por Stefano Cazzanelli
¿Acaso alguien nos ha prometido algo? Entonces, ¿por qué
esperamos? Esta frase, escrita por Cesare Pavese hacia finales de
1945 en su diario, El oficio de vivir, se cita a menudo para poner
de relieve la inexorabilidad del deseo humano y la aparente ausencia de
respuesta por parte de la realidad.
Pavese escribió esta frase movido por sus insatisfacciones amorosas, que
no hacían otra cosa que agudizar la esperanza de hallar la perfección. Solo una
línea antes de la cita, de hecho, escribe: “En la juventud se anhela una mujer;
en la madurez, la mujer”.
La espera humana de cumplimiento es constitutiva de cada uno de
nosotros, nadie nace sin la esperanza de que la realidad que se extiende ante
nuestros ojos pueda antes o después satisfacernos: nuestra madre, nuestro
padre, el amor de una chica, un viaje, etc.
Pavese lo confiesa el mes después, el 9 de diciembre de aquel año,
cuando escribe:
«Pero todos los locos, los malditos, los criminales han sido niños,
han jugado como tú. Han creído que algo hermoso les esperaba. Cuando teníamos
tres, siete años, todos, cuando nada había sucedido o dormía solamente en los
nervios y en el corazón.».
El niño, el adulto y el viejo
Nada había ocurrido. Apenas habíamos nacido y nuestro corazón, nuestros
nervios, ya comenzaban a creer en la promesa de que allí fuera nos esperaba
algo bello. Esta expectativa resiste con fuerza por algunos años a las
contradicciones que la vida nos pone delante: el niño no condesciende
fácilmente con el cinismo y, incluso si fuese abandonado por sus padres, sería
capaz de encontrar la felicidad en un gatito abandonado como él, o en cualquier
juguete.
A ojos del adulto, esta testarudez en la espera y esta predisposición a
la felicidad es interpretada como ingenuidad. El adulto cínico
sonríe desconsolado ante la ignorancia del niño: él sabe que el deseo de bien
que encontramos en nosotros mismos cambiará pronto y, como la voz de los niños,
se oscurecerá; de las notas agudas y cristalinas de las esperanzas vanas se
volverá grave y decidida, en línea con el pragmatismo cotidiano. El problema,
dice el adulto, no es desear, sino hacerlo sin razones.
El niño antepone el deseo al porqué, desea sin un
porqué. El adulto, en cambio, necesita una razón para desear; esperar sin un
porqué y sin sentido es una esperanza vacua y, por lo tanto, es también una
pérdida de tiempo, convierte el fracaso en algo extremadamente probable.
El adulto calculador apuesta solo a caballo ganador,
aborrece el dolor y encaja muy mal los rechazos. Él no juega para participar,
sino para ganar. Si las probabilidades de felicidad no son muy elevadas, no
sale siquiera al terreno de juego, Busca la inversión segura: la gananza será
pequeña, pero al menos será segura. Limitar el deseo, eso es precisamente, lo
que diferencia al adulto del niño.
El viejo, todavía más, se diferencia del adulto en que
conoce que aquellas pocas gananzas que la vida concede son en realidad
demasiado exiguas: el balance de las alegrías y los dolores es en realidad
siempre negativo. Por tanto, más vale dejar de esperar.
El escéptico
El deseo es, entonces, algo que constituye al hombre desde su
nacimiento, pero que debe ser superado. La espera de algo trascendente que
pueda satisfacer nuestra sed absoluta es para el cínico aquello que impide
mirar las cosas tal y como son.
Las leyes de los tres estadios de Comte, igual que aquellas
de Stirner, si bien llegan a conclusiones diferentes –en el caso
del francés la edad adulta coincide con el positivismo, el cientificismo; en el
del alemán corresponde al egoísmo– tienen en común la eliminación de la
trascendencia. El positivista, hombre de ciencia, y el capitalista
egoísta son los adultos que conocen que el mundo no está lleno de dioses, que
los grandes ideales de la humanidad son cosa de adolescentes y que, por tanto,
el mundo es solamente un medio a nuestra disposición para recabar lo realmente
importante: el poder.
