PRIMERA PARTE “LAS ENSEÑANZAS”
(Una forma yaqui de conocimiento)
(Una forma yaqui de conocimiento)
VIII (2)
Sábado, 12 de setiembre, 1964 (2)
El procedimiento habitual
se repitió al tercer día. Yo me hallaba cansado, pero dormí durante la tarde.
La noche del sábado 5 de
septiembre, el viejo entonó su canción de peyote para iniciar el ciclo una vez
más. Durante esa sesión masqué un solo botón y no escuché ninguna de las
canciones ni presté atención a nada de lo que ocurría. Desde el primer momento,
todo mi ser se concentró exclusivamente en un punto. Sabía que faltaba algo
terriblemente importante para mi bienestar.
Mientras los hombres
cantaban pedí a Mescalito, en alta voz, enseñarme una canción. Mi súplica se
confundió con el estentóreo canto de los hombres. De inmediato percibí una
canción en mis oídos. Me volví y, sentado de espaldas al grupo, escuché. Oí las
palabras y la tonada una y otra vez, y las repetí hasta aprenderme toda la
canción. Era una canción larga, en español. Entonces la canté al grupo varias
veces. Y poco después llegó a mis oídos una nueva canción. Al amanecer, había
yo cantado ambas canciones incontables veces. Me sentía renovado, fortificado.
Después de que nos dieron
agua, don Juan me entregó una bolsa y todos salimos a los cerros. Fue un
recorrido largo y esforzado hasta una meseta baja. Allí vi varias plantas de
peyote. Pero por alguna razón no quería mirarlas. Cuando hubimos cruzado la
meseta, el grupo se disgregó. Don Juan y yo caminamos de retorno, juntando
botones de peyote igual como habíamos hecho la primera vez que lo ayudé.
Regresamos al atardecer
del domingo 6 de septiembre. En la noche, el guía abrió de nuevo el ciclo.
Nadie había dicho una palabra, pero yo sabía perfectamente que se trataba de la
única reunión. Esta vez el viejo cantó una canción nueva. Un saco con botones
frescos de peyote se pasó de mano en mano. Era la primera vez que yo probaba un
botón fresco. Era pulposo, pero difícil de masticar. Semejaba una fruta dura,
verde, y era más acre y más amargo que los botones secos. En lo personal, el
peyote fresco me pareció infinitamente más vivo.
Masqué catorce botones.
Los conté con cuidado. No terminé el último, pues oí el conocido retumbar que
marcaba la presencia de Mescalito. Todo el mundo cantaba con frenesí, y supe
que don Juan y todos los demás habían oído realmente el ruido. No quise pensar
que su reacción fuera respuesta a una señal dada por alguno de ellos sólo para
engañarme.
En ese momento sentí que
me envolvía una gran oleada de sabiduría. Una conjetura con la que llevaba tres
años jugando se convirtió en certeza. Había necesitado tres años advertir, o
más bien descubrir, que cualquier cosa que está contenida en el cacto Lophophora williamsii no tenía ninguna
necesidad de mí para existir como entidad, existía por sí misma allá afuera,
libre. Lo supe entonces.
Canté febrilmente hasta
no poder ya dar voz a las palabras. Sentía como si las canciones estuvieran
dentro de mi cuerpo, sacudiéndome en forma incontrolable. Me era preciso salir
y hallar a Mescalito; de lo contrario, estallaría. Caminé hacia el campo de
peyote. Seguía cantando mis canciones. Sabía que eran individualmente mías: la
prueba incuestionable de mi peculiaridad. Percibía cada uno de mis pasos.
Resonaban sobre la tierra; su eco producía la indescriptible euforia de ser un
hombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario