En una de sus cantatas escribió estas palabras de Neumeister:
“Bienvenida seas, te diré.”
¡Y qué melodía tan dulce y apasionada
compuso para otra cantata con las palabras:
“¡Suena ya, hora tan deseada!”
La letra no era de Sebastián, que no
hizo más que ponerle música, pero en esta expresó lo que llevaba escondido en
lo más profundo de su corazón.
¡Oh, esposo mío, mi gran hombre, ya
te has ido para componer tu música ante el señor del Cielo!
Ni aun en los últimos meses de su
vida terrena, a pesar de estar ciego, dejó Sebastián de trabajar. Su antiguo
discípulo, y entonces su yerno, Cristóbal Altnikol, y otro nuevo alumno más
joven, Juan Godofredo Müthel, le ayudaban.
No podía levantarse de la cama, pero
no estaba ocioso (nunca lo había estado), y no desperdició ni un momento del
breve tiempo que le quedaba. Trabajando en repasar y corregir sus dieciocho
grandes corales para órgano, le abandonaron sus últimas fuerzas. El calor de
aquellos días de julio acabó de agotarlo y, debido a sus dolores y debilidad,
no podía levantarse de aquel que había de ser su lecho de muerte. ¡Con qué
precisión recuerdo todos los detalles de aquellas últimas horas! Llevaba varios
días padeciendo mucho y yo había pasado tres noches velando junto a su lecho y
pensando constantemente: “¿Qué sentirá al soportar en la oscuridad todos esos
dolores? Los que vemos no podemos imaginar lo que es eso. Después, le envió
Dios un rato de alivio y me dijo que podría dormir, por lo cual me mandó
descansar. Me pasó su querida mano por la cara y me dijo:
-Comprendo lo cansada que
estás. Vé y duerme para mí.
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