DEL TEATRO BALINÉS (3)
No es posible asimilar
enteramente este espectáculo, que nos asalta con una sobreabundancia de
impresiones, cada una más rica que la otra; y en un lenguaje del que ya hemos
perdido aparentemente la clave; y esta imposibilidad de retomar el hilo, de cobrar
la presa -de aproximar la oreja al instrumento para oír mejor- provoca una
irritación que es un encanto más del espectáculo. Y no entiendo por lenguaje un
idioma indescifrable que oímos por primera vez, sino justamente esa suerte de
lenguaje teatral extraño a toda lengua
hablada, un lenguaje que parece comunicar una abrumadora experiencia
escénica, de modo que comparadas con ella nuestras producciones exclusivamente
dialogadas parecen meros balbuceos.
Lo más sorprendente, en
efecto, en este espectáculo -tan ajeno a nuestras concepciones occidentales del
teatro que muchos le negarán toda cualidad teatral, a pesar de ser la más
hermosa manifestación de teatro puro que hayamos podido ver aquí-, lo más
sorprendente y desconcertante para europeos como nosotros es la admirable
intelectualidad que crepita en toda la trama ceñida y sutil de los gestos, en
las modulaciones infinitamente variadas de la voz, en esta lluvia sonora que
parece caer en un inmenso bosque, en los entrelazamientos también sonoros de
los ademanes. Entre un gesto y un grito o un sonido no hay transición: ¡todo se
corresponde como a través de raros canales abiertos en el espíritu mismo!
Hay aquí toda una serie
de gestos rituales cuya clave no poseemos, y que parecen obedecer a
indicaciones musicales, extremadamente precisas, con algo más que no pertenece
generalmente a la música y parece destinado a envolver el pensamiento, a
perseguirlo, a apresarlo en un sistema inextricable y cierto. En efecto, todo
en este teatro está calculado con una encantadora y matemática minucia. Nada
queda librado a la casualidad o a la iniciativa personal. Es una especie de
danza superior, donde los bailarines fueran ante todo actores.
Se los ve alcanzar una y
otra vez una especie de recuperación, con pasos medidos. Cuando se los cree
perdidos en un laberinto inextricable de compases, o próximos a caer en la
confusión, recobran el equilibrio con ciertos medios que les son propios
(apoyando el cuerpo o las piernas arqueadas de un modo especial) dando casi la
impresión de un trapo empapado, retorcido acompasadamente, y con tres pasos finales
que siempre los llevan ineluctablemente al centro de la escena, se completa el
ritmo suspendido, y el compás se aclara.
Todo es en ellos
regulado, impersonal; no hay un movimiento de músculos ni de ojo que no parezca
corresponder a una especie de matemática reflexiva, que todo lo sostiene, y por
la que todo ocurre.
Y, curiosamente, en esta
despersonalización sistemática, en estas expresiones puramente musculares que
son como máscaras sobre los rostros, todo tiene su significado, todo produce el
máximo efecto.
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