítica radical, externa,
reductivista, de la religión, durante la segunda mitad del siglo XIX y
principios del XX. Estas críticas radicales, que se basan en la subsunción de
la religión en la filosofía por parte de Hegel y arrancan con fuerza desde el
reductivismo antropológico de Feuerbach, están, a su vez, en la base de las
actuales actitudes ateas, agnósticas y laicistas beligerantes frente al
fenómeno religioso, en Europa especialmente agresivas hacia el cristianismo.
Las grandes críticas decimonónicas desembocarán en la crisis
contemporánea. Esta crisis podría tildarse de relativismo absoluto,
lo cual supone una “contradictio in adiecto”. La llamamos así porque las
corrientes críticas dominantes en ella han hecho un absoluto de la
relativización de la existencia y del pensamiento. El neopositivismo ha
reducido todo el ámbito de la realidad a los puros hechos fácticos.
El racionalismo crítico ha reducido el límite de la razón a lo que es enunciable
proposicionalmente. La teoría crítica de la Escuela de Francfort ha
reducido el saber sobre la realidad a lo que es enmarcable en el todo
mayor de lo social. A ello se añade la posición postmoderna que reduce todo
el ámbito de la realidad válida a la que es directa e individualmente “experienciable”.
Todo saber, es por consiguiente, siempre relativo al marco de donde
arranca y al que se dirige. Pero es “absolutamente” relativo porque no reconoce
un más allá de ese marco previamente establecido. Es aquí, en esta situación,
donde la religión no es ya propiamente criticada. Lo que ahora ocurre no es una
“crítica religiosa”, sino una absoluta falta de espacio mental, de “ubi”
racional y experiencial, para la religión.
En el caso del postmodernismo todo lo más que existe es espacio para
una “religión” débil, hecha a la medida de cada individuo, según
sus capacidades y posibilidades, por selección de contenidos de las tradiciones
religiosas y sincretización de los mismos ya sea en una pequeña unidad, ya sea
en una “atmósfera” envolvente, la que ha dado en llamarse “nueva religiosidad”,
nueva era, new age.
Es paradójico que cuando la crítica religiosa toca fondo en esta falta
de espacio mental para la religión en cuanto pensada, se mantiene la
religión como vivida en amplias capas de la población mundial, aunque
la erosión de la religión y de la experiencia religiosa que la subyace afecta
cada vez a un mayor número de personas y comunidades. Y, más aun, lo
religioso criticado-reprimido-desubicado tiende a retornar, a veces de
forma incoherente y “salvaje”, en un fenómeno a cuyo nacimiento estamos
asistiendo desde los años 60: la “nueva religiosidad” dentro del fenómeno
general de la “new age”.
En Europa, específicamente, estamos ubicados en una era postkantiana que
ha propiciado una situación cultural de secularización e incluso de ausencia de
experiencia religiosa. En la situación cultural desacralizada de la modernidad,
y ante los síntomas de cansancio humano que aparecen en la llamada
“postmodernidad”, nos preguntamos acerca de la experiencia de lo divino y de
Dios. Llegamos a la conclusión de que en una gran masa de nuestros contemporáneos
la experiencia predominante es la de no haber hecho ninguna experiencia
religiosa, de no haber sido tocados, impactados y mucho menos transformados por
algo que pueda entenderse como procediendo de Dios. Vivimos en un “mundo
mundano”, autónomo. Y en la ausencia de dimensión religiosa consiste la
discutida “secularidad” de esta época.
La fe religiosa puede ciertamente superar esta ausencia, pero su
vivencia se ha hecho más difícil. Aunque no se experimente en esta época un
“darse” de Dios que impacte el interior del hombre, no puede dudarse de que la
ausencia de experiencia religiosa constituye ella misma, precisamente, una
experiencia, aunque negativa y frecuentemente inadvertida. Y como tal
experiencia negativa, sólo es posible en relación y referencia a una
experiencia positiva. De no ser así, no podríamos hablar de “falta de
experiencia” ni de “ausencia de Dios”.
