“Gilbert Chesterton no ha dejado quien pueda ocupar su lugar. Único
en su estilo y sus paradojas, no fundó escuela. Los imitadores que tan a menudo
recuecen los restos de un banquete literario, esta vez no han surgido. Queda como
un solitario caballero andante que, en su viaje a través de Fleet Street, fue
huésped de todas las tabernas de hospitalario ingenio y alegre camaradería”.
Con estas palabras Ada Jones Chesterton definió la vida de su cuñado,
Gilbert Keith. Acaso una de las mentes más privilegiadas de los últimos tiempos
y, sin lugar a dudas, una de las personalidades más fantásticas de la historia
de la humanidad. Y su rareza es el motivo de su falta de escuela. No hay
imitadores ni hay continuadores. Hay discípulos y amigos. Personas
que se han encontrado con sus escritos y sus escritos les han conducido del
misterio al Misterio.
Él en su autobiografía, con más sencillez pero incapaz de apaciguar la
genialidad de su espíritu, describía sus primeros pasos por este mundo con
estas palabras:
“Doblegado ante la autoridad y la tradición de mis mayores por una
ciega credulidad habitual en mí y aceptando supersticiosamente una historia que
no pude verificar en su momento mediante experimento ni juicio personal, estoy
plenamente convencido de que nací el 29 de mayo de 1874, en Campden Hill,
Kensington, y de que me bautizaron según el rito de la Iglesia anglicana en la
pequeña Iglesia de St. George, situada frente a la gran Torre de las Aguas que
dominaba aquella colina”.
Se me ha pedido que escriba una semblanza de este pequeño coloso, que en
su metamorfosis total –con su buen amigo Belloc– daba tumbos por la calle
londinense de Fleet Street, mientras su némesis temblaba de miedo y gritaba “¡avanza
el Chesterbelloc!”. De esa mezcla de criatura mitológica, dios pagano,
caballero de familia y humilde cristiano es muy difícil hacer una semblanza. Se
han escrito libros, doctorados –y se escribirán muchos más– sin que jamás
podamos expresar del todo por qué algunos nos sentimos orgullosos de ser seres
humanos simplemente por compartir la misma especie animal que él.
Periodista, biógrafo, cuentista, escritor de teatro, teórico de los
grandes temas de la humanidad (novelas de detectives,
la familia, el amor romántico), Creador de la paradoja y descubridor del verdadero mundo de las
hadas. Amigo de sus enemigos y de los niños. Buen marido. Profeta
del mundo moderno. Apologeta de la sensatez, que consiste en la humildad frente
al poder Prometeico del mundo. Filósofo y poeta. Teólogo y humanista. Converso
y convertidor.
Él se consideraba periodista ante todo. Y así fue reconocido por este
mundo contemporáneo, experto en poner etiquetas. Fue un periodista excepcional
que en sus días más bajos superaba con creces lo mejor de la producción de hoy
en día. Periodista consumado, de vocación, no de curro. Tampoco un cronista,
entiéndaseme bien. Poseía una sensibilidad sinigual para captar el núcleo del
interés humano que movía los hilos del mundo y las sociedades. Y él desenredaba
los hilos de la política y la economía, y los volvía a enmarañar para construir
juegos para niños.
Sus biografías evitaban el engorro de los datos fríos y duros y se
centraban en la obra del escritor y en la persona detrás de las palabras. De su
mano, Dickens, Chaucer, Shaw y Santo Tomás de Aquino bajaban
de sus pedestales y nos contaban sus vidas, no como un puñado de datos
indiferentes, sino como un cuento de hadas que merecía leer antes de ir a la
cama.
Porque Chesterton concebía el mundo, la historia y la vida como un
enorme cuento de hadas. Sólo que real. Y para él no había contradicción alguna
en esta afirmación. Para él El Hombre Eterno es el cuento de
la historia de la humanidad, de la misma forma que el Manalive es
un cuento de su propia vida familiar. Y no porque se trataran de alegorías o
metáforas. No, al menos en el sentido más técnico de los términos.
