Un día vino a casa el señor Taylor con sus instrumentos y se puso a trabajar en los ojos de mi Sebastián. Este no decía ni una palabra; pero yo veía crispársele y palidecer las manos, y tenía la impresión de que me apretaban el corazón con un torno. Luego le pusieron un vendaje en los ojos, y cuando se lo quitaron al cabo de un tiempo, no sólo no veía mejor, sino mucho peor que antes, y Taylor aseguró que se imponía otra operación. También la soportó Sebastián, y su resultado fue que se quedó ciego del todo. ¡Oh, Dios mío, qué dolor experimenté entonces; me parece sentirlo todavía! En cambio, Sebastián, una vez producido lo irremediable, demostró una paciencia conmovedora. Yo no estaba tan tranquila como él y lloraba arrodillada junto a su lecho. Pero él apoyó la mano en mi cabeza y dijo:
-No nos entristezca el dolor; eso nos
acerca a Nuestro Señor, que padeció por todos nosotros.
Al cabo de un rato me pidió que, del
libro de sermones de Tauler, le leyera el segundo sermón del domingo de la
Epifanía, en el que hay un trozo del que se acordaba por haberlo leído en otros
tiempos y que para nuestro consuelo, quería volver a oír. “El que mis ojos
estén en mi cabeza, Dios, nuestro Padre Celestial, lo ha querido por toda la eternidad;
si ahora me los quita, si me quedo ciego o sordo, es porque Él, en su infinita
sabiduría, lo habrá dispuesto así por toda la eternidad. ¿No deberé abrir, pues,
mis ojos y mis oídos interiores y dar gracias a Dios por haberse cumplido en mí
su eterna voluntad? Y lo mismo sucede con toda pérdida; la amistad, la
propiedad, la fama o cualquier otra cosa que Dios haga que nos acordemos de Él;
todo ha de servir para prepararte y ayudarte a conquistar la verdadera paz”.
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