(Una novela de amor, pasión y muerte en tiempos de la Patria Vieja)
Primera edición
WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018
El Coronel Agustín
de la Rosa y el Juez Comisionado don Juan Salinas esperan en la casa del
pulpero Anselmo Crespo, adonde pactaron la rendición. Los insurgentes ni bien
llegan incautan todas las armas y municiones, como primera medida de la
ocupación. La Plaza está atiborrada. La emoción embarga a los alzados cuando la
bandera imperial es arriada. Es algo nuevo, no solamente por el valor
simbólico, también lo es porque son ellos, simples vecinos, los que la están quitando.
Ese sencillo gesto está proclamando a los cuatro vientos, que el Imperio no es
invencible, que no es una fatalidad ante la que tengan que resignarse, ya que sin
apoyo y casi sin armas han logrado derrotarlo. Nadie sabe lo que sobrevendrá,
pero no es momento de especular. Es
momento de defender lo conquistado. Viera encuentra a Correa entre la multitud.
-Mi Alférez, ahora
es que preciso de usted más que nunca. Tomé las mejores posiciones, procurando
personalmente informarme del estado de la ciudad, pero es necesario que
extienda un oficio para el primer jefe más inmediato, a efectos de que nos
auxilie con alguna gente con armas, por si somos atacados de Montevideo.
Está preocupado.
El teniente José Maldonado medita sobre su mala suerte; ha sido encerrado junto
con Jaime Vidal y otros españoles en una sala de la casa de Anselmo Crespo,
desde donde observa a Pedro Viera y Ramón Fernández dar órdenes a diestra y
siniestra. Este último es el nuevo Comandante de la ciudad. En el resto de ella
todo está en ebullición. A las once de la mañana Pedro Viera sale con sus
hombres hacia Santo Domingo de Soriano, una división con cuarenta hombres parte
para los pueblos de San Salvador y Espinillo a prevenir a los jueces, bajo pena
de vida, que obedezcan a Buenos Aires; los Comandantes y el Alcalde reorganizan
los servicios gubernativos, en particular que no haya desórdenes, hasta que la
Junta de Buenos Aires determine lo que juzgue conveniente; la pólvora y las balas que hay en las
pulperías es recogida para hacer cartuchos para la artillería que está en el
Cuartel celosamente custodiada por un Comandante artillero, cuatro cabos y
dieciséis hombres. La revolución todo lo cambia, todo está trastocado, los
españoles son encarcelados, a los pudientes les confiscan dinero contra recibo
y solamente los mozos de las pulperías son autorizados a salir, bajo custodia, durante
el día, para despachar a los vecinos hasta la hora de la oración, momento en el
que deben reanudar su arresto. La vida muda hasta para el herrero de Mercedes, que
tiene que ponerse precipitadamente a trabajar, ya que le encargan chuzas para
los que están desarmados.
***
Toda revolución es
un hecho singular, compendia características peculiares, situaciones típicas,
determinados alineamientos sociales y políticos, un específico devenir de la
región en donde estalla, pero además sirve de medida de las capacidades de
quienes las dirigen. La ruptura del antiguo orden y la incógnita de lo nuevo,
libera pasiones, promueve heroísmos, despierta utopías, pero también pone en
relieve avaricias e infamias. En la hora del principio del fin la gente suma lo
mejor y lo peor de sí misma. Está dispuesta a entregar lo más preciado, pero no
puede evitar las debilidades y flaquezas que devienen del tiempo en que le tocó
vivir y que comienzan a abandonar. Tal
vez sea por eso que Ramón Fernández, cuando se comunica con Buenos Aires luego
de la partida de Pedro Viera a Soriano, nada dice del esfuerzo de los que lo
precedieron en la organización del alzamiento. No explicita que fue hecho
prisionero en Monte de Asencio, ni las circunstancias que lo situaron como
Comandante. Conoce el oficio de la diplomacia y de la guerra y sabe que es tan
importante lo que informa como lo que oculta y que hay formas de engañar sin
falsear la realidad. Una vez que asume el mando y sin enojosos controles, se
coloca ante los superiores como el mentor del levantamiento. Las
contradicciones bullen en su interior. Y así como claudica ante sí mismo, no
deja de preocuparse por la situación que enfrenta. Por un lado no reacciona
ante las ilegalidades que sus subordinados cometen y por el otro está
preocupado por la suerte de los enemigos detenidos.
-He tratado de
recoger a todos en pelotón para que luego que todo se vaya organizando, poner
en libertad a los vecinos afincados, bajo sus correspondientes fiadores, para
cuando se les necesite. Hay que mantenerlos entretenidos, por lo menos hasta
saber la determinación de la Junta Suprema -le dice a su colaborador Mariano
Vega.
No obstante está
preocupado por un posible asalto de las tropas desde Montevideo o Colonia y por
las escasas fuerzas de que dispone.
-Voy a oficiar a
Don José Artigas, de quien tengo noticia hallarse en Nogoyá, jurisdicción de
Santa Fe o en su defecto al primer jefe de las tropas que se hallare, para que
me auxilien a la mayor brevedad, pues puedo ser atacado y me veré precisado de
abandonar estos puntos.
Brillan los ojos
de Mariano Vega cuando escucha el nombre de Artigas.
-No puedo
extenderme a mayores conquistas por no tener como sostenerme. Aguardo que nos
protejan, aunque sea con un pequeño número de gentes, armamento y algunas
municiones avisándome el punto donde han de desembarcar, para agregar a los de
esta banda algunos, para abultar su número y al mismo tiempo se ordene a los
que están en la bajada, vengan a reunirse pues no hallarán óbice alguno hasta
estos puntos.
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