domingo

CÉSAR VALLEJO - EL ARTE Y LA REVOLUCIÓN (4)


ESCOLLOS DE LA CRÍTICA MARXISTA

Ni Plekhanov ni Lunacharsky ni Trotsky han logrado precisar lo que debe ser temáticamente el arte socialista. ¡Qué confusión! ¡Qué vaguedad! ¡Qué tinieblas! ¡Qué reacción, a veces, disfrazada y cubierta de fraseología revolucionaria! El propio Lenin no dijo lo que, en substancia, debe ser el arte socialista. Por último, el mismo Marx se abstuvo de deducir del materialismo histórico, una estética más o menos definida y concreta. Sus ideas en este orden se detienen en generalidades y esquemas sin consecuencias.

Después de la revolución rusa, se ha caído, en cuestiones artísticas, en una gran confusión de nociones diferentes aunque concéntricas, congruentes y complementarias. Nadie sabe, a ciencia cierta, cuánto y por cuáles causas peculiares a cada caso particular, un arte responde a una ideología clasista o al socialismo. Porque, por mucho que sostenga doctrinalmente Rosa Luxemburgo que “en el dominio del arte, los clichés de ‘revoluconario’ o ‘reaccionario’ no significan gran cosa”, la realidad social exige y ha exigido siempre una clara delimitación de esos clichés, que no son simples clichés, sino nociones de sólido y viviente contenido social. ¿Vamos a aplicar indistintamente el epíteto de revolucionario, verbigracia, a Pirandello, y de reaccionario a Gorky? Ciertamente no. Tomemos algunos ejemplos. “La línea general”, de Eiseinstein, ¿es clasista o socialista? ¿Por qué responde al socialismo? ¿Por qué a una ideología clasista? ¿“La línea general” es las dos cosas juntas o solamente alguna de ellas y por qué? Idéntico cuestionario se puede formular ante “El cemento” de Gladkov, ante “La amapola roja” de Glier, ante las pinturas de Katsman o ante “150 millones” de Maiakovsky.

Más todavía. Existe una palabra que ha causado y causa confusiones inextricables: la palabra “revolución”. Esta palabra ha perdido, con frecuencia, su alcance y contenido vitales, para convertirse en máscara del impostor, del renegado y del oportunista. ¡Qué tráfico de aventureros, de cobardes y traidores, se ha consumado al amparo de esta contraseña de comadres! ¡Qué contrabando de ideas, de personas y arribismos, se ha perpetrado al amparo de este pasaporte!

En arte, el caos causado por la palabra o ficha “revolución” es desastroso. Ejemplo:

“Basta -me decía Maiakovsky-, que un artista milite políticamente en favor del Soviet, para que merezca el título de revolucionario”. Según esto, un artista que pintase -sin darse cuenta de ello, sin poderlo evitar y hasta contrariando subconscientemente su voluntad consciente- cuadros de evidente sustancia artística reaccionaria -individualista, verbigracia- pero que, como miembro del partido bolchevique, se distingue por su verborrea propagandista, realiza una obra de arte revolucionaria. Estamos entonces ante el caso híbrido o monstruoso de un artista que es, a la vez, revolucionario, según Maiakovsky, y reaccionario, según la naturaleza intrínseca de su obra. ¿Se concibe mayor confusión? Porque el caso del pintor de nuestro ejemplo es cotidiano y se repite tratándose de músicos, escritores, cineastas, escultores, ante los cuales algunos críticos marxistas observan un criterio tan arbitrario, casuístico y anarquizante, como el de cualquier esteta burgués.

Porque en este punto, urge que nos entendamos.

1. Un artista puede ser revolucionario en política y no serlo, por mucho que, consciente y políticamente, lo quiera, en el arte.

2. Viceversa, un artista puede ser, consciente o subconscientemente, revolucionario en el arte y no serlo en política.

3. Se dan casos, muy excepcionales, en que un artista es revolucionario en el arte y en la política. El caso del artista pleno.

4. La actividad política es siempre la resultante de una voluntad consciente, liberada y razonada, mientras que la obra de arte escapa, cuanto más auténtica es y más grande, a los resortes conscientes, razonados, preconcebidos de la voluntad. Rosa Luxemburgo reflexionaba a este propósito: “Dostoiewski es, sobre todo en sus últimas obras, un reaccionario declarado, un místico devoto y un antisocialista feroz. Sus descripciones de revolucionarios rusos son nada menos que perversas caricaturas. Del mismo modo, las enseñanzas místicas de Tolstoy revisten un carácter reaccionario innegable. Y, sin embargo, las obras de los dos nos conmueven, nos elevan, nos liberan. Y es que, en realidad, son únicamente las conclusiones a las que ambos llegan y cada cual a su manera, y el camino que creen haber encontrado, fuera del laberinto social, lo que les lleva al callejón sin salida del misticismo y del ascetismo. Pero en el verdadero artista, las opiniones políticas importan poco. Lo que importa es la fuente de su arte y de su inspiración y no el fin consciente que él se propone y las fórmulas especiales que recomienda” (1).

Llamé en la calle a un “intelectual revolucionario”, paladín ortodoxo y fanático del “arte al servicio de la causa social” y le dije:

-Venga usted a oír un trozo de música y va usted luego a decirme si esta música es revolucionaria o reaccionaria, clasista o socialista, proletaria o burguesa.

Nos detuvimos ante la puerta de una casa desconocida, donde alguien tocaba al piano una partitura. Tanto el “intelectual revolucionario”, como yo, desconocíamos esta música, el título de ella, el nombre de su autor y el del pianista. Terminado el trozo, el “intelectual revolucionario” se vio en apuros para responderme. Temía dar su opinión y equivocarse. Estuvo a punto de aventurarse a decirme que esa música era reaccionaria, pero ¿y si su autor era un artista conocido y tenido por la crítica marxista como revolucionario? Iba a decir, por momentos, que estábamos ante un arte evidentemente clasista, pero ¿y si la pieza llevaba un título “au dessus de la mêlée”?... La cosa, en verdad, resultaba escabrosa. El “intelectual revolucionario”, paladín ortodoxo y fanático del “arte al servicio de la causa social”, vaciló, evadió, en suma, la respuesta y acabó por engolfarse en textos, opiniones y citas de Hegel, Marx, Freud, Bukharin, Barbusse y otros.

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