Para estos adultos vacunados, el mundo verdadero del niño, ese mundo
lleno de respuestas a los propios deseos es del todo inútil. Decía Nietzsche a
este respecto:
«El “mundo verdadero” -una Idea que ya no sirve para nada, que ya ni
siquiera obliga, -una idea que se volvió inútil, superflua, una Idea, por
tanto, refutada: ¡eliminémosla!»
Si el hombre quiere ser feliz debe eliminar aquel corazón y aquellos
nervios que se encuentran en el niño por una suerte de error o engaño de la
naturaleza. De Sade, en su Filosofía en el tocador, –su
camino hacia la verdadera felicidad– decía así a su joven estudiante Eugenia:
«No escuches más a tu corazón, niña mía, porque es la guía más falsa
que hemos recibido de la naturaleza (…) No sé qué es el
corazón… Yo solo llamo así a las debilidades del espíritu.»
Esa debilidad de espíritu, que en cada instante proyecta al niño hacia
la espera de un bien futuro, es la misma que Epicuro desaconsejaba
a sus discípulos. El deseo es aquello que pone en movimiento e,
inevitablemente, genera angustia:
«Pero como siempre anhelas lo que está lejos de ti y desprecias lo
que tienes a mano, La vida se te ha escapado incompleta y sin gracia, y, sin
que te lo hubieras imaginado, la muerte se ha parado junto a tu cabecera antes
de que pudieras marcharte satisfecho y hartado de bienes.» (Lucrecio, De
rerum natura, III)
¿Pero de dónde surge este escepticismo? ¿Qué lleva al niño a
abandonar la esperanza? La respuesta es, evidentemente, la desilusión en la
escucha, la esperanza desatendida, el amor no correspondido. Con qué frecuencia
nos hemos hecho una representación benévola del futuro que luego nos ha sido
negada amargamente. La esperanza del niño, su voluntad, se proyecta hacia el
futuro siempre con una forma concreta, una representación más o menos clara:
una bicicleta, un beso, una moto, etc. Cuando el futuro no atiende a nuestra
espera, el hombre se siente traicionado y no entiende el porqué.
Si la existencia de la pregunta presupone la existencia de la respuesta,
entonces, ¿por qué yo deseo aquello que no se me puede dar?
El viejo Job y el nuevo Job
He aquí que, lentamente, la exigencia de una explicación racional toma
la delantera respecto de la apertura de la esperanza. ¿Para qué enamorarme de
una mujer que no me ama? ¿Para qué esperar un hijo y descubrirme estéril? ¿Para
qué afanarme en labrarme un futuro si después la crisis me impedirá trabajar?
En la mente del joven que se hace adulto, la insatisfacción de la respuesta
provoca cada vez más la superficialidad de las preguntas.
Así, Mendel Singer –el Job de Joseph
Roth, «hombre devoto y temeroso de Dios»– después de haberlo
perdido todo renuncia a esperar, lo intenta todo para liberarse de ese «spron
que pica» leopardiano que es el deseo: «y, así, pese a que en el fondo de su
corazón sentía todavía germinar una tímida esperanza, trataba de erradicarla».
La realidad no parece estar a la altura de nuestro deseo y el mal es la
prueba más evidente: no solo deseamos aquello que no está, sino que lo
que hay es en realidad lo contrario de lo que deseamos. Esperar y mendigar
un bien tras haber experimentado el mal en el mundo, es como creer en la piedra
filosofal que tenía que convertir el plomo en oro, lo negativo en positivo. Por
una curiosa sustitución, ante la obstinación del mal, el adulto considera
irracional no tanto la respuesta como la pregunta.
