I
A Jesús, el nazareno,
lo juzgan sus enemigos.
Un íntimo lo traiciona.
Son perjuros los
testigos.
Lo fueron a detener
al Monte de los Olivos
una banda de matones,
peor que si fuera un bandido.
Los once amigos del alma
mientras rezaba han
dormido
y cuando lo han apresado
por el temor han huïdo
todos, salvo Pedro y Juan
que hasta el juicio lo
han seguido
(si es que a esa vil
mascarada
puede llamársela juicio).
Algunos de los del patio
a Simón lo han conocido
como uno de los secuaces
del temible forajido.
Él lo ha negado tres
veces
y luego el gallo se ha
oído
(entonces Pedro recuerda
lo que el Maestro le ha
dicho
y deja el patio llorando,
con vergüenza de sí
mismo).
Sabiendo lo que le harán
Jesús no niega ser Hijo
de Dios y entonces Caifás
se ha rasgado los
vestidos,
gritando que era
blasfemia
la verdad que no ha
querido
reconocer y condenan
al que jamás ha tenido
culpa alguna ni pecado,
al que vino a redimirnos.
Lo han llevado ante Pilato
que no ha querido o
sabido
jugarse por la verdad
y en un intento muy tibio
de salvar al inocente
al pueblo optar ha
ofrecido
entre el bravo Barrabás,
asaltante y asesino,
y Jesús, el galileo,
manso Rey de los judíos.
La turba excitada y ciega
a Barrabás ha escogido
y pide para Jesús
el peor de los suplicios.
Lava Pilato sus manos
pero no queda muy limpio.
Lo que empieza así de mal
tendrá buen fin el
domingo.
II
No por comportarte bien
te clavan en un madero.
Es el oprobio mayor
y es un atroz
sufrimiento.
Muy malo ha de ser el
hombre
y cruel para merecerlo.
Esta tarde, sin embargo
le toca al más justo y
bueno.
A morir en una cruz
sentencian al Nazareno
pero como eso no alcanza
tendrá que cargar primero
el leño en que ha de
morir
y es cuesta arriba el
trayecto.
Es cuesta arriba y
cercado
de insultos y de
abucheos.
Un cuerpo debilitado,
pues lo han azotado
fiero,
casi a punto de quebrarse
carga la cruz y su peso
se vuelve descomunal
porque concentra al
completo
los pecados de los
hombres,
esas maldades que
hacemos.
Alguien pagará la deuda:
los hombres serán de
nuevo
amigos de su Creador,
cuyo amor nunca
perdieron.
Carga su cruz el Mesías
y destroza el alma verlo.
La mañana del domingo
volverá de entre los muertos.
III
El Hijo eterno de Dios
Hijo del Hombre se ha
vuelto.
No viste disfraz de
carne.
No hay trucos ni
fingimientos.
Asume la condición
humana menos en eso
de mancharse de pecado,
que es Cordero sin
defecto.
Jugaba, cuando era niño,
en las callejas del
pueblo.
Aprendió viendo a José
a ser un buen carpintero
y se ganaba su pan
como nosotros lo hacemos,
que no es vergüenza el
sudor
cuando el trabajo es
honesto.
Comparte las alegrías
del hombre y los
sufrimientos.
Es, como nosotros frágil,
por eso lo vence el peso
de la cruz y la fatiga
y el dolor en todo el
cuerpo:
contemplen esta caída,
que es Dios el que cae al
suelo.
Hay entre la muchedumbre
quien se divierte con
esto.
Contemplémoslo nosotros
con horror y con respeto.
El que ahora vemos caído
ha de subirnos al Cielo.
IV
Atroz para cualquier
madre
que le torturen al hijo.
María de Nazareth
contempla el fruto
bendito
que brotara de su vientre
golpeado y escarnecido
por la maldad de los
hombres
y es su dolor infinito.
¡Ah, Corazón de María,
por cruel espada
transido!
Lo seguirá, sin embargo,
hasta el final del
suplicio.
Final del viernes más
negro
(y semilla del domingo).
V
Simón volvía del campo
y lo obligaron a hacerlo.
Porque era bueno quería
apartarse, por no verlo,
e irse a su casa a rezar
para que el Dios de
consuelo
diese alivio al
desgraciado
que iba al Calvario
subiendo.
Pero eran los poderosos
y había que obedecerlos.
Así que le puso el hombro
al horroroso madero,
y la emprendió cuesta
arriba
sin mezquinar el
esfuerzo.
A cada paso que daba
le iba creciendo un
fraterno
calor en el corazón:
ya no lo movía el miedo.
No servía a los tiranos:
ayudaba al Nazareno.
Que te lo premie, Simón,
el Padre que está en el
Cielo,
y en lo de cargar la Cruz
te imitemos el ejemplo.
VI
Lágrimas, sangre, sudor,
la cara del Nazareno.
Verónica, que se apiada,
la seca con el pañuelo.
El rostro del Salvador
se queda en la tela
impreso.
Me ayude a abrirme el
Señor
un bolsillo en medio al
pecho
para ofrecer, cuando
pase,
algún prójimo sufriendo,
igual que aquella
Verónica,
el corazón y un pañuelo.
VII
Rueda otra vez por el
suelo
el que es Dios y es
también Hombre,
hecho ovillo de dolor
y aún le aguardan más
dolores.
Cae y se levantará
aunque el dolor lo
desborde
porque aceptó la misión
y toca cumplirla
entonces.
Caernos y levantarnos
vez tras vez y sin que
importe
si se cuentan por
millares
porrazos y tropezones
y continuar cuesta arriba
es lo que nos
corresponde.
