domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (35)


UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 29)

Al día siguiente, Rastignac fue a echar las cartas al correo. Dudó hasta último momento, pero al fin se decidió a echarlas al buzón diciéndose: “¡Triunfaré!”. Esta es la palabra del jugador, del gran capitán, palabra fatalista que pierde a más hombres de los que salva. Algunos días después, Eugenio fue a casa de la señora de Restaud sin lograr ser recibido. Tres veces más volvió, y las tres encontró la puerta cerrada, a pesar de presentarse a horas en que no estaba el conde Trailles. La vizcondesa había tenido razón. El estudiante ya no estudiaba, iba a las clases para responder a la lista y se marchaba. Se había hecho el razonamiento que se hace la mayor parte de los estudiantes: reservaba el estudio para el momento de rendir los exámenes, había resuelto hacer de una vez el segundo y tercer años, y estudiar luego seriamente Derecho. De este modo le quedaban quince meses de tiempo para navegar por el océano de París, y podía verse libre para entregarse al trato de mujeres, o hacer fortuna. Durante aquella semana vio dos veces a la señora de Béauseant, a cuya casa no iba hasta el momento en que veía salir el coche del marqués de Adjuda. Por algunos días aun, esta ilustre mujer, la figura más poética del arrabal Saint-Germain, salió victoriosa y logró suspender el matrimonio de la señorita de Rochefide con el marqués de Adjuda-Pinto. Pero aquellos últimos días, que contribuyeron a hacer más ardiente el temor de perder su dicha, debían precipitar la catástrofe. El marqués de Adjuda, de acuerdo con los Rochefide, había considerado aquella disputa y su reconciliación como una circunstancia feliz, y esperaba que la señora de Béauseant se acostumbraría a la idea de ese matrimonio y acabaría por sacrificar sus mañanas por un porvenir previsto en la vida de los hombres. No obstante las más santas promesas renovadas cada día, el señor de Adjuda desempeñaba, pues, la comedia, y la vizcondesa se complacía en verse engañada. “En lugar de saltar noblemente por la ventana, se deja arrastrar por las escaleras”, decía de ella la duquesa de Langeais, su mejor amiga. Sin embargo, estos últimos resplandores duraron bastante tiempo para que la vizcondesa permaneciese en París y sirviese de algo a su joven pariente, por el cual llegó a sentir una especie de supersticioso afecto. Eugenio se le había mostrado lleno de abnegación y de sensibilidad en una circunstancia en que las mujeres no ven piedad ni consuelo en ninguna mirada. Si entonces un hombre les dice dulces palabras, se las dice por especulación.

En su deseo de conocer perfectamente el terreno que iba a pisar, Rastignac, antes de entrar en la casa de Nucingen, quiso conocer la vida anterior de papá Goriot y recogió las siguientes noticias fidedignas, que pueden resumirse así:

