por Francisco Domenech
El siglo XIX tenía reservada una
última sorpresa para la ciencia. Físicos y químicos por fin estaban cómodos con
sus leyes básicas, que podían explicar cualquier cosa hasta que en 1896 el
francés Becquerel descubrió por casualidad un fenómeno totalmente nuevo. Se dejó en un cajón un paquete de sales de uranio, encima de un
rollo de placa fotográfica, y días después comprobó que la placa
estaba oscurecida como si le hubiera dado la luz; así que pensó que esas sales
emitían unos rayos penetrantes, que eran capaces de atravesar metales. Sin
embargo, Becquerel perdió interés en el tema y se lo pasó a una estudiante
polaca que no tenía muy claro sobre qué hacer la tesis doctoral. Ella, Marie
Curie, investigó mucho más a fondo esas piedrecillas que emitían constantemente
tanta energía y parecían no consumirse, y bautizó aquello como radiactividad.
A la edad de 24 años, Marie Curie
(entonces Marie Skłodowska) había emigrado desde Polonia, donde las mujeres no
podían estudiar una carrera, y se matriculó en la universidad más famosa de
Francia, la Sorbona. Devoraba una asignatura tras otra, apenas comía y vivía en
una buhardilla sin calefacción. Fue la primera de su
promoción y al acabar conoció a su marido, el físico Pierre Curie, que
también fue su pareja científica. Marie descubrió que los rayos
de Becquerel venían del interior de los átomos de uranio y que
sólo otro elemento, el torio, emitía unos rayos parecidos. Entonces estudió los
minerales de uranio y vio asombrada que uno de ellos, la pecblenda, era más
radiactivo que si fuera uranio puro: su hipótesis fue que aquella roca contenía
una cantidad mínima de algo desconocido y muy, muy
radiactivo.
Pierre lo vio tan claro que abandonó
sus propias investigaciones para centrarse en ayudar a Marie y, juntos,
enseguida descubrieron dentro de la pecblenda dos nuevos
elementos: el polonio y el radio, a cada cual más radiactivo. Para
obtenerlos en cantidad y poder estudiarlos, invirtieron sus ahorros en
toneladas de pecblenda y las guardaron en un cobertizo prestado y con goteras.
Allí se iban, al terminar su jornada de profesores, a machacar y a deshacer con ácidos el mineral. Era
un trabajo duro, en medio de gases tóxicos y productos radiactivos cada vez más
puros. Cinco años después, las toneladas de mineral se habían quedado en
0,1 gramos de sal de radio, tan radiactiva que brillaba en la oscuridad y les
producía quemaduras. Marie Curie ya podía presentar su tesis, que fue la más rentable de la Historia,
pues le dio el título de doctora y además dos premios Nobel:
el primero ese mismo año (1903), compartido con Becquerel y su marido; y el
segundo fue en solitario (1911), pues Pierre había fallecido cinco años antes
atropellado por un coche de caballos.
La historia de los Curie lo tenía
todo: romanticismo, idealismo, sacrificio, tragedia y una nueva fuente de
calor, el radio, que parecía no agotarse. La ciencia saltó de las revistas
especializadas a la primera plana de los periódicos. Mientras tanto, Rutherford
había descubierto que los materiales radiactivos sí
se consumen, y se desintegran transformándose en otros elementos: era el sueño
de los alquimistas hecho realidad. Para Vassily Kandinsky, que
en esos años creaba las primeras obras de pintura abstracta, aquello de la
radiactividad era el símbolo de la desintegración del mundo entero.
No fue para tanto, sólo
hubo que crear una nueva Física para explicar ése y otros fenómenos. Marie Curie
vivió para verlo y murió a los 67 años de leucemia, una enfermedad
probablemente causada por toda la radiación que recibió. De hecho, sus cuadernos de laboratorio siguen siendo muy radiactivos:
tendrán que pasar 1.600 años para que se consuma la mitad del
radio que les cayó encima.
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