Mientras el niño se mantiene fiel a su deseo, y su llanto condena como
irracional la falta de realización, el adulto poco a poco condesciende con la
desilusión y adapta el deseo: si no hay respuesta, será porque la pregunta es
irracional.
En la historia de la Humanidad, el hombre ha buscado de todas las
maneras dar un sentido a esta contradicción entre el deseo y la
realidad. Así, mientras en los últimos dos siglos la tendencia prevalente
es precisamente aquella que acabamos de describir, es decir, la eliminación del
deseo, el abajamiento nihilista; anteriormente, en una sociedad no
secularizada, en el banquillo de los acusados se sentaban la realidad o incluso
Dios, considerado como su creador. Esta inversión resulta evidente en el libro
que acabamos de citar: a diferencia de Mendel Singer, al Job bíblico no se le
ocurre ni siquiera lejanamente condenar a su propio deseo. Ambos desesperan y
desean morir, ambos llaman a la palestra a Dios, pero solo el primero lo
condena a muerte.
Job quiere una explicación, quiere comprender el sentido de
sus desgracias, y se vuelve hacia Dios para que le rinda cuentas; Mendel, en
cambio, ha dado ya una respuesta: Dios es malvado y debe ser eliminado, y con
Él debe ser erradicada la marca de fábrica, nuestro deseo infinito:
«¡No, amigos míos! Yo estoy solo y quiero estar solo. Durante años he
amado a Dios y Él me ha odiado. Durante años le he temido, ahora no puedo
hacerlo ya más. Todas las flechas de su carcaj me han alcanzado. Ahora solo le
queda matarme. Pero esto es demasiado cruel. ¡Viviré, viviré, viviré!»
Singer es un Job pasado por Nietzsche: el hombre está ahora
desilusionado por haber pensado que la vida tenía un sentido, un valor; no le
queda ya ninguna esperanza de obtener una respuesta a sus reclamos de sentido,
porque la única respuesta que rige la prueba de las infinitas desilusiones de
la historia es la ausencia de sentido.
«El hombre moderno cree de manera experimenta ya en este valor, ya en
aquél, para después dejarlo caer; el círculo de los valores superados y
abandonados es cada vez más amplio; se advierte siempre más el vacío y la
pobreza de valores, el movimiento es imparable, por más que haya habido
intentos grandiosos por desacelerarlo. Al final, el hombre se atreve a una
crítica de los valores en general; no reconoce su origen; conoce bastante como
para no creer más en ningún valor; he aquí el pathos, el nuevo escalofrío.»
(Nietzsche, fragmento póstumo 1887-1888)
Ya no hay una respuesta a nuestros porqués:
«Nihilismo: falta el fin, falta la respuesta al ¿para qué? [wozu]»
(Nietzsche, fragmento póstumo – otoño de 1887)
Y, por tanto, esta es la sentencia del Job contemporáneo:
«Quiero quemar más que una simple casa o un simple hombre (…) Es a
Dios a quien quiero quemar».
El gran medievalista Le Goff escribió que el modelo antropológico del
hombre medieval era el Job bíblico, refigurado por Gregorio Magno en su enorme
comentario; ahora podríamos decir que el modelo antropológico del
hombre contemporáneo es todavía Job, pero tal como lo reformula Joseph
Roth.
El problema del mal agudiza el reclamo de Job, mientras lo brutaliza en
Mendel Singer. El primero es el emblema del hombre profundamente
religioso; el segundo es emblema del nihilista. Los dos son
hombres radicales que no se conforman con respuestas insatisfactorias que les
ofrecen sus amigos, respuestas racionalistas que reducen el mal a la medida de
la razón humana y no a su experiencia (la cual, de forma paradigmática, ante el
mal excede la razón y se adentra en el misterio).
