domingo

VIA CRUCIS (POEMA EN QUINCE ESTACIONES) - JUAN DE MARSILIO


I

A Jesús, el nazareno,
lo juzgan sus enemigos.
Un íntimo lo traiciona.
Son perjuros los testigos.
Lo fueron a detener
al Monte de los Olivos
una banda de matones,
peor que si fuera un bandido.
Los once amigos del alma
mientras rezaba han dormido
y cuando lo han apresado
por el temor han huïdo
todos, salvo Pedro y Juan
que hasta el juicio lo han seguido
(si es que a esa vil mascarada
puede llamársela juicio).
Algunos de los del patio
a Simón lo han conocido
como uno de los secuaces
del temible forajido.
Él lo ha negado tres veces
y luego el gallo se ha oído
(entonces Pedro recuerda
lo que el Maestro le ha dicho
y deja el patio llorando,
con vergüenza de sí mismo).
Sabiendo lo que le harán
Jesús no niega ser Hijo
de Dios y entonces Caifás
se ha rasgado los vestidos,
gritando que era blasfemia
la verdad que no ha querido
reconocer y condenan
al que jamás ha tenido
culpa alguna ni pecado,
al que vino a redimirnos.
Lo han llevado ante Pilato
que no ha querido o sabido
jugarse por la verdad
y en un intento muy tibio
de salvar al inocente
al pueblo optar ha ofrecido
entre el bravo Barrabás,
asaltante y asesino,
y Jesús, el galileo,
manso Rey de los judíos.
La turba excitada y ciega
a Barrabás ha escogido
y pide para Jesús
el peor de los suplicios.
Lava Pilato sus manos
pero no queda muy limpio.
Lo que empieza así de mal
tendrá buen fin el domingo.


II

No por comportarte bien
te clavan en un madero.
Es el oprobio mayor
y es un atroz sufrimiento.
Muy malo ha de ser el hombre
y cruel para merecerlo.
Esta tarde, sin embargo
le toca al más justo y bueno.
A morir en una cruz
sentencian al Nazareno
pero como eso no alcanza
tendrá que cargar primero
el leño en que ha de morir
y es cuesta arriba el trayecto.
Es cuesta arriba y cercado
de insultos y de abucheos.
Un cuerpo debilitado,
pues lo han azotado fiero,
casi a punto de quebrarse
carga la cruz y su peso
se vuelve descomunal
porque concentra al completo
los pecados de los hombres,
esas maldades que hacemos.
Alguien pagará la deuda:
los hombres serán de nuevo
amigos de su Creador,
cuyo amor nunca perdieron.
Carga su cruz el Mesías
y destroza el alma verlo.
La mañana del domingo
volverá de entre los muertos.


III

El Hijo eterno de Dios
Hijo del Hombre se ha vuelto.
No viste disfraz de carne.
No hay trucos ni fingimientos.
Asume la condición
humana menos en eso
de mancharse de pecado,
que es Cordero sin defecto.
Jugaba, cuando era niño,
en las callejas del pueblo.
Aprendió viendo a José
a ser un buen carpintero
y se ganaba su pan
como nosotros lo hacemos,
que no es vergüenza el sudor
cuando el trabajo es honesto.

Comparte las alegrías
del hombre y los sufrimientos.
Es, como nosotros frágil,
por eso lo vence el peso
de la cruz y la fatiga
y el dolor en todo el cuerpo:
contemplen esta caída,
que es Dios el que cae al suelo.
Hay entre la muchedumbre
quien se divierte con esto.
Contemplémoslo nosotros
con horror y con respeto.
El que ahora vemos caído
ha de subirnos al Cielo.


IV

Atroz para cualquier madre
que le torturen al hijo.
María de Nazareth
contempla el fruto bendito
que brotara de su vientre
golpeado y escarnecido
por la maldad de los hombres
y es su dolor infinito.
¡Ah, Corazón de María,
por cruel espada transido!
Lo seguirá, sin embargo,
hasta el final del suplicio.
Final del viernes más negro
(y semilla del domingo).


V

Simón volvía del campo
y lo obligaron a hacerlo.
Porque era bueno quería
apartarse, por no verlo,
e irse a su casa a rezar
para que el Dios de consuelo
diese alivio al desgraciado
que iba al Calvario subiendo.
Pero eran los poderosos
y había que obedecerlos.
Así que le puso el hombro
al horroroso madero,
y la emprendió cuesta arriba
sin mezquinar el esfuerzo.
A cada paso que daba
le iba creciendo un fraterno
calor en el corazón:
ya no lo movía el miedo.
No servía a los tiranos:
ayudaba al Nazareno.
Que te lo premie, Simón,
el Padre que está en el Cielo,
y en lo de cargar la Cruz
te imitemos el ejemplo.


VI

Lágrimas, sangre, sudor,
la cara del Nazareno.
Verónica, que se apiada,
la seca con el pañuelo.
El rostro del Salvador
se queda en la tela impreso.
Me ayude a abrirme el Señor
un bolsillo en medio al pecho
para ofrecer, cuando pase,
algún prójimo sufriendo,
igual que aquella Verónica,
el corazón y un pañuelo.