En efecto, ¿no está
nuestra época habitada por algo semejante a una necesidad de Dios, una
nostalgia respecto del problema religioso? Sobre este fondo es posible afirmar que la ausencia de experiencia
constituye ella en sí misma una experiencia. Pues dicha ausencia es
“explícitamente advertida”. No es posible obviar el hecho de que en la
actualidad se piensa, se habla y escribe acerca de la experiencia religiosa
como “echada de menos”, del deseo de esa experiencia. Y ello indica que nos
falta esa experiencia auténtica, que se ve sustituida por diversos “sucedáneos”
que pueblan un auténtico “mercado de espiritualidad alternativa” que no acaba
de dar respuesta a la nostalgia de auténtica experiencia religiosa. Esta es,
por consiguiente, una “experiencia de la ausencia de experiencia” que se
asemeja a una cierta “nada”: la experiencia de no experimentar nada sagrado,
donde se hunden las raíces de la realidad. Por eso es semejante a la
experiencia de una cierta “nihilidad”.
El origen histórico-cultural de este vacío de experiencia religiosa se encuentra en la Ilustración y, más precisamente, en una segunda ilustración en la cual la razón instrumental ha hecho del mundo un objeto de dominio hasta el punto de que la ciencia y la técnica se han transformado en ideología de dominio de la naturaleza y de la sociedad. El sistema racional y finalístico de la ciencia se ha unido a los modernos sistemas de la producción industrial. En poco tiempo el sistema racio-finalístico de la ciencia ha absorbido las formas de poder y los aparatos gubernativos que desde el “interés de dominio” terminan produciendo un mundo “totalmente administrado” –es la tesis de la Escuela de Frankfurt–: a causa de este interés de dominio, las competencias de la ciencia y de la técnica llegan a constituir un poder que lo domina absolutamente todo en la vida natural y social.
Así surge un amplísimo sistema de dominio, de administración total. Una
fuerza histórica surgida de profundidades inexploradas parece haber impulsado a
los hombres a controlar autónomamente el todo: esta fuerza se ha aprovechado de
las posibilidades de la tecnociencia y se ha impuesto con tal poder que se
muestra con la apariencia de una “omnipotencia” semejante a la de Dios. Esta
apariencia ha inducido en muchos la convicción de que no puede existir
nada fuera del espacio que puede regular y controlar la tecnociencia y la razón
instrumental. Así se entiende que no quede espacio para la experiencia
religiosa, experiencia de lo que fenomenológicamente se muestra como lo
impredecible, lo inabarcable y no categorizable. Una tal experiencia “debe”
estar ausente, al menos en cuanto experiencia relevante, en nuestra época. No
es esto consecuencia de la ciencia o la técnica en sí, sino de su faceta
ideológica.
El problema consiste en poner de relieve la falsedad de la extendida
convicción que hace de la razón instrumental un poder autosuficiente en
relación con la existencia humana en su totalidad. Mientras esto no se
consiga, todo lo que no concuerde con el orden de la razón instrumental
aparecerá como “nada”. Y una de las realidades que caen en primer lugar bajo
este dominio de la nihilidad decretado por la razón instrumental, será,
precisamente, la experiencia religiosa.
La ausencia de “experiencia religiosa” propicia, consecuentemente, un
desconocimiento de las estructuras básicas y fundamentales de la religión, una
“ignorancia” de la religión que, a su vez, potencia las dificultades que se
interponen entre el hombre europeo contemporáneo y el acceso a la experiencia
religiosa.
La religión, y las experiencias fundamentales que le subyacen, ha venido
siendo objeto de una “conspiración de silencio” que la han ido ubicando en una
zona marginal del mundo europeo y de su cultura. En épocas de fuerte
originalidad religiosa la fe y la religión viven de propia fuerza. Aunque
siempre la fe estuvo tentada desde diversos ámbitos de la realidad y de la
cultura, la problemática en torno a la experiencia religiosa ha adquirido
actualmente una cualidad peculiar. Se han difuminado los contornos nítidos
entre las tomas de posición existenciales e intelectuales. La incredulidad no
presenta hoy un rostro militante y agresivo. La atmósfera prevalente es la
indiferencia, bajo la cual se enmascara la incredulidad. Una experiencia
religiosa que se ve amenazada con el desvanecimiento en jirones de
incredulidad, y una incredulidad que puede incluso presentarse con la faz de la
piedad porque se anuncia como tolerante, humanitaria y comprometida.