Elifaz, Bildad, Zofar y Eliu reducen las desventuras de Job a un castigo
divino:
«Lejos de Dios el mal, de Sadday la injusticia; que la obra del
hombre, Él se la paga, y según su conducta trata a cada uno. En verdad, Dios no
hace el mal, no tuerce el derecho.» (Job 34,
10-12)
En su canto, Skoronnek, amigo de Mendel, repite el mismo argumento:
«Los golpes de Dios tienen un sentido escondido. No sabemos por qué
somos castigados.»
El dolor es fruto de nuestro pecado o del pecado de otro. ¿No es, de
hecho, por culpa del pecado de Adán por lo que llegó la
desventura al género humano? ¿No fue por culpa de Laio por lo que Edipo terminará
por matar a su padre y casarse con su madre? ¿No fue por culpa de Elena que
aqueos y troyanos se masacraron en Ilión? Esta es la explicación
semítica y griega del mal: «como por un solo hombre entró el pecado en el
mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres,
por cuanto todos pecaron» (Rm 5, 12).
No obstante, Job no lo acepta y le dice a Dios a la cara aquello que
cada uno de nosotros le diría: ¡yo no te he hecho ningún mal, no ha sido culpa
mía!
«¿No está lejos de Dios el designio de los malvados? (…) ¿Reservará
Dios el castigo para sus hijos? ¡Que lo castigue a él, que él lo sienta! ¡Que
sus propios ojos vean su fracaso, que beba el furor del Todopoderoso!» (Jb.
21, 15-20)
Si el mal es fruto de nuestras culpas, ¿por qué los malvados
reciben honores? («el impío es preservado en el día de la ruina y
es puesto a salvo en el día del furor? ¿Quién le devuelve el mal que hizo?»
Jb. 21 30-31). Ivan Karamazov atacará este racionalismo: «Si todos
deben sufrir para ayudar con su sufrimiento a la armonía eterna, ¿qué
papel desempeñan los niños?». Y Camus, en La Peste, se
hace eco: «¿Quién podría afirmar que una eternidad de dicha puede
compensar un instante de dolor humano?»
No obstante, pese a todo, pese a la rabia y las blasfemias, Mendel no
alcanza a eliminar del todo el deseo: en su corazón sigue germinando una
esperanza. Como un niño después de haber discutido con su padre, vuelve la
cabeza gacha:
«‘Yo no rezo’, se decía Mendel. Pero no rezar le hacía daño. Su ira
lo atormentaba, y la impotencia de aquella ira. Pese a que Mendel estuviera
encolerizado con Dios, Dios todavía regía el mundo.»
Mendel conoce la historia de Job, sabe cuál es la respuesta que Dios da
a su padre ancestral:
«¿Dónde estabas cuando yo fundaba la tierra? Indícalo, si eres capaz
de entender. Quién fijó sus medidas? ¿Lo sabes acaso?» (Jb. 38, 4)
Justamente, es la conciencia de la soberanía de Dios, de la grandeza del
mundo, aquello que mantiene viva la chispa de la esperanza.
¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la
tierra?
Sin embargo, para entender la conclusión del libro de Roth, conviene
conocer la arenga que Dios despliega en su defensa al final del libro de Job.
Los cuatro capítulos en que Dios hace un elenco de todas las bellezas de lo
creado desinflan la audacia de Job y le devuelven a la posición adecuada, no
para entender, sino para esperar.
Quien lee el libro de Job con ojos jurídicos no podrá sino
desilusionarse por la respuesta de Dios: Él, de hecho, no responde a la
acusación que se le lanza. El imputado no hace ninguna mención al mal y al
dolor, sino que modifica el nivel de la conversación: del nivel ético
pasa al ontológico. Es decir, va a la raíz del problema.
Incluso antes de preguntarse si es justo o injusto aquello que es,
conviene interrogarse sobre su origen, y Dios reivindica la paternidad de todo
lo creado. Él ha hecho el cielo y la tierra y todo cuanto contienen; la
naturaleza y el hombre son obra suya y todo es bello y justo: «Dios vio que
todo lo que había hecho era muy bello» (Gn. 1,31).
