por Roger Salas
Una exposición en la Fundación Telefónica reivindica la figura de
Joséphine Baker y otras artistas que ayudaron a revolucionar la danza en el
siglo XX.
No es una
exposición para especialistas, y eso es lo mejor. Como definen sus
responsables, piensan atraer hasta las salas de la Gran Vía al “público
cautivo”, la masa itinerante natural de uno de los centros neurálgicos de la
capital. Así, una temática inusual entrará en un circuito más amplio, huirá de
lo concéntrico hacia lo prismático y de lo cerrado a lo abierto. En parte, eso
fue lo que hicieron en sus momentos de gloria y vicisitud Las bailarinas del futuro, que así es como
se titula la muestra: Isadora Duncan (San Francisco, EE.UU., 1877-Niza,
Francia, 1927); Loïe Fuller (Fullersburg, EE.UU., 1862-París, Francia, 1928);
Joséphine Baker (San Luis, EE.UU., 1906-París, Francia, 1975); Mary Wigman
(Hannover, Alemania, 1886-Berlín, 1973); Martha Graham (Pittsburgh, EE.UU.,
1894-Nueva York, 1991) y Doris Humphrey (Oak Park, EE.UU., 1895-Nueva York,
1958).
Indisolublemente
ligadas al efervescente fenómeno de las vanguardias, siete protagonistas
escogidas a dedo, pero con bastante tino, protagonizan la exposición que se
inaugura este viernes en la Fundación Telefónica; no son todas las que están,
pero las que están sí forman parte de ese ramillete exclusivo y fundacional de
la danza moderna en los albores del siglo XX, y se yerguen como pilares
indiscutidos de lo que llamamos hoy danza contemporánea, una escurridiza
definición que se admite como realidad a partir de 1945, es decir, del fin de la
Segunda Guerra Mundial. Es como si los conflictos bélicos tuvieran mucho que
ver con el avatar de las artistas, pues a todas ellas la primera, la llamada
Gran Guerra, las marcó, y algunas como Graham dejaron su huella moral a través
de su arte con referencia a otra guerra de aquellos tiempos: la Guerra Civil
Española. En los muros de la Fundación Telefónica hay documentos y gráficos
de Deep Song, su pieza de danza, su Guernica personal.
Un solo hombre
800 metros
cuadrados diseñados con gusto y sensibilidad para establecer un relato pleno de
oblicuidades y de meandros, de sugerencias tangenciales y de argumentos
paralelos. No es una exposición de literalidades, sino que se quiere con su
recorrido motivar al espectador a un cierto razonamiento científico, una visión
crítica a la luz de un feminismo latente y evidente. Tanto es así, que
solamente se ha permitido una foto de un hombre, una presencia masculina: el
apolíneo Erick Hawkins (Trinidad, Colorado, 1909 – Nueva York, 1994), exmarido
de Martha Graham y él mismo figura básica de la ‘modern dance’ estadounidense.
La exposición, que
ha contado como comisarios con María Santoyo y Miguel A. Delgado y la valiosa
asesoría de la estudiosa y escritora Ibis Albizu, estará abierta hasta el 24 de
junio y tendrá un sinfín de actividades paralelas. Albizu ha puesto un enorme
grano de arena fina que define en parte el contenido, y son las referencias que
sitúan los hallazgos de danza en comunicación con los del pensamiento y la
humanística.
La exposición proclama
abiertamente que estas mujeres eran “oponentes” al ballet académico, al
supuesto corsé ideológico, formal y físico que representaba una danza reglada a
partir de las cinco posiciones básicas y de la tradición italo-francesa; ellas
anatemizaron el ballet llamado clásico, mostraron su rechazo y su
intransigencia por escrito, a viva voz, y sobre el escenario con su baile.
Pero la historia es
en sí misma menos sutil y tiene otros ángulos, otros matices que no pueden
dejarse de lado, pues hay una equidad en el planteamiento que presiona para que
esto sea mencionado. De hecho, hoy se sabe por la historiografía moderna, que
Isadora Duncan, Louis Fuller, Martha Graham y Doris Humphrey, entre otras
muchas, estudiaron ballet clásico, lo practicaron al comienzo de sus carreras y
en todas, está en el meollo de lo asimilado, en la genética de sus expresiones
coreúticas respectivas habita aquello de las “cinco posiciones” y sus infinitas
posibilidades de deconstrucción. El tronco es uno, y esa raíz recorre en silencio
la muestra, no de una manera explícita, sino en el dibujo corporal, ya sea
estático (fotográfico) o en movimiento (vídeo y filme).
Tres grandes nombres
El espacio del
baile social o popular retiene a tres nombres en la exposición: Baker, Füller y
Valencia. Muy dispares entre sí, con carreras del todo divergentes, lo que
probablemente las une es su tesón contestatario, ponerse el mundo por montera
cada dos por tres. Las vitrinas muestras desde la prensa de las visitas de
Baker a Madrid hasta originales fotográficos de Tórtola en “La serpiente”, uno
de sus números fetiche; también está su traje de Bayadera, un baúl de sus giras
mundiales y dos originales de carteles monumentales. En otra vitrina, la
reproducción de un traje Delfos de Fortuny y varias ánforas y vasos griegos
prestadas por el Museo Arqueológico Nacional de una gran belleza y elocuentes
como documento gráfico del siempre ignoto baile de la antigüedad clásica.
Casi al final se
llega a la sala más conseguida y donde se recrea La bruja de Wigman a través de un filme histórico
y de una instalación donde la plástica se pone al servicio de un sistema de
audio capaz de envolver al espectador en un cisma rítmico; la reproducción de
la máscara orientalista que usaba la artista alemana es sobrecogedora por su
calidad.
Hay después un raro
documental de Martha Graham y varios vídeos que juegan el rol de instalaciones,
protagonizados por la bailarina Agnes López Río enfundada en un aséptico
maillot académico color carne. En el primer vídeo a la entrada de la muestra la
imagen grabada nos habla del entrenamiento académico frente a paneles que
hablan de Roault Feuillet y su papel codificador; en la instalación final, sin
embargo, la intención es muy otra: primero varias pantallas muestran a la artista
en un fragmentado de frases que quiere acercarse a fragmentos grahamnianos, y
en la última, un juego de transparencia la superpone a sí misma en una suerte
de caleidoscopio del ayer al mañana, es como si el futuro de esa danza
iniciática se estuviera bocetando todavía.
La exposición se
abre y cierra con dos citas breves pero elocuentes de Isadora Duncan. La
primera dice: “Oh, aquí viene la bailarina del futuro: el espíritu libre
habitará el cuerpo de una mujer nueva; más gloriosa que las egipcias, las griegas,
las romanas, que todas las mujeres de los siglos pasados... ¡La más alta
inteligencia en el más libre de los cuerpos!” y la última concluye: “Si pudiera
decir lo que siento, no valdría la pena bailarlo”, que se yergue como
justificación del esfuerzo de la propia exposición.
(El País / 23-3-2018)
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