La experiencia religiosa en la que nace la fe es elemento integral y
esencial de todas las religiones. El creyente de cualquier tradición religiosa
goza de la convicción de que la realidad sensible e inmediata hunde sus raíces
en el fondo indemne e intangible de la sacralidad que remite al misterio. Esta
convicción fundamental es la que hace exclamar a Isaías: “Si no creéis no
subsisteréis”.
La situación de conciencia del hombre “secularizado” de la modernidad y
de la modernidad tardía o post-modernidad, sin embargo, encuentra en los entes
fáctico-empíricos el tope último de la realidad. Y tiende a interpretar las
realidades espirituales y religiosas como proyecciones o epifenómenos
de necesidades materiales o intereses sociales, cuando no instancias
secundarias respecto de los problemas concretos.
Se ha producido una separación entre fe y experiencia humana que
amenaza con convertir la primera en una “superestructura” sin apenas contacto
con la vida. Ante los avances progresivos de la ciencia, la teología adoptó una
estrategia que acabaría volviéndose contra la fe. En efecto, la teología fue
ubicando a Dios siempre más allá de las cimas conquistadas por el saber. Pero
esas cumbres debían ser desalojadas nuevamente ante los siguientes progresos
del conocimiento científico, como en un ascenso hacia “regiones inexploradas”.
Pero esta estrategia ubicaba a Dios en una región oscura y remota que, a la
postre, podía ser conquistada.
Así, Dios se fue convirtiendo en una hipótesis para explicar las
estructuras fácticas aun no aclaradas por la ciencia. El mecanismo de sucesivos
retrocesos fue ubicando a Dios cada vez más lejos de la experiencia
“natural” del hombre, hasta, prácticamente, extrañarlo de la misma. La
actual visión secularista de la realidad y de la vida humana, no careciendo de
antecedentes en la historia del pensamiento y de los estilos de vida, es, por
su extensión y difusión, un producto tardío en la historia de la humanidad.
Como convicción que afecta a amplias masas populares data apenas de hace un
siglo.
Se hace necesario, por consiguiente, darle la palabra a la religión y a
la experiencia religiosa que la subyace, con objeto de que pueda expresarse a
sí misma y manifestarse tal cual ella es, con objeto de que el hombre europeo
contemporáneo pueda conocerla con el menor número posible de intermediarios y
de prejuicios, ubicándose así en una mejor posición para poder hacerse un
juicio adecuado acerca de la misma, lo que le ayudará a precisar su posición
existencial frente a ella.
Esta es la tarea que se encomienda a la fenomenología y a la filosofía
de la religión. Como hermenéutica, la fenomenología de la religión es una
ciencia de la interpretación. Los meros datos, inconexos, desarticulados, no
nos hacen conocer el objeto de nuestro interés, la religión; deben ser
interpretados. La fenomenología, que se hace cargo de la realidad del fenómeno
religioso tal y como viene dado en la experiencia humana, tiene voluntad de
interpretarlo, pero cuidando de no “construirlo”. Pues no le interesa el
constructo que la razón humana pueda conseguir partiendo de unos datos
arbitrariamente manipulados, sino las estructuras del fenómeno tal y como se
“dan” en la experiencia y pueden ser “descifradas” y recibidas con el auxilio
de la razón.
§ Este artículo ha sido
cedido por el autor, el Dr. José Luis Sánchez Nogales, para su publicación en
esta revista digital y forma parte de un curso de Fenomenología de la Religión
impartido por él.
(DEMOCRESÍA / 9-8-2016)
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