¿Por qué, ante el recuento de la grandeza de su obra, Job abandona su
afán de justicia? ¿Por qué la conciencia de la soberanía divina mantiene viva
la esperanza de Mendel? Reconociéndose creado por Dios, Job vuelve a
ser niño, vuelve a asentarse sobre la certeza de que la promesa de bien que
vive todavía en su corazón no será desatendida. No elimina la pregunta, esta
permanece, pero recupera una humildad como la del niño que mira el mundo con
los ojos llenos de estupor y de maravilla, y no duda de que la vida es un bien.
El adulto, decíamos, condiciona la esperanza a la presencia de una razón
suficiente como para sostenerla; el niño, en cambio, antepone la esperanza a la
razón, aunque ahora sabemos que esta última no se sostiene en el aire, sino que
hunde sus raíces en una evidencia primaria que todo hombre puede redescubrir en
cualquier instante, cualquiera que sea su circunstancia: el mundo está ahí, y
me atrae.
El hombre ha sido llamado a la vida. Job lo había olvidado y,
a causa de este olvido, empezó a medir las circunstancias en base a su
voluntad –legítima– de justicia. El punto determinante ya no era, como en
el caso del niño, un deseo de significado lleno de gratitud y maravilla por lo
dado en la realidad, sino una exigencia de sentido y de justicia medida en base
a su voluntad. Job se había acostumbrado a considerar como suyas las
propiedades y bienes que Dios le había concedido y, viéndolas esfumarse,
comenzó a reclamar justicia para que le fuera devuelto aquello que esperaba. Su
voluntad exige aquello que él considera suyo.
Stirner describe este cambio de actitud de forma clarísima:
«Quien ha sido llamado, convocado, ya no debe preguntarse ‘¿qué
quería quien me llamó cuando me creó?’ sino ‘ahora que estoy aquí en virtud de
aquella llamada, ¿qué quiero?’».
Sin embargo, esta actitud egoísta elude un detalle fundamental: que no
se nos debe nada. Es justamente el detalle con el que comenzábamos este
artículo, antes del cual Pavese había escrito: «Cuán grande es la idea de
que verdaderamente nada se debe a nosotros”.
El problema del mal permanece y hacemos experiencia de él de forma
cotidiana. Permanece también la pregunta respecto de él, y es ella la que
ennoblece al hombre y le pone en camino. Las respuestas racionalistas, aun
cuando refinadas (como la de Leibniz) o nihilistas, resultan insatisfactorias.
Pueden aquietar el ánimo por un tiempo proporcional a la intensidad con la que
vivimos lo real, pero antes o después se despierta y la pregunta vuelve a
vibrar. Dios mismo, sentándose en el banquillo de los acusados, no nos ha dado
respuesta, no ha justificado el mal en el mundo.
La pregunta se repite constantemente desde la aurora de los tiempos y
nos obliga a adoptar una posición. El libro de Job sugiere dos posibles formas
de formular la pregunta sobre el mal: por un lado, la de quien, considerando
que lo suyo le ha sido quitado (el hijo, la salud, el trabajo, la casa, etc.)
pide un ajuste de cuentas; por el otro, la de quien sabe que nada le es debido
y, ante el dolor y la pérdida, intensifica su reclamo dirigiéndose a aquel que
le ha convocado, pero no para que haga justicia sino para que le sostenga: «Yo
sé que lo puedes todo. Nada te es imposible» (Jb. 42, 2). En el primer caso, el
reclamo de justicia deja paso al cinismo o a la desesperación. En
el segundo, en cambio, el reclamo permanece y se intensifica,
sostenido por la esperanza de que «aquel que comenzó en vosotros la buena
obra la irá completando» (Filipenses 1, 6).
(DEMOCRESÍA / 27-3-2018)
(DEMOCRESÍA / 27-3-2018)
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