DEL TEATRO BALINÉS (4)
Una especie de terror nos
sobrecoge cuando pensamos en esos seres mecanizados, con alegrías y dolores que
aparentemente no les pertenecen, que están al servicio de antiguos ritos, y
aparecen dictados por inteligencias superiores. En última instancia no hay nada
más sorprendente en este espectáculo -semejante a un rito que uno podría
profanar- que esta impresión de una vida superior y prescrita. Tiene la solemnidad
de un rito sagrado; la cualidad hierática de los ropajes da a cada actor un
cuerpo doble, y miembros dobles, y el artista envarado en su ropaje parece no
ser más que su propia efigie. Y luego ese ritmo largo, quebrado de la música,
una música extremadamente prolongada, balbuceante y frágil, donde, parece, se
pulverizan los metales más preciosos, donde brotan naturalmente unos
manantiales, y largas procesiones de insectos desfilan entre las plantas, con
el sonido de la luz misma, donde los sonidos de las soledades profundas parecen
caer en lloviznas de cristales…
Además, todos esos
sonidos están unidos a movimientos, son como la consumación natural de gestos
que tienen su misma calidad, y esto con tal sentido de la analogía musical que
al fin el espíritu se descubre condenado a la confusión, y atribuye las
propiedades sonoras de la orquesta a los movimientos articulados de los
artistas, e inversamente.
Hay también algo de
inhumano, de divino, de milagrosamente revelado en la exquisita belleza de los
peinados de las mujeres: series de círculos luminosos escalonados, formados por
plumas o perlas iridiscentes y de tan hermoso color que sus combinaciones
tienen una cualidad de revelación,
con crestas que tiemblan rítmicamente y responden espiritualmente a los temblores del cuerpo. Hay también peinados de
carácter sacerdotal, en forma de tiaras y dominados por penachos, de flores
rígidas, en pares de colores opuestos, de rara armonía.
Este conjunto
deslumbrante de fuegos de artificio, de huidas, corrientes secretas, rodeos, en
todos los planos de la percepción externa e interna, compone una idea soberana
del teatro que los siglos preservaron, creemos a veces, para que nos muestre lo
que el teatro nunca hubiera debido dejar de ser. Y esta impresión se duplica
por el hecho de que este espectáculo -popular, parece, y secular- es como el
pan común de las sensaciones artísticas para esa gente.
Aparte de la prodigiosa
matemática de este espectáculo, lo que nos parece más sorprendente y admirable
es este aspecto de la materia como
revelación, de pronto desmenuzada en signos que nos muestran en gestos
perdurables la identidad metafísica de lo concreto y lo abstracto. Pues aunque
estemos familiarizados con el aspecto realista de la materia, aquí aparece
elevado a la enésima potencia, y estilizado definitivamente.
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