¿Cómo podremos hacerlo
con nuestras fuerzas, tan
pobres?
Nos levantará Jesús,
que nos quiere y nos
conoce
(lo hará sólo si
quisieras:
Dios no ama a los
empujones.
que al contrario del
refrán,
Él propone y tú
dispones).
VIII
No lloren por mí,
mujeres,
lloren, mejor, por sus
hijos.
Caerá Jerusalén.
El Templo será destruido.
Quien viva por esos días
deseará no haber nacido.
No crean que no me duele:
también soy un buen
judío.
Consuela el Hijo del
Hombre,
vejado y escarnecido,
a las que lloran por él,
que va rumbo al sacrificio.
En el colmo del dolor,
persiste fiel a Sí mismo.
En el colmo del amor,
morirá por sus amigos,
que somos los hombres
todos,
por su muerte redimidos.
IX
Ya cae el Hijo de Dios
por tercera vez al piso.
Que no llegará a la cima
algunos se lo han temido.
Pero el viaje doloroso
ha de alcanzar su
destino.
No se ha de morir Jesús
antes de en la Cruz
abrirnos,
en abrazo universal,
rumbo a su Padre el
camino.
Cae por tercera vez
pero no será vencido.
X
La desnudez es detalle
no menor en el tormento.
La tela le roba al ojo
pedazos de sufrimiento.
Debe ser bien repugnante
para escarmentar al
pueblo
– o darle una diversión –
la función que
montaremos.
Para mejor humillarlo
desvisten al Nazareno
y los soldados, rapaces,
sus ropas se repartieron.
Veían a Dios desnudo
pero no lo conocieron.
XI
Con un dolor de tres
puntas
fijan a Dios al madero.
Ha comenzado la parte
peor del peor tormento.
Se quiere un crucificado
morir a cada resuello
y también quiere vivir,
por eso se llena el pecho
vez tras vez,
difícilmente,
con aire y con
sufrimiento.
Se le ensancha el corazón
de bombear en el
esfuerzo,
se ensancha hasta que
revienta
y el reo se muere de eso.
Pero no muere en seguida,
demora bastante tiempo.
Por eso es que se
acostumbra,
acelerando el proceso,
quebrarle al pobre las
tibias,
para que muera más
presto.
Dos ladrones condenados
flanquean al Galileo.
Uno le grita y lo
insulta,
en regodeo perverso.
El otro muestra piedad
y en fe de último momento
suplica ser admitido
por Jesús en ese Reino
de bondad y de justicia
que ha predicado el
Maestro.
¡Ah, Dimas, ladrón
brillante!
¡Supiste robarte el
Cielo!
El Hijo suplica al Padre
el perdón para sus ciegos
verdugos, porque no saben
medir lo que están
haciendo.
Está el discípulo amado
junto a María, sufriendo.
Madre, te encomiendo un
hijo.
Juan, a mi madre te dejo.
Falta todavía un rato,
ya casi se está muriendo.
XII
¿Dios mío, Dios mío dime
por qué me has abandonado?
Consumada la tarea
el último aliento ha
echado.
Como lo notaban muerto
las tibias no le
quebraron
(“se pueden contar mis
huesos”,
anunciaba antiguo salmo).
Por aquello de las dudas,
para evitar un engaño,
Longinos va y lo lancea
por el izquierdo costado.
Brotan la sangre y el
agua
por las que somos
salvados.
Tiembla de pronto la
tierra.
Se eclipsa el Sol en lo
alto.
Se rasga el velo del
Templo.
Asume un recio soldado
que el Hombre era Hijo de
Dios…
y acaban de ejecutarlo.
Aunque tarde lo supiste
igual serás perdonado.
XIII
Depositan en tus brazos
el cuerpo muerto de tu
Hijo.
Llorando por su dolor
lo acunas, como de chico.
Madre de todos los
hombres,
déjame llorar contigo.
Déjame llorar por tantos
pecados que he cometido,
por tantos desprecios que
hice
del más grande sacrificio
y de tu dolor también,
que a ti también te he
ofendido.
Déjame llorar y ruega
por mí, que voy a mi
juicio,
cargado de culpas
propias,
a diferencia de tu Hijo.
XIV
Aunque integra el
Sanedrín
es varón decente y recto.
Habló a favor de Jesús
pero ni caso le hicieron.
Es José de Arimatea,
que le ha cedido al
Maestro
el sepulcro que tenía
para sí mismo dispuesto.
¡Qué importa la propia
muerte
ante este crimen
horrendo!
Con los perfumes y
especias
que ha comprado Nicodemo
lo envuelven en una
sábana
pues cuentan con poco
tiempo
en vísperas de la Pascua
para preparar el cuerpo.
Sepultan sus esperanzas
y hacen duelo por sus
sueños.
Si miran hacia el futuro
todo se ve frío y negro.
La mañana del domingo
todavía está muy lejos.
XV
Si dimos catorce pasos,
demos el decimoquinto.
Va Magdalena al jardín
por la mañana el domingo
para llorar al Maestro
que le fuera tan querido.
Cuando se asoma al
sepulcro
lo encuentra abierto y vacío.
Halla dos ángeles dentro.
No entiende lo que le han
dicho.
Da con Jesús en el huerto
pero no lo ha conocido
hasta que el Señor la
nombra
y la inunda un regocijo
que dos milenios después
está cada vez más vivo.
Le ha encomendado Jesús
contárselo a los
discípulos.
Por eso es que lo
sabemos,
felices y agradecidos.
Vamos a esperar,
confiados,
a que amanezca el
domingo.
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