domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (34)


UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 28)

La comida fue triste y sombría. Papá Goriot, absorbido por el profundo dolor que le había causado la frase del estudiante, no comprendió que la disposición de ánimos había cambiado respecto a él y que un joven, en estado de imponer silencio a la persecución, había tomado su defensa.

-¿Resultará ahora que papá Goriot es padre de una condesa? -dijo la señora Vauquer en voz baja.

-Y de una baronesa -le replicó Rastignac.

-No me extraña nada -dijo Bianchon a Rastignac-; le he examinado la cabeza, y la única protuberancia desarrollada que tiene es la de la paternidad. Ese hombre será un Padre Eterno.

Eugenio estaba demasiado serio para que le causase risa la broma de Bianchon. Quería aprovechar los consejos de la señora de Béauseant y se preguntaba dónde y cómo se procuraría el dinero. Permaneció pensativo viendo las llanuras del mundo que se extendían ante sus ojos llenas y vacías a la vez. Lo dejaron solo den el comedor una vez acabada la comida.

-¿Con que ha visto usted a mi hija? -le dijo Goriot con voz conmovida.

Sacado de su meditación por las palabras del buen hombre, Eugenio le tomó la mano y contemplándolo con una especie de ternura, le contestó:

-Es usted un hombre digno y honrado. Más tarde hablaremos de sus hijas.

Dicho esto se levantó sin querer escuchar a papá Goriot y se retiró a su cuarto, donde escribió a su madre la siguiente carta:

“Mi querida madre: Mira si tienes otro pecho para amamantar de nuevo a tu hijo. Estoy en situación de hacer fortuna y necesito a toda costa mil doscientos francos. No digas nada a mi padre de esta petición, porque tal vez se opondría a ella, y si yo no tuviese esa suma sería presa de una desesperación que me llevaría a levantarme la tapa de los sesos. Tan pronto como te vea te explicaré los motivos, y digo tan pronto como te vea, porque habría de escribirte volúmenes enteros para hacerte comprender la situación en que me hallo. Mamá querida, no he jugado, no debo nada, pero si te interesa conservar la vida que me has dado, necesito tener esa suma. Voy a casa de mi parienta la vizcondesa de Béauseant, que me ha tomado bajo su protección, tengo que enfrentar el mundo y carezco de dinero para guantes limpios. Sabré estar a pan y agua, ayunaré si es necesario; pero no puedo pasar sin las herramientas necesarias para trabajar la viña en este país. Se trata para mí de hacer fortuna o de permanecer en la miseria. Ya sé las esperanzas que tenéis cifradas en mí, y quiero realizarlas cuanto antes. Madre mía, vende algunas de tus joyas, que no tardaré yo en reemplazarla. Conozco sobradamente la situación de nuestra familia para saber apreciar tales sacrificios, y ya debes suponer que sería un monstruo si te los exigiese en vano. No veas en mi ruego más que el grito de una imperiosa necesidad. Nuestro porvenir estriba por completo en este subsidio, con el cual debo comenzar la campaña, pues esta vida de París es un combate perpetuo. Si no hubiera más recurso que vender los encajes de mi tía para completar la suma, dile que yo se los enviará más hermosos, etcétera.”

Escribió también a sus hermanas pidiéndoles sus economías, y para arrancárselas sin que ellas hablasen en familia del sacrificio que no dejarían de hacer gustosas por él, interesó su delicadeza pulsando las cuerdas del honor, que están muy tirantes y resuenan siempre bien en los corazones jóvenes. Cuando hubo escrito estas cartas sintió un temblor involuntario; palpitaba y se estremecía. Aquel joven ambicioso conocía la inmaculada nobleza de aquellas almas sepultadas en la soledad, sabía las penas y los goces que causaría a sus dos hermanas y el placer con que socorrerían en secreto a su muy amado hermano, y su conciencia se iluminó haciéndole ver a esos seres queridos en actitud de contar en secreto su pequeño tesoro: las vio desplegando el genio malicioso de las jóvenes para enviarle el dinero de incógnito, inventando un primer engaño para ser sublimes. “El corazón de una hermana es un diamante de pureza, un abismo de ternura”, se dijo. Se sentía avergonzado de haber escrito. ¡Qué poderosos serían sus votos y qué puro el impulso de sus almas hacia el cielo! ¡Con cuánto gusto se sacrificarían! ¡Qué dolor experimentaría su madre si no podía enviarle toda la suma! Estos hermosos sentimientos, estos espantosos sacrificios, iban a servirle de escalón para llegar hasta Delfina de Nuncingen. Algunas lágrimas, últimos granos de incienso quemados en el sagrado altar de la familia, brotaron de sus ojos. Preso de desesperada agitación comenzó a pasearse por su cuarto, y papá Goriot, al verlo a través de la puerta, que había dejado entrabierta, entró y le preguntó:

-¿Qué tiene usted, señor?

-¡Ah, vecino mío, yo soy aun hijo y hermano como usted es padre! Tiene razón en temblar por la condesa Anastasia, porque está en manos del señor de Trailles, que la perderá.

Papá Goriot se retiró balbuceando algunas palabras, cuyo sentido no pudo comprender Eugenio.

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