domingo

LOS CANTOS DE MALDOROR (157) - CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE)


CANTO SEXTO

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9 (1)

El corsario de cabellos de oro recibió la respuesta de Mervyn. Sigue en esa página singular el rastro de los trastornos intelectuales de quien la escribió, juguete de las endebles fuerzas de su propia sugestión. Hubiera sido mucho mejor consultar a sus padres antes de responder a la amistad del desconocido. No obtendrá ningún beneficio, mezclándose, como principal actor, en esa equívoca intriga. Pero, en fin, él lo quiso así. A la hora indicada, Mervyn, desde la puerta de su casa, avanzó en línea recta, siguiendo el bulevar Sebastopol hasta la fuente Saint-Michel, Tomó el malecón de Les Grands-Augustins y atravesó el malecón Conti; en el instante de pasar por el malecón Malaquais, ve caminando por el malecón del Louvre, paralelamente a su propia dirección, a un individuo que lleva una bolsa bajo el brazo y que parece observarlo con atención. La bruma matinal se ha disipado. Los dos caminantes desembocan a un tiempo por cada lado del puente del Carrusel. ¡Aunque no se habían visto jamás, se reconocieron! En verdad era conmovedor ver a esos seres de edades tan distintas, acercar sus almas llevados por la grandeza de sus sentimientos. Al menos esa hubiera sido la opinión de quienes se hubiesen detenido frente a ese espectáculo que más de uno, aun poseedor de un espíritu matemático, consideraría emocionante. Mervyn, con el rostro humedecido por las lágrimas, imaginaba haber encontrado, por así decir, en la puerta de la vida, un precioso sostén para el caso de futuras adversidades. Tened por seguro que el otro no decía nada. Esto fue lo que hizo: desplegó la bolsa que llevaba, y ensanchando la abertura, tomó al adolescente por la cabeza e hizo pasar el cuerpo entero dentro de la envoltura de la tela. Ató con un pañuelo el extremo que servía de entrada. Como Mervyn lanzara agudos gritos, levantó la bolsa como si fuera un paquete de ropa blanca, y golpeó con él, repetidas veces, el parapeto del puente. Entonces el paciente, percibiendo el crujido de sus huesos, enmudeció. ¡Escena única que ningún novelista volverá a encontrar!

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