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Está pasando un
carnicero, sentado sobre la carne de su carro. Un individuo corre hacia él, lo
induce a detenerse y le dice: “Hay un perro encerrado en esta bolsa; tiene
sarna; termine con él lo antes posible.” El interpelado se muestra complacido.
El interruptor, al alejarse, se topa con una muchacha harapienta que le tiende
la mano. ¿Hasta qué colmo de audacia a impiedad llega? ¡Le da una limosna!
Decidme si queréis que os conduzca, algunas horas más tarde, hasta la puerta de
un matadero alejado. El carnicero está de vuelta y dice a sus camaradas,
arrojando un fardo a tierra: “Apurémonos a matar este perro sarnoso.” Son
cuatro y cada uno empuña el martillo habitual. Y, sin embargo, vacilan porque
la bolsa se agita fuertemente. “¿Qué emoción me domina?”, grita uno de ellos
dejando caer lentamente su brazo. “Este perro lanza gemidos de dolor que
parecen de un niño”, dice otro; “se diría que comprende la suerte que le
espera.” “Tienen esa costumbre”, respondió un tercero, “hasta cuando no están
enfermos, como en este caso, hasta que su dueño se ausente por algunos días de
su vivienda, para que se empeñen en hacer oír aullidos que verdaderamente
resulta penoso soportar.” “¡Deteneos!... ¡deteneos!...”, gritó el cuarto, antes
de que todos los brazos se hubiesen levantado al unísono para golpear, esta vez
resueltamente, sobre la bolsa. “Deteneos, os digo, hay aquí algo difícil de
entender. ¿Quién nos asegura que esta tela encierra un perro? Yo quiero comprobarlo.”
Entonces, pese a las burlas de sus compañeros, desató el paquete y fue sacando
uno tras otro los miembros de Mervyn. Este halla casi ahogado por la
incomodidad de la postura. Perdió el conocimiento al volver a ver la luz.
Algunos momentos después dio muestras indudables de vida. El salvador dijo: “Aprended
para otra vez a ser prudentes hasta en vuestro oficio. Habéis estado a punto de
comprobar, vosotros mismos, que de nada sirve practicar la inobservancia de la
ley.” Los carniceros se marcharon. Mervyn, con el corazón oprimido y rebosante
de presentimientos funestos, retorna a su casa y se encierra en su habitación.
¿Tengo que insistir sobre esta estrofa? ¡Ay, quién no deplorará los
acontecimientos que en ella se consumaron! Esperemos el final para emitir un
juicio todavía más severo. Está por precipitarse el desenlace, y, en esta clase
de relatos, en los que una pasión, sea del género que fuere, se abre camino sin
temor a través de todos los obstáculos, no es oportuno concentrar en una
cápsula de goma laca de cuatrocientas páginas triviales. Lo que puede ser dicho
en una media docena de estrofas, hay que decirlo y después callarse.
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