domingo

LOS CANTOS DE MALDOROR (155) - CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE)


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El segundo hacía las siguientes reflexiones, que tuvieron eco hasta en la cúpula azulada a la que mancharon: “Le encuentro un aire de total inexperiencia; le arreglaré las cuentas rápidamente. Sin duda llega de lo alto, enviado por Aquel que teme tanto acudir personalmente. Veremos en la acción si es tan altanero como parece; no es un habitante del albaricoque terrestre; revela su origen seráfico por sus ojos errabundos e indecisos.” El cangrejo paguro, que desde hacía un tiempo examinaba con la vista un sector limitado de la costa, descubrió a nuestro héroe (este se irguió entonces en toda la altura de su talla hercúlea), y lo apostrofó en los términos que van a continuación: “No trates de luchar y ríndete. Me envía alguien que está por encima de nosotros dos, para que te cargue de cadenas y te ponga los dos miembros, cómplices de tu pensamiento, en la imposibilidad de moverse. Asir con tus dedos cuchillos y puñales, es cosa que en adelante te será vedado, créemelo, tanto en tu propio interés como en el de los otros. Me apoderaré de ti muerto o vivo, aunque se me haya ordenado llevarte vivo. No me pongas en la disyuntiva de tener que recurrir al poder que me ha sido concedido. Me comportaré con delicadeza; por tu parte, no opongas ninguna resistencia. De ese modo reconoceré con satisfacción y alegría que das el primer paso hacia el arrepentimiento.” Cuando nuestro héroe oyó esta arenga, impregnada de tanta profunda vis cósmica, tuvo que hacer un esfuerzo para que la seriedad se mantuviera sobre la rudeza de sus rasgos curtidos. Pero en fin, no habrá nadie que se sorprenda si agrego que terminó por estallar en carcajadas. ¡Aquello superaba sus fuerzas! ¡No hubo en ello mala intención! ¡Ciertamente no quiso atraerse los reproches del cangrejo paguro! ¡Cuántos esfuerzos no hizo para acabar con la hilaridad! ¡Cuántas veces apretó sus labios uno contra otro, para no dar la impresión de que ofendía a su pasmado interlocutor! Infortunadamente, su temperamento participaba de la naturaleza humana, y reía como lo hacen las ovejas. Por fin se detuvo. ¡Ya era tiempo! ¡Había estado a punto de sofocarse! El viento llevó esta respuesta al arcángel del escollo: “Cuando tu señor no envíe más caracoles y crustáceos para arreglar sus asuntos, y se digne parlamentar personalmente conmigo, podrá encontrarse, estoy seguro, el medio de que nos entendamos, puesto que soy inferior al que te envió, como has dicho muy justamente. Hasta ese momento, toda idea de reconciliación me parece prematura, y apta solamente para producir un resultado quimérico. Lejos estoy de desconocer lo que hay de sensato en cada una de tus sílabas, y, como podríamos llegar a fatigar inútilmente nuestras voces al hacerlas recorrer tres kilómetros de distancia, me parece que obrarías cuerdamente si descendieras de tu fortaleza inexpugnable y alcanzaras la tierra firme a nado; discutiríamos así más cómodamente las condiciones de una rendición que, por legítima que sea, después de todo no deja de presentar para mí desagradables perspectivas.” El arcángel, que no esperaba tan buena disposición, asomó un punto su cabeza desde las profundidades de la grieta y respondió: “¡Oh Maldoror, acaso ha llegado finalmente el día en que tus abominables instintos verán extinguirse la antorcha de injustificable orgullo que los conduce a la condenación eterna! Seré, pues, el primero en describir ese loable cambio a las falanges de los querubines, dichosos de encontrarse nuevamente con uno de los suyos. Bien sabes tú mismo, y no lo has olvidado, que hubo una época en que ocupabas el primer puesto entre nosotros. Tu nombre corría de boca en boca, y hoy eres el tema de nuestras solitarias conversaciones. Ven pues… ven a concertar una paz duradera con tu antiguo señor; te recibirá como a un hijo extraviado, y hará caso omiso de la enorme cantidad de culpa que atesoras, como una montaña de cuernos de ante, levantada por los indios y apilada sobre tu corazón.”

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