UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 25)
-La hija de un fabricante
de fideos -repuso la duquesa-, una mujercita que se hizo presentar el mismo día
que la hija de un pastelero. ¿No se acuerda usted, Clara? El rey se echó a reír
y dijo en latín algo oportuno sobre la harina. Gentes…, ¿cómo dijo?..., gentes…
-Ejusdem farinae -dijo Eugenio.
-Eso mismo -dijo la
duquesa.
-¡Ah! ¡Es su padre!
-repuso el estudiante haciendo un gesto de horror.
-Pero sí; ese buen hombre
tenía dos hijas, por la que está loco, a pesar de que una y otra casi han
renegado de él.
-¿No está casada la
segunda con un banquero cuyo nombre es alemán, un barón de Nucingen? -dijo la
vizcondesa mirando a la duquesa de Langeais-. ¿No se llama Delfina? ¿No es una
rubia que tiene un palco en la Opera y que también va a los Bouffons y se ríe de un modo escandaloso
para llamar la atención?
La duquesa sonrió y dijo:
-Pero querida mía, los
admiro. ¿Por qué se ocupan tanto de esas gentes? Se necesita estar locamente
enamorado como lo estaba Restaud para mancharse de harina con el contacto de la
señorita Anastasia. ¡Oh, ya se arrepentirá! Su mujer está entregada al señor de
Trailles, y no le faltarán disgustos.
-¡Han renegado de su
padre! -repetía Eugenio.
-Sí, de su padre, del
padre, un padre -repuso la vizcondesa-, un buen padre que lo ha dado todo,
según se dice, que desembolsó quinientos o seiscientos mil francos para hacer
su dicha casándolas bien, y que no se había reservado más que ocho o diez mil
libras de renta para él, creyendo que sus hijas seguirían siendo sus hijas, que
él se había creado dos existencias y que tendría dos casas donde sería adorado
y mimado; pero en dos años sus yernos lo han desterrado de su compañía como si
fuera el último de los miserables.
Algunas lágrimas brotaron
de los ojos de Eugenio, que aun estaba bajo el encanto de las santas y puras
emociones de la familia y de las creencias juveniles, y que hacía su primera
incursión en el campo de batalla de la civilización parisiense. Las emociones
verdaderas son tan comunicativas, que aquellas tres personas guardaron silencio
por un instante.
-Oh, sí, Dios mío, esto
es muy horrible, y sin embargo lo vemos todos los días -dijo la señora de
Langeais-. ¿No obedecerá a alguna causa? Dígame usted, querida mía, ¿ha pensado
alguna vez en lo que es un yerno? Un yerno es un hombre para el cual usted y yo
educamos a una criatura a la que estamos unidas por mil lazos, que será durante
diecisiete años el goce de la familia, y que siendo un alma blanca, como diría
Lamartine, se convertirá en la peste. Cuando este hombre se ha apoderado de
ella, emplea su amor contra nosotros como si fuese un hacha, y corta en el
corazón de nuestro ángel todos los lazos que lo unían a su familia. Ayer,
nuestra hija era todo para nosotros, y nosotros éramos todo para ella; hoy,
nuestra hija se convierte en nuestra enemiga. ¿No presenciamos todos los días
esta misma tragedia? Aquí la nuera se muestra implacable con su suegro, que lo
sacrificado todo por su hijo, y más allá un yerno pone a su suegra a la puerta.
Muchas veces oigo preguntar si hay algo dramático en la sociedad, y entiendo
que el drama del yerno es espantoso, sin contar con que nuestras bodas han
pasado a ser cosas muy tontas. Me doy perfecta cuenta de lo que le ha sucedido a
ese anciano fabricantes de pasta. Creo que recordar que ese Foriot…
-Goriot, señora.
-Bueno; que ese Moriot
fue presidente de su sección durante la revolución y que empezó a hacer fortuna
vendiendo la harina a un precio diez veces mayor que el que costaba y en la
cantidad que quería. El intendente de mi abuela le vendió cantidades inmensas.
Como todas esas gentes, yo creo que ese Goriot se repartía las ganancias con el
Comité de Salubridad Pública. Recuerdo que el intendente le decía a mi abuela
que podía permanecer con toda seguridad en Grandvilliers, porque sus trigos
eran una excelente carta cívica. Ahora bien, ese Loriot que vendía trigo a los
verdugos no tuvo más que una pasión. Según se dice, adora a sus hijas. A la
mayor, la casó con el primogénito de la casa de Restaud, y a la segunda con el
barón de Nucingen, rico banquero que se fingía realista. Ya comprenderán
ustedes que, bajo el imperio, los dos yernos no se opusieron a tener en su casa
a este viejo. Noventa y Tres; eso podía pasar con Bonaparte. Pero los Borbones
volvieron, el buen hombre se vio abandonado, no sólo por Restaud, sino también
por el banquero. Las hijas, que tal vez seguían amando a su padre, quisieron
nadar entre dos aguas halagando al padre y al marido, y recibieron a Goriot
cuando no había nadie en casa, buscando pretextos de ternura y diciéndole que
fuese cuando estuviesen solas, porquería estarían mejor, etcétera. Yo, querida
mía, que opino que los sentimientos tienen ojos e inteligencia, entiendo que el
corazón de ese pobre Noventa y Tres debía sangrar de dolor. Ha visto que sus
hijas se avergonzaban de él y que si ellas amaban a sus maridos, él perjudicaba
a sus yernos. Era preciso, pues, sacrificarse, y se ha sacrificado, porque era
padre, desterrándose a sí mismo de sus casas. Al ver a sus hijas contentas
comprendió que había hecho bien. El padre y las hijas han sido cómplices de
este pequeño crimen. Esto lo vemos todos los días. ¿No habría sido una mancha
en los salones de sus hijas ese pobre papá Doriot? El infeliz se hubiese
sentido molesto y aburrido. Lo que le ocurre a ese padre le puede ocurrir a la
mujer más bonita con el hombre a quien más ame: si lo aburre con su amor, él
huye de ella, y para huir comete las mayores cobardías. Con todos los
sentimientos pasa lo mismo. Nuestro corazón es un tesoro; vaciándolo de
repente, queda una arruinada. Nunca perdonamos que un sentimiento se muestre en
toda su desnudez, lo mismo que no perdonamos a un hombre que no tenga un
céntimo. Ese padre lo ha dado todo: durante veinte años había entregado sus
entrañas y su amor, y había dado su fortuna en un día. Una vez exprimido el
limón, sus hijas han echado el resto al arroyo.
-El mundo es muy infame
-dijo la vizcondesa acariciándose los flecos del chal sin levantar la vista. Pues
se sentía herida en lo más vivo de su corazón por las palabras con que la
duquesa de Langeais la había aludido en el relato de esta historia.
-Infame, no; sigue su
curso, y nada más -repuso la duquesa-. Y si yo le hablo de este modo, es para
demostrarle que el mundo no me engaña. Yo pienso como usted -añadió estrechando
la mano a la vizcondesa-. El mundo es un lodazal; procuremos permanecer en las
alturas -continuó, levantándose y besando en la frente a la señora de
Bèauseant-: Querida mía, en este momento está usted muy bella y tiene los
colores más hermosos que haya visto nunca.
Dicho esto, y después de
haber inclinado ligeramente la cabeza dirgiéndose al primo, salió.
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