domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (95) - ESTHER MEYNEL


En una de sus cantatas escribió estas palabras de Neumeister:

“Bienvenida seas, te diré.”

¡Y qué melodía tan dulce y apasionada compuso para otra cantata con las palabras:

“¡Suena ya, hora tan deseada!”

La letra no era de Sebastián, que no hizo más que ponerle música, pero en esta expresó lo que llevaba escondido en lo más profundo de su corazón.

¡Oh, esposo mío, mi gran hombre, ya te has ido para componer tu música ante el señor del Cielo!

Ni aun en los últimos meses de su vida terrena, a pesar de estar ciego, dejó Sebastián de trabajar. Su antiguo discípulo, y entonces su yerno, Cristóbal Altnikol, y otro nuevo alumno más joven, Juan Godofredo Müthel, le ayudaban.

No podía levantarse de la cama, pero no estaba ocioso (nunca lo había estado), y no desperdició ni un momento del breve tiempo que le quedaba. Trabajando en repasar y corregir sus dieciocho grandes corales para órgano, le abandonaron sus últimas fuerzas. El calor de aquellos días de julio acabó de agotarlo y, debido a sus dolores y debilidad, no podía levantarse de aquel que había de ser su lecho de muerte. ¡Con qué precisión recuerdo todos los detalles de aquellas últimas horas! Llevaba varios días padeciendo mucho y yo había pasado tres noches velando junto a su lecho y pensando constantemente: “¿Qué sentirá al soportar en la oscuridad todos esos dolores? Los que vemos no podemos imaginar lo que es eso. Después, le envió Dios un rato de alivio y me dijo que podría dormir, por lo cual me mandó descansar. Me pasó su querida mano por la cara y me dijo:

-Comprendo lo cansada que estás. Vé y duerme para mí.

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