Antes de la revolución, Juan Joaquín Goriot era un sencillo obrero de una fábrica de pastas, hábil, económico y bastante emprendedor por haber comprado el establecimiento de su amo, que fue víctima del primer levantamiento de 1789. Se había establecido en la calle de Jussienne, cerca del Mercado de Trigos, y había tenido el buen sentido de aceptar la presidencia de su sección, a fin de que los personajes más influyentes de aquella época protegieran su comercio. Esta prudencia fue el origen de su fortuna, que comenzó en la penuria, falsa o verdadera, que provocó el alza del precio de los granos en París. El pueblo se mataba a las puertas de las panaderías, mientras que ciertas personas acudían muy tranquilas a comprar pastas de Italia a las albacerías. Durante aquel año, el ciudadano Goriot amontonó capitales que le fueron de gran utilidad para hacer su comercio con toda la autoridad que procura el dinero al que lo posee. Le ocurrió a él lo que les ocurre a todos los hombres que sólo tienen una capacidad relativa: su mediocridad lo salvó. Por otra parte, como su fortuna no fue conocida hasta el momento en que ya no era peligroso ser rico, no excitó la envidia de nadie. El comercio de granos parecía haber absorbido toda su inteligencia. Goriot no tenía igual si se trataba de trigos, de harinas, de granos, de reconocer sus cualidades y su origen, de velar por su conservación, de prever su curso, de profetizar la abundancia o la escasez de las cosechas, de procurarse cereales a buen precio o de proveerse de ellos en Sicilia o en Ucrania. Viéndolo manejar sus negocios, explicar las leyes de la exportación y la importación, y comprender su espíritu y sus defectos, un hombre lo hubiera juzgado capaz de ser ministro de Estado. Paciente, activo, enérgico, constante y rápido en sus expediciones, tenía ojo de águila, se anticipaba a todo; era un diplomático para concebir y un soldado para marchar. Fuera de su especialidad, de su sencilla y oscura tienda, en cuyo umbral pasaba las horas ociosas con el hombro apoyado en el quicio de la puerta, volvía a ser el hombre estúpido y grosero, incapaz de comprender un razonamiento, insensible a todos los placeres del espíritu, el hombre que se dormía en el teatro y que sólo era fuerte en estupidez. Casi todas estas naturalezas se parecen, y en casi todas encontraréis siempre un sentimiento en el corazón. Dos sentimientos exclusivos llenaban el corazón del fabricante de pastas y absorbían su cariño, como el comercio de granos absorbía toda la inteligencia de su cerebro. Su mujer, hija única de un rico granjero de Brie, fue para él objeto de una admiración religiosa, de un amor sin límites. Goriot había admirado en ella su naturaleza frágil y fuerte, sensible y alegre, que contrastaba vigorosamente con la suya. Si algún sentimiento existe en el corazón del hombre, ¿no estriba este en el orgullo de la protección ejercida a cada paso en favor de un ser débil? Unid a esto el amor, y comprenderéis una multitud de extravagancias morales. Después de siete años de dicha sin mezcla, Goriot tuvo la desgracia de ver morir a su mujer, la cual comenzaba a tener imperio sobre él fuera de la esfera de los sentimientos, y tal vez hubiera cultivado esta naturaleza inerte y la hubiera instruido en las cosas del mundo y de la vida. Al quedar viudo, el sentimiento de paternidad se desarrolló en Goriot hasta el delirio, y reconcentró el afecto que sentía por la muerta en sus dos hijas, que satisficieron al principio todos sus sentimientos, tanto que a pesar de haber recibido brillantes proposiciones de negocios que querían darle sus hijas, se empeñó en permanecer viudo. Su suegro, único hombre que tenía algún ascendiente sobre él, aseguraba que Goriot había jurado no ser infiel a su mujer ni aun después de muerta. Las gentes del mercado, incapaces de comprender esta sublime locura, se mofaron de ella y dieron a Goriot un grotesco apodo. El primero que se atrevió a pronunciarlo recibió, en el hombro, tal puñetazo del fabricante de pastas, que fue a caer a un metro de distancia. La abnegación irreflexiva y el amor sombrío y delicado que Goriot sentía por sus hijas eran tan conocido, que uno de sus competidores, deseando hacerlo marchar del mercado para quedarse solo, le dijo que Delfina acababa de ser atropellada por un coche. El fabricante de pastas, lívido, dejó a escape el mercado y estuvo enfermo varios días a causa de la reacción de sentimientos contrarios que le produjo aquella falsa alarma. Si no hirió con su terrible puño a su competidor, se vengó de él obligándolo a abandonar el mercado, a causa de una quiebra que él motivó en una circunstancia crítica. Como es natural, la educación de sus dos hijas no fue razonable. Poseyendo sesenta mil francos de renta y no gastando mil doscientos para él, la dicha de Goriot consistía en satisfacer los caprichos de sus hijas: los mejores maestros se encargaron de dotarlas de los talentos propios de una buena educación, tuvieron una dama de compañía que afortunadamente era mujer ingeniosa y de gusto, montaban a caballo, iban en coche, vivían como pudieran hacerlo las queridas de un anciano rico y les bastaba expresar sus más locos deseos para que su padre se apresurase a cumplirlos sin exigirles en cambio más que un beso o una caricia. Goriot elevaba a sus hijas a la categoría de ángeles y, como es natural, quedando por debajo el pobre hombre gozaba hasta con el mal que sus hijas le hacían. Cuando estas fueron casaderas pudieron escoger marido a su gusto, pues cada una podía recibir como dote la mitad de la fortuna de su padre. Cortejada a causa de su belleza por el conde de Restaud, Anastasia tenía inclinaciones aristocráticas que la llevaron a abandonar la casa paterna para frecuentar las altas esferas sociales. Delfina era aficionada al dinero y se casó con Nucingen, banquero de origen alemán que pasó a ser barón del Sacro Imperio. Goriot siguió siendo fabricante de pastas. Sus hijas y sus yernos se extrañaron viéndolo continuar con su comercio, que había sido el de toda su vida, y después de haberlo instado durante cinco años para que lo abandonase, él consistió en retirarse con el producto de sus existencias y los beneficios de aquellos dos últimos años, capital que había sido estimado en ocho o diez mil francos de renta por la señora Vauquer, a cuya casa había ido a establecerse. Entró en esta casa de huéspedes a causa de la desesperación que le había causado el ver a sus dos hijas obligadas por sus maridos a negarse, no sólo a tenerlo en casa, sino a recibirlo ostensiblemente.

Esto era todo lo que un tal señor Muret sabía de papá Goriot, cuyo establecimiento le había comprado. Así, las hipótesis que Eugenio le había oído a la duquesa de Langeais estaban confirmadas. Aquí termina la exposición de esta oscura pero espantosa historia parisiense.

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