domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (31)


UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 25)

-La hija de un fabricante de fideos -repuso la duquesa-, una mujercita que se hizo presentar el mismo día que la hija de un pastelero. ¿No se acuerda usted, Clara? El rey se echó a reír y dijo en latín algo oportuno sobre la harina. Gentes…, ¿cómo dijo?..., gentes…

-Ejusdem farinae -dijo Eugenio.

-Eso mismo -dijo la duquesa.

-¡Ah! ¡Es su padre! -repuso el estudiante haciendo un gesto de horror.

-Pero sí; ese buen hombre tenía dos hijas, por la que está loco, a pesar de que una y otra casi han renegado de él.

-¿No está casada la segunda con un banquero cuyo nombre es alemán, un barón de Nucingen? -dijo la vizcondesa mirando a la duquesa de Langeais-. ¿No se llama Delfina? ¿No es una rubia que tiene un palco en la Opera y que también va a los Bouffons y se ríe de un modo escandaloso para llamar la atención?

La duquesa sonrió y dijo:

-Pero querida mía, los admiro. ¿Por qué se ocupan tanto de esas gentes? Se necesita estar locamente enamorado como lo estaba Restaud para mancharse de harina con el contacto de la señorita Anastasia. ¡Oh, ya se arrepentirá! Su mujer está entregada al señor de Trailles, y no le faltarán disgustos.

-¡Han renegado de su padre! -repetía Eugenio.

-Sí, de su padre, del padre, un padre -repuso la vizcondesa-, un buen padre que lo ha dado todo, según se dice, que desembolsó quinientos o seiscientos mil francos para hacer su dicha casándolas bien, y que no se había reservado más que ocho o diez mil libras de renta para él, creyendo que sus hijas seguirían siendo sus hijas, que él se había creado dos existencias y que tendría dos casas donde sería adorado y mimado; pero en dos años sus yernos lo han desterrado de su compañía como si fuera el último de los miserables.

Algunas lágrimas brotaron de los ojos de Eugenio, que aun estaba bajo el encanto de las santas y puras emociones de la familia y de las creencias juveniles, y que hacía su primera incursión en el campo de batalla de la civilización parisiense. Las emociones verdaderas son tan comunicativas, que aquellas tres personas guardaron silencio por un instante.

-Oh, sí, Dios mío, esto es muy horrible, y sin embargo lo vemos todos los días -dijo la señora de Langeais-. ¿No obedecerá a alguna causa? Dígame usted, querida mía, ¿ha pensado alguna vez en lo que es un yerno? Un yerno es un hombre para el cual usted y yo educamos a una criatura a la que estamos unidas por mil lazos, que será durante diecisiete años el goce de la familia, y que siendo un alma blanca, como diría Lamartine, se convertirá en la peste. Cuando este hombre se ha apoderado de ella, emplea su amor contra nosotros como si fuese un hacha, y corta en el corazón de nuestro ángel todos los lazos que lo unían a su familia. Ayer, nuestra hija era todo para nosotros, y nosotros éramos todo para ella; hoy, nuestra hija se convierte en nuestra enemiga. ¿No presenciamos todos los días esta misma tragedia? Aquí la nuera se muestra implacable con su suegro, que lo sacrificado todo por su hijo, y más allá un yerno pone a su suegra a la puerta. Muchas veces oigo preguntar si hay algo dramático en la sociedad, y entiendo que el drama del yerno es espantoso, sin contar con que nuestras bodas han pasado a ser cosas muy tontas. Me doy perfecta cuenta de lo que le ha sucedido a ese anciano fabricantes de pasta. Creo que recordar que ese Foriot…

-Goriot, señora.

-Bueno; que ese Moriot fue presidente de su sección durante la revolución y que empezó a hacer fortuna vendiendo la harina a un precio diez veces mayor que el que costaba y en la cantidad que quería. El intendente de mi abuela le vendió cantidades inmensas. Como todas esas gentes, yo creo que ese Goriot se repartía las ganancias con el Comité de Salubridad Pública. Recuerdo que el intendente le decía a mi abuela que podía permanecer con toda seguridad en Grandvilliers, porque sus trigos eran una excelente carta cívica. Ahora bien, ese Loriot que vendía trigo a los verdugos no tuvo más que una pasión. Según se dice, adora a sus hijas. A la mayor, la casó con el primogénito de la casa de Restaud, y a la segunda con el barón de Nucingen, rico banquero que se fingía realista. Ya comprenderán ustedes que, bajo el imperio, los dos yernos no se opusieron a tener en su casa a este viejo. Noventa y Tres; eso podía pasar con Bonaparte. Pero los Borbones volvieron, el buen hombre se vio abandonado, no sólo por Restaud, sino también por el banquero. Las hijas, que tal vez seguían amando a su padre, quisieron nadar entre dos aguas halagando al padre y al marido, y recibieron a Goriot cuando no había nadie en casa, buscando pretextos de ternura y diciéndole que fuese cuando estuviesen solas, porquería estarían mejor, etcétera. Yo, querida mía, que opino que los sentimientos tienen ojos e inteligencia, entiendo que el corazón de ese pobre Noventa y Tres debía sangrar de dolor. Ha visto que sus hijas se avergonzaban de él y que si ellas amaban a sus maridos, él perjudicaba a sus yernos. Era preciso, pues, sacrificarse, y se ha sacrificado, porque era padre, desterrándose a sí mismo de sus casas. Al ver a sus hijas contentas comprendió que había hecho bien. El padre y las hijas han sido cómplices de este pequeño crimen. Esto lo vemos todos los días. ¿No habría sido una mancha en los salones de sus hijas ese pobre papá Doriot? El infeliz se hubiese sentido molesto y aburrido. Lo que le ocurre a ese padre le puede ocurrir a la mujer más bonita con el hombre a quien más ame: si lo aburre con su amor, él huye de ella, y para huir comete las mayores cobardías. Con todos los sentimientos pasa lo mismo. Nuestro corazón es un tesoro; vaciándolo de repente, queda una arruinada. Nunca perdonamos que un sentimiento se muestre en toda su desnudez, lo mismo que no perdonamos a un hombre que no tenga un céntimo. Ese padre lo ha dado todo: durante veinte años había entregado sus entrañas y su amor, y había dado su fortuna en un día. Una vez exprimido el limón, sus hijas han echado el resto al arroyo.

-El mundo es muy infame -dijo la vizcondesa acariciándose los flecos del chal sin levantar la vista. Pues se sentía herida en lo más vivo de su corazón por las palabras con que la duquesa de Langeais la había aludido en el relato de esta historia.

-Infame, no; sigue su curso, y nada más -repuso la duquesa-. Y si yo le hablo de este modo, es para demostrarle que el mundo no me engaña. Yo pienso como usted -añadió estrechando la mano a la vizcondesa-. El mundo es un lodazal; procuremos permanecer en las alturas -continuó, levantándose y besando en la frente a la señora de Bèauseant-: Querida mía, en este momento está usted muy bella y tiene los colores más hermosos que haya visto nunca.

Dicho esto, y después de haber inclinado ligeramente la cabeza dirgiéndose al primo, salió.

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