domingo

LOS CANTOS DE MALDOROR (158) - CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE)


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Está pasando un carnicero, sentado sobre la carne de su carro. Un individuo corre hacia él, lo induce a detenerse y le dice: “Hay un perro encerrado en esta bolsa; tiene sarna; termine con él lo antes posible.” El interpelado se muestra complacido. El interruptor, al alejarse, se topa con una muchacha harapienta que le tiende la mano. ¿Hasta qué colmo de audacia a impiedad llega? ¡Le da una limosna! Decidme si queréis que os conduzca, algunas horas más tarde, hasta la puerta de un matadero alejado. El carnicero está de vuelta y dice a sus camaradas, arrojando un fardo a tierra: “Apurémonos a matar este perro sarnoso.” Son cuatro y cada uno empuña el martillo habitual. Y, sin embargo, vacilan porque la bolsa se agita fuertemente. “¿Qué emoción me domina?”, grita uno de ellos dejando caer lentamente su brazo. “Este perro lanza gemidos de dolor que parecen de un niño”, dice otro; “se diría que comprende la suerte que le espera.” “Tienen esa costumbre”, respondió un tercero, “hasta cuando no están enfermos, como en este caso, hasta que su dueño se ausente por algunos días de su vivienda, para que se empeñen en hacer oír aullidos que verdaderamente resulta penoso soportar.” “¡Deteneos!... ¡deteneos!...”, gritó el cuarto, antes de que todos los brazos se hubiesen levantado al unísono para golpear, esta vez resueltamente, sobre la bolsa. “Deteneos, os digo, hay aquí algo difícil de entender. ¿Quién nos asegura que esta tela encierra un perro? Yo quiero comprobarlo.” Entonces, pese a las burlas de sus compañeros, desató el paquete y fue sacando uno tras otro los miembros de Mervyn. Este halla casi ahogado por la incomodidad de la postura. Perdió el conocimiento al volver a ver la luz. Algunos momentos después dio muestras indudables de vida. El salvador dijo: “Aprended para otra vez a ser prudentes hasta en vuestro oficio. Habéis estado a punto de comprobar, vosotros mismos, que de nada sirve practicar la inobservancia de la ley.” Los carniceros se marcharon. Mervyn, con el corazón oprimido y rebosante de presentimientos funestos, retorna a su casa y se encierra en su habitación. ¿Tengo que insistir sobre esta estrofa? ¡Ay, quién no deplorará los acontecimientos que en ella se consumaron! Esperemos el final para emitir un juicio todavía más severo. Está por precipitarse el desenlace, y, en esta clase de relatos, en los que una pasión, sea del género que fuere, se abre camino sin temor a través de todos los obstáculos, no es oportuno concentrar en una cápsula de goma laca de cuatrocientas páginas triviales. Lo que puede ser dicho en una media docena de estrofas, hay que decirlo y después callarse.

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