VII

Rueda otra vez por el suelo
el que es Dios y es también Hombre,
hecho ovillo de dolor
y aún le aguardan más dolores.
Cae y se levantará
aunque el dolor lo desborde
porque aceptó la misión
y toca cumplirla entonces.
Caernos y levantarnos
vez tras vez y sin que importe
si se cuentan por millares
porrazos y tropezones
y continuar cuesta arriba
es lo que nos corresponde.
¿Cómo podremos hacerlo
con nuestras fuerzas, tan pobres?
Nos levantará Jesús,
que nos quiere y nos conoce
(lo hará sólo si quisieras:
Dios no ama a los empujones.
que al contrario del refrán,
Él propone y tú dispones).


VIII

No lloren por mí, mujeres,
lloren, mejor, por sus hijos.
Caerá Jerusalén.
El Templo será destruido.
Quien viva por esos días
deseará no haber nacido.
No crean que no me duele:
también soy un buen judío.
Consuela el Hijo del Hombre,
vejado y escarnecido,
a las que lloran por él,
que va rumbo al sacrificio.
En el colmo del dolor,
persiste fiel a Sí mismo.
En el colmo del amor,
morirá por sus amigos,
que somos los hombres todos,
por su muerte redimidos.


IX

Ya cae el Hijo de Dios
por tercera vez al piso.
Que no llegará a la cima
algunos se lo han temido.
Pero el viaje doloroso
ha de alcanzar su destino.
No se ha de morir Jesús
antes de en la Cruz abrirnos,
en abrazo universal,
rumbo a su Padre el camino.
Cae por tercera vez
pero no será vencido.


X

La desnudez es detalle
no menor en el tormento.
La tela le roba al ojo
pedazos de sufrimiento.
Debe ser bien repugnante
para escarmentar al pueblo
– o darle una diversión –
la función que montaremos.
Para mejor humillarlo
desvisten al Nazareno
y los soldados, rapaces,
sus ropas se repartieron.
Veían a Dios desnudo
pero no lo conocieron.


XI

Con un dolor de tres puntas
fijan a Dios al madero.
Ha comenzado la parte
peor del peor tormento.
Se quiere un crucificado
morir a cada resuello
y también quiere vivir,
por eso se llena el pecho
vez tras vez, difícilmente,
con aire y con sufrimiento.
Se le ensancha el corazón
de bombear en el esfuerzo,
se ensancha hasta que revienta
y el reo se muere de eso.
Pero no muere en seguida,
demora bastante tiempo.
Por eso es que se acostumbra,
acelerando el proceso,
quebrarle al pobre las tibias,
para que muera más presto.
Dos ladrones condenados
flanquean al Galileo.
Uno le grita y lo insulta,
en regodeo perverso.
El otro muestra piedad
y en fe de último momento
suplica ser admitido
por Jesús en ese Reino
de bondad y de justicia
que ha predicado el Maestro.
¡Ah, Dimas, ladrón brillante!
¡Supiste robarte el Cielo!
El Hijo suplica al Padre
el perdón para sus ciegos
verdugos, porque no saben
medir lo que están haciendo.
Está el discípulo amado
junto a María, sufriendo.
Madre, te encomiendo un hijo.
Juan, a mi madre te dejo.
Falta todavía un rato,
ya casi se está muriendo.


XII

¿Dios mío, Dios mío dime
por qué me has abandonado?
Consumada la tarea
el último aliento ha echado.
Como lo notaban muerto
las tibias no le quebraron
(“se pueden contar mis huesos”,
anunciaba antiguo salmo).
Por aquello de las dudas,
para evitar un engaño,
Longinos va y lo lancea
por el izquierdo costado.
Brotan la sangre y el agua
por las que somos salvados.
Tiembla de pronto la tierra.
Se eclipsa el Sol en lo alto.
Se rasga el velo del Templo.
Asume un recio soldado
que el Hombre era Hijo de Dios…
y acaban de ejecutarlo.
Aunque tarde lo supiste
igual serás perdonado.


XIII

Depositan en tus brazos
el cuerpo muerto de tu Hijo.
Llorando por su dolor
lo acunas, como de chico.
Madre de todos los hombres,
déjame llorar contigo.
Déjame llorar por tantos
pecados que he cometido,
por tantos desprecios que hice
del más grande sacrificio
y de tu dolor también,
que a ti también te he ofendido.
Déjame llorar y ruega
por mí, que voy a mi juicio,
cargado de culpas propias,
a diferencia de tu Hijo.


XIV

Aunque integra el Sanedrín
es varón decente y recto.
Habló a favor de Jesús
pero ni caso le hicieron.
Es José de Arimatea,
que le ha cedido al Maestro
el sepulcro que tenía
para sí mismo dispuesto.
¡Qué importa la propia muerte
ante este crimen horrendo!
Con los perfumes y especias
que ha comprado Nicodemo
lo envuelven en una sábana
pues cuentan con poco tiempo
en vísperas de la Pascua
para preparar el cuerpo.
Sepultan sus esperanzas
y hacen duelo por sus sueños. 
Si miran hacia el futuro
todo se ve frío y negro.
La mañana del domingo
todavía está muy lejos.


XV

Si dimos catorce pasos,
demos el decimoquinto.
Va Magdalena al jardín
por la mañana el domingo
para llorar al Maestro
que le fuera tan querido.
Cuando se asoma al sepulcro
lo encuentra abierto y vacío.
Halla dos ángeles dentro.
No entiende lo que le han dicho.
Da con Jesús en el huerto
pero no lo ha conocido
hasta que el Señor la nombra
y la inunda un regocijo
que dos milenios después
está cada vez más vivo.
Le ha encomendado Jesús
contárselo a los discípulos.
Por eso es que lo sabemos,
felices y agradecidos.
Vamos a esperar, confiados,
a que amanezca el domingo.

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