DEL TEATRO BALINÉS (1)
El espectáculo del teatro
balinés, que participa de la danza, del canto, de la pantomima -y en algo del
teatro, tal como aquí lo entendemos- restituye el teatro mediante ceremonias de
probada eficacia y sin duda milenarias, a su primitivo destino, y nos lo
presenta como una combinación de todos esos elementos, fundidos en una
perspectiva de alucinación y temor.
Es especialmente notable
que la primera de las breves piezas que componen este espectáculo, y que nos
muestra los reproches de un padre a su hija, que se burla de las tradiciones,
se inicie con una entrada de fantasmas; o, si se quiere, que los personajes
-hombres y mujeres- que interpretarán un tema dramático, pero familiar, se nos aparezcan
primero en su estado espectral, y los veamos en una perspectiva alucinatoria,
propia de todo el personaje de teatro, antes que las situaciones de esta
especie de sketch simbólico comiencen
a desarrollarse. Por otra parte, las situaciones no son aquí sino un pretexto.
El drama no se desarrolla entre sentimientos, sino entre estados espirituales,
osificados y reducidos a gestos, esquemas. En suma, los balineses realizan, con
el rigor más extremado, la idea del teatro puro, donde todo, concepción y realización,
vale y cobra existencia sólo por su grado de objetivación en escena. Demuestran victoriosamente la preponderancia absoluta
del director, cuyo poder de creación elimina
las palabras. Los temas son vagos, abstractos, externamente generales. Sólo
les dan vida la fertilidad y complejidad de todos los artificios escénicos, que
se imponen a nuestro espíritu como la idea de una metafísica derivada de una
utilización nueva del gesto y de la voz.
Y en todos esos gestos,
en esas actitudes angulosas y bruscamente abandonadas, en esas modulaciones
sincopadas del fondo de la garganta, en esas frases musicales que se
interrumpen de pronto, en esos vuelos de élitros, en esos rumores de follaje,
en esos sonidos de cajas huecas, en esos chirridos de autómatas, en esas danzas
de maniquíes animados hay algo realmente curioso: por medio de ese laberinto de
gestos, actitudes y gritos repentinos, por medio de esas evoluciones y giros
que no dejan de utilizar porción alguna del espacio escénico se revela el
sentido de un nuevo lenguaje físico basado en signos y no ya en palabras. Estos
actores, con sus ropajes geométricos, parecen jeroglíficos animados. Y no sólo
la forma de sus ropas (que desplazando el eje de la talla humana crea junto a
las vestimentas de esos guerreros en estado de trance y perpetua guerra una
suerte de vestimentas simbólicas, de ropajes segundos) inspira una idea
intelectual, o simplemente se relaciona con los entrecruzamientos de las
perspectivas del espacio. No, tales signos espirituales tienen un sentido preciso,
que sólo alcanzamos intuitivamente, pero con suficiente violencia como para que
cualquier traducción a un lenguaje lógico y discursivo nos parezca inútil. Y
para los aficionados al realismo a toda costa, que pudieran fatigarse con esas
perpetuas alusiones a las actitudes secretas e inaccesibles del pensamiento,
ahí está el juego eminentemente realista del doble, que se espanta de las
apariencias del más allá. Esos temblores, esos chillidos pueriles, ese talón
que golpea el suelo cadenciosamente, con el automatismo propio del inconsciente
liberado, ese doble que en un determinado momento se oculta tras su propia
realidad: he ahí una descripción del temor válida para todas las latitudes, y
que demuestra que tanto en lo humano como en lo inhumano los orientales pueden
aventajarnos a cuanto a realidad.
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