UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 29)
Al día siguiente,
Rastignac fue a echar las cartas al correo. Dudó hasta último momento, pero al
fin se decidió a echarlas al buzón diciéndose: “¡Triunfaré!”. Esta es la
palabra del jugador, del gran capitán, palabra fatalista que pierde a más
hombres de los que salva. Algunos días después, Eugenio fue a casa de la señora
de Restaud sin lograr ser recibido. Tres veces más volvió, y las tres encontró
la puerta cerrada, a pesar de presentarse a horas en que no estaba el conde
Trailles. La vizcondesa había tenido razón. El estudiante ya no estudiaba, iba
a las clases para responder a la lista y se marchaba. Se había hecho el
razonamiento que se hace la mayor parte de los estudiantes: reservaba el
estudio para el momento de rendir los exámenes, había resuelto hacer de una vez
el segundo y tercer años, y estudiar luego seriamente Derecho. De este modo le
quedaban quince meses de tiempo para navegar por el océano de París, y podía
verse libre para entregarse al trato de mujeres, o hacer fortuna. Durante
aquella semana vio dos veces a la señora de Béauseant, a cuya casa no iba hasta
el momento en que veía salir el coche del marqués de Adjuda. Por algunos días
aun, esta ilustre mujer, la figura más poética del arrabal Saint-Germain, salió
victoriosa y logró suspender el matrimonio de la señorita de Rochefide con el
marqués de Adjuda-Pinto. Pero aquellos últimos días, que contribuyeron a hacer
más ardiente el temor de perder su dicha, debían precipitar la catástrofe. El
marqués de Adjuda, de acuerdo con los Rochefide, había considerado aquella
disputa y su reconciliación como una circunstancia feliz, y esperaba que la
señora de Béauseant se acostumbraría a la idea de ese matrimonio y acabaría por
sacrificar sus mañanas por un porvenir previsto en la vida de los hombres. No
obstante las más santas promesas renovadas cada día, el señor de Adjuda
desempeñaba, pues, la comedia, y la vizcondesa se complacía en verse engañada.
“En lugar de saltar noblemente por la ventana, se deja arrastrar por las
escaleras”, decía de ella la duquesa de Langeais, su mejor amiga. Sin embargo,
estos últimos resplandores duraron bastante tiempo para que la vizcondesa
permaneciese en París y sirviese de algo a su joven pariente, por el cual llegó
a sentir una especie de supersticioso afecto. Eugenio se le había mostrado
lleno de abnegación y de sensibilidad en una circunstancia en que las mujeres
no ven piedad ni consuelo en ninguna mirada. Si entonces un hombre les dice
dulces palabras, se las dice por especulación.
En su deseo de conocer
perfectamente el terreno que iba a pisar, Rastignac, antes de entrar en la casa
de Nucingen, quiso conocer la vida anterior de papá Goriot y recogió las
siguientes noticias fidedignas, que pueden resumirse así:
Antes de la revolución,
Juan Joaquín Goriot era un sencillo obrero de una fábrica de pastas, hábil,
económico y bastante emprendedor por haber comprado el establecimiento de su
amo, que fue víctima del primer levantamiento de 1789. Se había establecido en
la calle de Jussienne, cerca del Mercado de Trigos, y había tenido el buen
sentido de aceptar la presidencia de su sección, a fin de que los personajes
más influyentes de aquella época protegieran su comercio. Esta prudencia fue el
origen de su fortuna, que comenzó en la penuria, falsa o verdadera, que provocó
el alza del precio de los granos en París. El pueblo se mataba a las puertas de
las panaderías, mientras que ciertas personas acudían muy tranquilas a comprar
pastas de Italia a las albacerías. Durante aquel año, el ciudadano Goriot
amontonó capitales que le fueron de gran utilidad para hacer su comercio con
toda la autoridad que procura el dinero al que lo posee. Le ocurrió a él lo que
les ocurre a todos los hombres que sólo tienen una capacidad relativa: su
mediocridad lo salvó. Por otra parte, como su fortuna no fue conocida hasta el
momento en que ya no era peligroso ser rico, no excitó la envidia de nadie. El
comercio de granos parecía haber absorbido toda su inteligencia. Goriot no
tenía igual si se trataba de trigos, de harinas, de granos, de reconocer sus
cualidades y su origen, de velar por su conservación, de prever su curso, de
profetizar la abundancia o la escasez de las cosechas, de procurarse cereales a
buen precio o de proveerse de ellos en Sicilia o en Ucrania. Viéndolo manejar
sus negocios, explicar las leyes de la exportación y la importación, y comprender
su espíritu y sus defectos, un hombre lo hubiera juzgado capaz de ser ministro
de Estado. Paciente, activo, enérgico, constante y rápido en sus expediciones,
tenía ojo de águila, se anticipaba a todo; era un diplomático para concebir y
un soldado para marchar. Fuera de su especialidad, de su sencilla y oscura
tienda, en cuyo umbral pasaba las horas ociosas con el hombro apoyado en el
quicio de la puerta, volvía a ser el hombre estúpido y grosero, incapaz de
comprender un razonamiento, insensible a todos los placeres del espíritu, el
hombre que se dormía en el teatro y que sólo era fuerte en estupidez. Casi
todas estas naturalezas se parecen, y en casi todas encontraréis siempre un
sentimiento en el corazón. Dos sentimientos exclusivos llenaban el corazón del
fabricante de pastas y absorbían su cariño, como el comercio de granos absorbía
toda la inteligencia de su cerebro. Su mujer, hija única de un rico granjero de
Brie, fue para él objeto de una admiración religiosa, de un amor sin límites.