Por eso sus cuentos son proféticos. En el sentido más contundente y
llamativo del término. Profetizó situaciones que están ocurriendo en estos
momentos de la historia, muchas décadas después de su muerte. ¿Y dónde se
guardan esas profecías? En Las paradojas de Mr Pond, Napoleón de
Notting Hill, El hombre que sabía demasiado, El hombre que fue
Jueves… Como en su desconocida obra de teatro, Magic. Y
alguno de sus ensayos más serios. Con su enorme tamaño y tras su espeso bigote
era capaz de ver el mundo y la historia, no como lo parecen, sino como lo que
verdaderamente son. Una mirada de la que carecemos por completo en la era de la
información.
Hereje para los ortodoxos (idest converso), ortodoxo para
los herejes (idest filósofo); optimista para los pesimistas y
pesimista con los demasiado optimistas (padre del distributismo y gran crítico
con los fabianos, socialistas y marxistas en general); realista para los
idealistas, idealista para los realistas. Querido por todos –incluso por sus
contrincantes más acérrimos en el mundo intelectual.
¿Y cómo era en su casa este coloso que hizo fecundas las letras inglesas
del siglo XX? Dejo la respuesta al testimonio de su mujer, Frances: “Sabes
que las mujeres solían telefonearme cuando estábamos en América, para
preguntarme qué sentía yo como esposa de un hombre de talento. Me parecía
ridículo. Les contestaba que el talento de Gilbert no era lo más importante
para mí, y que lo que más apreciaba era lo buen marido que era…”.
Ese hombre que, con su mujer, se sentía como un caballero andante con su
princesa; que sabía disfrutar como pocos quedarse a jugar con los niños
pequeños en el parque, o tomarse una jarra de cerveza con sus amigos en el pub.
Ese hombre que se olvidaba del motivo por el que había cogido el tren o que se
encontraba, de pronto, en mitad del monte sin una razón que recordara… Ese
mismo hombre fue un padre espiritual para C.S. Lewis, J.R.R. Tolkien,
para Dorothy L. Sayers, Ronald Knox, Evelyn Waugh, etc.
Ese hombre siempre conservó el corazón en el cielo, los pies en la
tierra y la mirada en el hombre. Vivió su vida como si se tratara de un cuento
de hadas, ya lo hemos dicho. Fue el más firme apologeta del asombro –filósofo natural–,
de la sensatez –ese sentido común tan poco común– y del ser humano. Sabía que
el mundo era un lugar fascinante para vivir, que el ser humano era una criatura
maravillosa y que por algo Dios había hecho todo como lo había hecho.
Un hombre, por lo tanto, con una mirada muchas veces mística y escatológica
sobre las cosas aparentemente más banales, que en sus manos se trocaban
en maravillas eternas. Tras una extraña experiencia negra en su juventud,
se convirtió con el paso de los años, en un ardiente y apasionado seguidor de
la Iglesia católica y romana. Hecho que –al contrario de lo que se creía en su
época– nunca supuso el menor demérito en su amor a Inglaterra. Inglaterra y
Roma, sus dos grandes amores, en el contexto de la verdadera Europa, la
cristiana. Y, por lo tanto, con siempre con el horizonte de Jerusalén y
Nazaret.
Por todo lo cual no pudo sino terminar la autobiografía con estas
hermosísimas palabras:
“Surge de nuevo ante mí, nítida y clara como antaño, la figura de un
hombre con una llave que cruza un puente, tal como lo vi cuando por primera vez
miré el país de las hadas a través de la ventana del teatrillo de juguete de mi
padre. Pero sé que aquel a quien llaman Póntifex, el constructor del puente,
también se llama Claviger, el portador de la llave, y que esas llaves le fueron
entregadas para atar y desatar cuando era un pobre pescador de una lejana
provincia, junto a un pequeño mar casi secreto”.
(DEMOCRESÍA / 14-6-2017)
(DEMOCRESÍA / 14-6-2017)
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