Goriot había admirado en ella su naturaleza frágil y fuerte, sensible y alegre,
que contrastaba vigorosamente con la suya. Si algún sentimiento existe en el
corazón del hombre, ¿no estriba este en el orgullo de la protección ejercida a
cada paso en favor de un ser débil? Unid a esto el amor, y comprenderéis una
multitud de extravagancias morales. Después de siete años de dicha sin mezcla,
Goriot tuvo la desgracia de ver morir a su mujer, la cual comenzaba a tener
imperio sobre él fuera de la esfera de los sentimientos, y tal vez hubiera
cultivado esta naturaleza inerte y la hubiera instruido en las cosas del mundo
y de la vida. Al quedar viudo, el sentimiento de paternidad se desarrolló en
Goriot hasta el delirio, y reconcentró el afecto que sentía por la muerta en
sus dos hijas, que satisficieron al principio todos sus sentimientos, tanto que
a pesar de haber recibido brillantes proposiciones de negocios que querían
darle sus hijas, se empeñó en permanecer viudo. Su suegro, único hombre que
tenía algún ascendiente sobre él, aseguraba que Goriot había jurado no ser
infiel a su mujer ni aun después de muerta. Las gentes del mercado, incapaces
de comprender esta sublime locura, se mofaron de ella y dieron a Goriot un
grotesco apodo. El primero que se atrevió a pronunciarlo recibió, en el hombro,
tal puñetazo del fabricante de pastas, que fue a caer a un metro de distancia.
La abnegación irreflexiva y el amor sombrío y delicado que Goriot sentía por
sus hijas eran tan conocido, que uno de sus competidores, deseando hacerlo marchar
del mercado para quedarse solo, le dijo que Delfina acababa de ser atropellada
por un coche. El fabricante de pastas, lívido, dejó a escape el mercado y
estuvo enfermo varios días a causa de la reacción de sentimientos contrarios
que le produjo aquella falsa alarma. Si no hirió con su terrible puño a su
competidor, se vengó de él obligándolo a abandonar el mercado, a causa de una
quiebra que él motivó en una circunstancia crítica. Como es natural, la
educación de sus dos hijas no fue razonable. Poseyendo sesenta mil francos de
renta y no gastando mil doscientos para él, la dicha de Goriot consistía en
satisfacer los caprichos de sus hijas: los mejores maestros se encargaron de
dotarlas de los talentos propios de una buena educación, tuvieron una dama de compañía
que afortunadamente era mujer ingeniosa y de gusto, montaban a caballo, iban en
coche, vivían como pudieran hacerlo las queridas de un anciano rico y les
bastaba expresar sus más locos deseos para que su padre se apresurase a
cumplirlos sin exigirles en cambio más que un beso o una caricia. Goriot
elevaba a sus hijas a la categoría de ángeles y, como es natural, quedando por
debajo el pobre hombre gozaba hasta con el mal que sus hijas le hacían. Cuando
estas fueron casaderas pudieron escoger marido a su gusto, pues cada una podía
recibir como dote la mitad de la fortuna de su padre. Cortejada a causa de su
belleza por el conde de Restaud, Anastasia tenía inclinaciones aristocráticas
que la llevaron a abandonar la casa paterna para frecuentar las altas esferas
sociales. Delfina era aficionada al dinero y se casó con Nucingen, banquero de
origen alemán que pasó a ser barón del Sacro Imperio. Goriot siguió siendo
fabricante de pastas. Sus hijas y sus yernos se extrañaron viéndolo continuar
con su comercio, que había sido el de toda su vida, y después de haberlo
instado durante cinco años para que lo abandonase, él consistió en retirarse
con el producto de sus existencias y los beneficios de aquellos dos últimos
años, capital que había sido estimado en ocho o diez mil francos de renta por
la señora Vauquer, a cuya casa había ido a establecerse. Entró en esta casa de
huéspedes a causa de la desesperación que le había causado el ver a sus dos
hijas obligadas por sus maridos a negarse, no sólo a tenerlo en casa, sino a
recibirlo ostensiblemente.
Esto era todo lo que un
tal señor Muret sabía de papá Goriot, cuyo establecimiento le había comprado.
Así, las hipótesis que Eugenio le había oído a la duquesa de Langeais estaban
confirmadas. Aquí termina la exposición de esta oscura pero espantosa historia
parisiense.
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